jueves, junio 27, 2013

La S significa esperanza

“No es una S…”, responde Henry Cavill, el nuevo Superman, a una Lois Lane con el rostro de Amy Adams: “en mi mundo significa esperanza”. Lo dice sonriendo con la boca y con los ojos, con esa mirada limpia, todo nobleza, que uno espera de la versión en carne y hueso del icono que durante 75 años ha alimentado los sueños de todos aquellos que una vez quisimos levantar los pies del suelo y echar a volar. Pero éste no es el Superman que conocías: “El hombre de acero”, la nueva película de Zack Snyder y Christopher Nolan (¿cuánto es mérito de cada uno?), es una adaptación que traiciona en apariencia algunos de los pilares fundamentales del universo ficticio creado hace tres cuartos de siglo por Jerry Siegel y Joe Shuster para el número 1 de “Action Comics”.

Olvídate de ver al tímido y miope periodista Clark Kent entrando en una cabina de teléfono para salir revestido de rojo, azul y amarillo, con los calzoncillos por encima del pantalón. Olvídate de un Perry White anglosajón, con las sienes plateadas, invocando airado al “fantasma del gran César”. Olvídate de Jimmy Olsen, jovencísimo reportero gráfico con tendencia a meterse en apuros con tal de lograr la mejor instantánea del héroe de Metropolis. Olvídate del enorme globo terráqueo que corona el edificio del Daily Planet. Olvídate (de momento) de Lex Luthor. Ni siquiera la S es ya una S.

“Eppur si muove”. O, para el caso, vuela.


Porque si uno es capaz de dejar a un lado la nostalgia (y, creedme, nadie se pone más nostálgico que yo cuando se trata del “Superman” de Richard Donner), tal vez pueda darse cuenta que, como decía Ovidio en ese latinajo célebre, “omnia mutantur, nihil interit”: todo cambia, pero nada se pierde. Ya no están las inolvidables fanfarrias de John Williams, pero tenemos en su lugar a uno de los Hans Zimmer más inspirados de los últimos tiempos. Sin kryptonita que debilite al personaje protagonista, el co-autor del libreto, David S. Goyer, se las arregla para buscar una alternativa que sustituya de forma más verosímil los nocivos efectos del verdoso mineral alienígena. Ante la ausencia de un Marlon Brando cuasi-divino tenemos a un nuevo y carismático Jor-El, jinete de una montura insectoide en un entorno que bebe más de “Avatar” y de los diseños de H.R. Giger que de aquel acristalado y olímpico Krypton que conocimos en los años 70. Por esto y por “Master & Commander”, sí o sí, hay que querer a Russell Crowe.


Poco importa que Glenn Ford jamás vaya a alcanzar ese granero solitario en lo alto de una colina, poniéndonos los pelos como escarpias mientras se lleva la mano al pecho, porque aquí Kevin Costner se resarce de sus últimos traspiés cinematográficos haciendo como nadie del San José de Smalville: ese progenitor superado por la divinidad de su hijo adoptivo que antepone la seguridad de su chaval a su sacrificio por el bien de los demás. La comparación no podría ser más apropiada: de Moisés alienígena en las versiones más canónicas, Kal-El ha pasado en “El hombre de acero” a ser un mesías bíblico en toda regla, y para que no se nos olvide ahí tenemos esa esclarecedora (y bastante obvia) vidriera en la única escena que se ha podido rescatar de la olvidable etapa viñetera a cargo de Brian Azzarello y Jim Lee.


Al final, uno a uno, la mayoría de los elementos icónicos que han definido al personaje durante más de siete décadas acaban asomándose al metraje de “El hombre de acero” de un modo u otro, aunque a veces parezcan irreconocibles (¿Laurence Fishburne como Perry White?) y otras no pasen de meros apuntes superficiales (¿Lana Lang? ¿Krypto el super-perro? ¿la Fortaleza de la Soledad?). Que los aficionados más ortodoxos no sean capaces de entender que éste es el camino del éxito para la nueva era cinematográfica de los personajes de DC Comics ya es otro cantar. Si funcionó con el Batman de Christopher Nolan, que se parecía tanto al de Bob Kane, o al de Neal Adams, ¡o al de Adam West!, como un huevo a una castaña, ¿por qué no habría de hacerlo con Superman?


Y luego, claro, está él: Henry Cavill. Cada fotograma en que el hipertrofiado actor británico, apenas conocido anteriormente por sus intervenciones en “Los Tudor” e “Inmortals”, aparece flotando sobre el hielo antártico o el desierto norteamericano, uno sabe que está ante el último hijo de Krypton. Cavill mira como Superman, habla como Superman, vuela como Superman. Y pega como Superman.


Ése es otro de los aspectos en los que más se nota el cambio en esta reimaginación del personaje. Lo que Bryan Singer no supo entender en su enternecedora aunque trasnochada “Superman Returns” es que el público ha cambiado, la tecnología ha cambiado y el cine de acción, sí, ha cambiado más que ninguna otra cosa. En la era de los Michael Bay y los Joss Whedon, el espectador ya no se emociona al ver cómo el héroe rescata de un destino fatal al enésimo helicóptero/avión/transbordador espacial averiado. Lo que el Superman moderno necesita para conquistar a los miles de gamers, otakus y fanboys del siglo XXI es un villano de alto octanaje que le pueda poner en apuros serios (Michael Shannon, bendito seas) y un sentido de la pirotecnia que rivalice en igualdad de condiciones con la gran traca final de “Los Vengadores”.


Y, pese a las decisiones caprichosas de Goyer, Nolan y Snyder, y los evidentes agujeros de guión (que los tiene y son llamativos por su torpeza), “El hombre de acero” (me) enamora porque posee la fuerza visceral de las mejores ensaladas de hostias que se recuerden en el Noveno Arte. El enfrentamiento de Superman contra Zod remite a otras inolvidables palizas dibujadas, como Goku Vs. Freezer, Invencible Vs. Conquest o, por encima de todas, Miracleman Vs. Kid Miracleman (¿la mejor pelea de super-tipos de todos los tiempos?). El acto final de “El hombre de acero” es orgásmico en su condición de espectáculo palomitero de destrucción masiva; esa gran escena de acción protagonizada por Superman que Hollywood nos venía negando hasta la fecha y que, por fin, me ha reconciliado con uno de los directores a los que más tirria estaba pillando últimamente: Zack Snyder, apúntate una.


Ni “El hombre de acero” es una película perfecta ni, con certeza, la mejor adaptación posible de la gran S a la pantalla grande, pero tampoco “Batman Begins” (con la que comparte muchos rasgos en común) era mi película soñada sobre el Hombre Murciélago y hoy por hoy se la reconoce como la piedra de toque de un nuevo modo de entender el cine de super-héroes. Este remozado Superman es, por lo de pronto, un reboot emocionante e intenso, divertido como pocos títulos que haya visto en pantalla grande un servidor en lo que va de 2013, y una base sólida sobre la que (re)construir una saga que, ahora sí, tiene el viento a favor para volar a mach 3 hasta la estratosfera.

Esta vez, quizás más que nunca, la S significa esperanza.

jueves, junio 20, 2013

La música de la sabana

"Nants ingonyama bagithi Baba
Sithi uhm ingonyama"


Para todos aquellos que nacimos en los 80 (y tuvimos una infancia más o menos feliz) existen una retahíla de clásicos Disney que forman parte fundamental de nuestro imaginario generacional. Hablo de la década de largometrajes animados (y sus impagables momentos musicales) que va desde “La Sirenita” (1989) hasta “Tarzán” (1999), y que tuvo sus últimos coletazos de brillantez en la estupenda “Lilo & Stitch” (2002). En lo que respecta a la animación tradicional, desde entonces no ha habido nada igual en occidente (Japón, ya sabéis, va a su bola) y dudo mucho que vuelva a haberlo. De todos aquellos clásicos que forjaron el carácter de muchos de los veinteañeros y treintañeros de hoy, uno de los más admirados es “El Rey León”.


Remake animalizado de “Hamlet” y plagio evidentísimo de “Kimba, el león blanco” de Osamu Tezuka, el film protagonizado por el desterrado príncipe Simba, legítimo heredero de “toda la tierra que baña la luz” (que decía -snif- Constantino Romero), supuso con toda probabilidad el cenit creativo de la Disney de los 90 y uno de los mayores éxitos comerciales en la historia del estudio. Al igual que en los casos de “Aladdin”, “La Bella y la Bestia” o la descacharrante “Hercules”, recuerdo haber visto docenas de veces “El Rey León” en el VHS original que alguien me regaló (por un cumpleaños, creo), y haber berreado sus canciones en las más insólitas circunstancias en compañía de J. (mayúscula), de Nocciolita o del CD con la banda sonora original compuesta por Hans Zimmer y Elton John.


Pese a lo complejo, conceptualmente, de una adaptación teatral inspirada en dicho material, en 1997 la artista multimedia Julie Taymor (a quien los más cinéfilos recordarán por su esteticista adaptación al celuloide del también shakespeariano “Tito Andrónico” en “Titus” y por ser la máxima responsable del biopic de Frida Kahlo protagonizado por Salma Hayek) presentó en Broadway el musical que recogía el argumento (con ligeros añadidos de guión) y las composiciones originales (más un par de temas nuevos) del film de animación. El inmediato éxito de crítica y público motivó su exportación a otras latitudes e idiomas, siendo hasta la fecha la producción de Madrid, representada en el Teatro Lope de Vega desde octubre de 2011, la única en lengua castellana estrenada hasta la fecha.


La dificultad para conseguir entradas decentes si no es con sorprendente antelación y lo inasequible de los precios me tuvieron con los dientes largos durante año y medio, a la espera de una ocasión propicia para dejarme llevar por las ganas y dilapidar parte de mis ahorros en ese espectáculo teatral del que todo el mundo hablaba maravillas. La ocasión llegó (se creó, más bien) el pasado domingo, y lo cierto es que no podría alegrarme más de haber pasado por taquilla.


No sé cuánto ha tenido que ver la nostalgia y cuánto el hecho de que “El Rey León”, el musical, es un espectáculo que entra por los ojos y los oídos como un arrollador torbellino de color y música, pero lo cierto es que, salvo algunas dudosas decisiones que buscan el humor localista (el andalucismo moranco de Timón, básicamente) y el hecho de que las canciones no respeten la traducción del doblaje original al castellano (ahora, por ejemplo, el himno fascista “Preparaos” se llama “Conspirad”), no se me ocurren mayores peros que ponerle a esas dos horas largas (casi tres) de show que me mantuvieron directamente conectado con la memoria del niño que un día fui. El niño que, para orgullo de Saint-Exupéry, aún sigo siendo por momentos.


El multitudinario ballet, la orquestación en directo, las poderosas voces de los intérpretes principales (con la actriz que interpreta al chamán Rafiki a la cabeza), los imaginativos recursos visuales con que se representan algunos de los momentos más difíciles de trasladar a las tablas (como la escena en que Mufasa se aparece a Simba entre las estrellas) y, sobre todo, el superlativo trabajo de maquillaje y vestuario, convierten al musical de “El Rey León” en una de esas experiencias artísticas “más grandes que la vida”, que impactan y emocionan y se graban a fuego en la memoria del espectador.


Y aunque fui a verla con quien más deseaba hacerlo, inevitablemente me acordé también durante la función de todas aquellas personas (como J. (mayúscula), Nocciolita, el Padre Karras o mi reverendísima madre) con quienes me gustaría poder compartir algún día esta experiencia una vez más. Porque tenía ganas de vivirla antes de hacerlo y, ahora que ya la he vivido, tengo ganas de repetir.

Es, literalmente, un ciclo sin fin.

martes, junio 04, 2013

Micro-reseñas primaverales

Últimamente el tiempo vuela. El mío, quiero decir. Entre el trabajo, la vida personal, lo poco que consigo ir al gimnasio y dormir un rato de vez en cuando, estas últimas semanas/meses he tenido el blog bastante desatendido. Y no será porque no se me ocurran temas sobre los que escribir: lo que pasa es que no tengo tiempo para sentarme a hacerlo. Literalmente. Hace unos días, durante una (muy) fugaz visita a Galicia, mi buen amigo Home de Xeo constató amablemente que hacía mucho que no escribía sobre comics; que no “lo tenía al corriente de mis últimas lecturas”. Así que a ver si hoy subsanamos eso con una batería de micro-reseñas primaverales… por mucho que me apene no poder dedicarle a alguno de los siguientes títulos una entrada monográfica en condiciones. Al lío:


Ojo de Halcón #1: Seis día en la vida de…


Como probable efecto colateral de la película sobre “Los Vengadores”, el arquero Clint Barton estrena nueva serie en solitario bajo la batuta del sólido guionista Matt Fraction y el excepcional trabajo gráfico de los españoles David Aja (adoro a este tío desde que lo descubrí en “El inmortal Puño de Hierro”) y Javier Pulido. Es precisamente la parte visual de “Ojo de Halcón”, con una narrativa y un diseño de página primorosos, la que eleva notablemente la calidad de una serie marcada por un tono urbano que mezcla humor, espionaje y toneladas de acción. No será el tebeo del año, pero sí una lectura divertida y sin pretensiones que da exactamente lo que promete. “Yippee ki-yay”, que diría John McClane.


The Boys #1 (edición integral)


Reedición en libracos muy gordos de la serie regular con la que el escritor irlandés Garth Ennis pretendía superar el éxito de su conocida “Predicador”. El argumento es tan simple como, a priori, tentador: “¿Quién vigila a los vigilantes?” Pues The Boys, un grupo de mercenarios de la CIA dedicados a extorsionar, humillar públicamente y (si es preciso) eliminar a cualquier super-héroe que se pase de la raya, cosa que hacen muy a menudo… con erótico resultado. Teniendo a Ennis como guionista, la cabecera asegura altas dosis de violencia explícita, sexo sucio, cantidades ingentes de alcohol y palabrotas que hacen llorar al niño Jesús: la clase de contenido ¿para adultos? que me alegraría la vida con 15 años pero que hoy por hoy me resulta un poco infantil. Teniendo a Darick Robertson (lo peor de la sobrevalorada “Transmetropolitan” de Warren Ellis) como dibujante, uno se asegura también un acabado visual expresivo y grotesco que encaja perfectamente con el tono de la serie, por mucho que el artista norteamericano no sea santo de mi devoción. “The Boys” tiene sus momentos… pero no es “Predicador”. Ni de lejos.


Fatale #1: La muerte me persigue


Ed Brubaker y Sean Phillips, el equipo creativo detrás de pepinazos como “Sleeper” y “Criminal” (y también “Incógnito”, que no estaba mal), se reúnen de nuevo en una colección que hermana la serie negra más canónica (años 50, detectives con gabardina, mujeres fatales) con el rollo lovecraftiano de las sectas ocultistas y los horrores primigenios inenarrables. Es decir: “Criminal” + “Los mitos de Cthulhu”. ¿Es original y sorprendente? No, son Brubaker y Phillips haciendo más o menos lo de siempre. ¿Funciona? ¡Pues claro, son Brubaker y Phillips, maldita sea!


Invencible #17: Ser inteligente


La mejor serie regular de super-héroes que se publica hoy en día (según el 100% de los redactores de este blog) prosigue su andadura en la edición de Aleta/Dolmen y alcanza los 84 números yankis con la frescura de los guiones de Kirkman y el buen hacer gráfico de Ottley intactos. Tras el punto y aparte que supuso la “Guerra Viltrumita” (os hablaba de ella hace relativamente poco), Mark Grayson debe decidir qué significa para él ser un héroe: ¿se trata sólo de patear el trasero al villano de turno o existe la posibilidad de hacer algo más para mejorar el mundo? A su manera ligera y desenfadada, Kirkman explora conceptos que ya habíamos visto en títulos como “Miracleman” o “The Authority” (el super-héroe como fuerza de oposición al statu quo) en un tomo de descompresión dramática que expande los horizontes del Universo Invencible. Y yo feliz.


Hombre #1 (edición integral)


Una de las mayores deudas del actual panorama editorial hacia el tebeo español de los 80 se ve por fin subsanada: la hasta ahora ilocalizable obra maestra de José Ortiz y Antonio Segura se reedita en dos volúmenes integrales que hacen justicia a un clásico que se mantiene tan fresco y actual como el primer día. Las aventuras de Hombre, superviviente anónimo en un apocalipsis que antecede en espíritu a “La carretera” de Cormac McCarthy, son un trabajo artesanal de primera magnitud, con guiones sencillos pero contundentes a cargo de Ortiz y un dibujo atmosférico, expresivo, detallista e -introduzca aquí su superlativo favorito- obra de Segura. Posiblemente, junto a “Paracuellos” de Giménez y “Torpedo” de Bernet y Abulí, mi clásico hispano favorito de todos los tiempos.