lunes, agosto 20, 2012

Los monstruos viven en Islandia

Lejos de la vocación experimental de compatriotas como Björk o Sigur Rós, los islandeses Of Monsters and Men han comenzado su prometedora carrera discográfica con las miras puestas en el movimiento indie-folk-rock (a veces me pregunto para qué nos molestamos en crear tantas etiquetas) en el que podríamos encuadrar a formaciones como Beirut, Fanfarlo o Mumford & Sons. Los crescendos épicos y los instrumentos menos rockeros que uno pueda a priori imaginarse (acordeones, trompetas, banjos y violines) son seña de identidad de una generación de músicos que han arropado unas canciones de estructura pop con toda suerte de influencias folclóricas y densos arreglos instrumentales para formular un sonido compacto y preciosista que vive ahora su momento dorado, pese a que la sobreabundancia de propuestas similares pueda llevarnos de cabeza al aburrimiento.


El primer disco de Of Monsters and Men, “My head is an animal”, vio la luz en su país de origen en septiembre de 2011, pero dado el tirón comercial de su single “Little talks”, el desembarco internacional se convirtió en una realidad apenas 7 meses después. La edición estadounidense de “My head is an animal” cuenta con nuevas grabaciones (entre ellas otro single indiscutible, “Mountain sound”) y manifiesta cambios notables en el orden de presentación de las canciones. Los dos temas citados, así como “Dirty Paws” y “Lakehouse”, remiten directamente al espíritu hippioso de los mejores Edward Sharpe & the Magnetic Zeros, haciendo del abuso coral y de los heys! festivos una constante que huele a estrategia prefabricada, pero que uno acaba perdonando gracias a la pegada inmediata de sus contagiosas melodías y a las dulces voces de Nanna Bryndís Hilmarsdóttir y Ragnar þórhallsson, cantantes además de letristas.


Emulando la buena química entre Win Butler y Régine Chassagne, Nanna y Ragnar entonan en “King and lionheart” y “Six weeks” sendos himnos cargados de "épica canadiense" que perfectamente podrían haber formado parte de la banda sonora de aquella estupenda adaptación cinematográfica que Spike Jonze hizo del libro infantil “Donde viven los monstruos”.

Mientras el registro de Nanna se acerca tanto a una Lourdes Hernández (a.k.a. Russian Red) en sus momentos más delicados como a una Florence Welch en las notas más enérgicas, Ragnar ejerce de Oliver Sim en el arranque de ese “Yellow light” que recuerda por momentos a The xx (pese a que los coros y el ritmo casi marcial de su segunda mitad jamás tendrían cabida en las minimalistas composiciones del trío londinense).


Así, “My head is an animal” no propone nada especialmente novedoso, pero a lo largo de sus 12 cortes consigue transmitir esa gratificante joie de vivre que tantas veces elude a los gélidos músicos de vanguardia. Y si es cierto aquello que decía Hemingway de que “la gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre”, los seis chicos que han dado forma a un LP tan contagiosamente vital como éste deben ser unas bellísimas personas.

sábado, agosto 18, 2012

De Escocia a la Luna

Tengo que reconocerlo: en lo que respecta al cine de animación, y más concretamente al que proviene de la factoría Pixar, soy incapaz de ser objetivo. Es superior a mí. En cuanto me pongo a hablar del tema, me emociono tanto como Tomás Roncero recordando el penalti a lo Panenka de Sergio Ramos. Cualquier película de animación que cumpla los estándares mínimos de calidad (que últimamente están muy altos, ojo) me tiene ganado para su causa desde el minuto uno, y es probable que si hiciésemos un estudio de cuántas veces se me ha escapado la lágrima tonta viendo una película en el cine, más de la mitad de los casos coincidirían con cintas animadas. Con prácticamente todas las de Pixar, desde luego. Se quedan fuera “Cars” y “Cars 2” (y “Bichos” porque no la vi en pantalla grande), pero en lo que respecta a todas las demás, ahí me tendréis echando el moco, con el corazón más desbordado que los de todos los niños que me rodean juntos.

Sospechaba ya desde los primeros avances vistos hace meses que “Brave”, la nueva cinta de Pixar que aterrizó en las pantallas españolas el pasado fin de semana, no iba a ser la excepción. Y no me equivoqué.


El film está protagonizado por Merida, una princesa coronada por una maraña de bucles pelirrojos que vive en continuo conflicto con su madre, monarca de unas regiones escocesas que remiten tanto al medievo de kilts embarrados de “Braveheart” como a la mitología fantástica del estudio Ghibli. Merida aspira a una existencia indómita en compañía de su arco y su corcel, en una fuga constante “hacia lo salvaje” (que diría Amaral), mientras la reina se afana en convertirla en una dama de maneras irreprochables y en encontrarle un pretendiente entre los vasallos de su marido para que su vínculo afiance la frágil paz que mantiene unido al reino. En la película hay también magia potagia, humor coyuntural (al más puro estilo “Hércules”; demonios, cómo me gusta esa peli) y osos salvajes, pero el meollo del asunto es el conflicto educacional entre padres e hijos; la necesidad de encontrar una armonía entre la obligatoriedad de una dirección impuesta por los primeros y los deseos ajenos a responsabilidades de los segundos.


Conceptualmente, “Brave” no es ni la mitad de original y arriesgada que sus hermanas mayores, pero en términos de resolución es igual de brillante. Juega en un terreno que hasta ahora le era ajeno a la factoría Pixar y que parecía ser el feudo indiscutible de los clásicos Disney, el de la fantasía de princesas y encantamientos, pero lo hace al mismo tiempo estableciendo sus propias reglas y permaneciendo en el terreno conocido de los arquetipos esenciales. Un equilibrio muy delicado del que “Brave” sale airosa no tanto por su desarrollo argumental, que abraza el tópico en sus últimos compases, como por el carisma arrollador de sus dos protagonistas y por la enorme pegada emocional de muchas de sus escenas.


Alabar una vez más el poderío técnico de una producción del estudio Pixar cae directamente en el saco de la obviedad. Podríamos sacarle punta al tema de la física perfecta de los cabellos de Merida o al espectacular trabajo de iluminación y post-producción que realza cada magistral movimiento de cámara, pero a estas alturas sonaría a Perogrullo: “Brave” es un prodigio de la animación infográfica. Punto.


Quedan en el “debe” un villano de mayor empaque (aquí apenas un mcguffin) y una mayor consistencia en el ritmo: la cinta es ágil y enérgica salvo en ciertos compases centrales en los que se demora demasiado en reescribir, a golpe de gag visual, el nuevo status de los personajes; un pequeño bache que se salva con creces en el siguiente montaje musical (la escena del río), que de tan lírico y estéticamente bello hizo que se me saltase una primera (aunque no última) lágrima furtiva.


El resultado es una película que muchos se sentirán tentados a calificar como menor dentro de la filmografía del estudio, porque carece de la sutileza y de la frescura de ideas de otras propuestas como “Up” o “Ratatouille”, pero que sería todo un estandarte de calidad en cualquier otra factoría de animación occidental, al nivel de “Kung Fu Panda” y apenas un peldaño por debajo de la estupendísima “Cómo entrenar a tu dragón” (por citar mis dos cintas favoritas de Dreamworks Animation, la distinguida competencia del estudio capitaneado por John Lasseter). No todas las obras de Pixar son maestras, pero incluso las menos buenas son 100% recomendables. Más aún cuando las precede un cortometraje como “La luna”, auténtica estrella de la función pese a su brevedad.


La pieza dirigida por Enrico Casarosa es un compendio milagroso de talento, sensibilidad y belleza, todo en uno: Saint-Exupéry feat. Pixar. Acompañado de la música sublime de Michael Giacchino (que si no es el heredero natural de John Williams poco le falta), “La luna” emana la clase de grandeza, de sense of wonder (como les gusta decir a los angloparlantes), que te deja boquiabierto al tiempo que te abre las espitas del moqueo involuntario. Y es que los 7 minutos de esta hermosísima miniatura compensan por sí solos los 7 euros de la entrada del cine. Tras su visionado, el hecho de que justo a continuación se proyecte “Brave” casi parece un extra, una propina que sabe a gloria.

martes, agosto 14, 2012

Danzad, danzad, malditos

Tratar a estas alturas de descubrirle a alguien la existencia de “Canción de hielo y fuego”, la saga que arranca con la novela “Juego de tronos”, viene a ser como hablar con intención de novedad de otras referencias literarias como “Harry Potter”, “Millenium” o “Crepúsculo”. Cuando un título se convierte en un fenómeno editorial y traspasa las fronteras habituales del género (fantástico, en el caso que nos ocupa); cuando su adaptación cinematográfica o televisiva alcanza el éxito masivo y convierte a sus protagonistas en referentes culturales e impredecibles sex symbols; cuando una de cada dos portadas que te encuentras en tu trayecto diario por el metro de Madrid está ilustrada por Enrique Corominas... ése es el momento en el que eres consciente de que un producto a priori tan minoritario se ha convertido en un éxito muy por encima de sus expectativas iniciales.

Portada para la primera edición en inglés de "Danza de dragones".

Hablar bien de George R.R. Martin y su “Canción de hielo y fuego” ya no es ni original ni divertido. Ni siquiera es cool, ahora que incluso mi señora madre está devorando compulsivamente “Tormenta de espadas”, tercera entrega de la colección (¡quién me hubiera dicho que llegaría un día en que mi vieja leería fantasía heroica!). Y no digo que mi madre no sea cool, maldita sea, que cuando quiere puede serlo tanto como el/la que más. Lo que pasa es que el éxito masivo mueve al prejuicio, el prejuicio al elitismo y el elitismo al desprecio injustificado. Más aún en el medio literario, en el que el colmo de la sofisticación es haber leído con regocijo a autores con fama de indigestos como James Joyce, Marcel Proust o Jean-Paul Sartre (confieso que a los dos primeros aún no he tenido la fortuna o la desgracia de abordarlos, pero “La náusea” del tercero es uno de los libros más plomizos que he leído en los últimos meses). Ergo, los parabienes a “Juego de tronos” y sus derivados resuenan entre la supuesta intelligentsia como el griterío del vulgo cuando la selección española de fútbol gana una vez más la Eurocopa (la malvada Eurocopa, ya sabéis: esa cortina de humo orquestada por la clase política para tenernos babeando ante el televisor con los Iniestas y los Ronaldos mientras la sociedad occidental se colapsa y saluda al Armagedón).

Un montaje de mierda. Pero, como diría Manuel Manquiña, "el concepto es el concepto".

Tolkien ha muerto. Larga vida a George Martin”, reza (citando al “New York Times”) la contraportada de “Danza de dragones”, quinto título de una saga que vio la luz en EE.UU. en 1996 y que la editorial Gigamesh lleva publicando en España desde el año 2002. El nuevo libro aterrizó en las librerías de nuestro país el pasado 22 de junio en una edición en cartoné de más de 1.000 páginas, a la que tres semanas después siguió una versión en dos volúmenes de tapa blanda bastante más cómoda y manejable (además de ir a juego con el resto de entregas de la saga que obran en mi poder).

Portada para la edición española en tapas duras de "Danza de dragones".

Tras el capítulo de la decepción, aquel “Festín de cuervos” en el que la mayoría de los personajes más queridos por el público desaparecían temporalmente del relato para que los secundarios cargasen con el peso de las decenas de tramas interconectadas, “Danza de dragones” recupera a los protagonistas principales de la saga, condicionados tras el continuará múltiple de “Tormenta de espadas” a un cambio radical en el status quo que los lleva por derroteros inéditos hasta la fecha. Pese a que para el lector han transcurrido (en los casos más extremos) hasta 11 años entre las últimas páginas protagonizadas por el reparto principal de “Canción de hielo y fuego” y esta continuación de sus aventuras, en el universo de Poniente apenas han pasado unos días. De hecho, la mayor parte de “Danza de dragones” transcurre en paralelo a los acontecimientos narrados en “Festín de cuervos”, y es común encontrarnos en el último libro con algunos acontecimientos a los que se hacía referencia en el anterior, contemplados desde un nuevo punto de vista.

Portada para la edición española en tapas blandas (y en dos tomos) de "Danza de dragones".

Del reencuentro con viejos conocidos, algunos ya muy queridos tras varios miles de páginas a nuestras espaldas, surge inmediatamente aquella complicidad con la que “Juego de tronos” nos ganó a muchos desde el primer acercamiento. Cada nueva revelación vuelve a sorprendernos como antaño y cada muerte inesperada nos golpea con la contundencia que la saga ha convertido en santo y seña de su personalidad imprevisible. El estilo de Martin continúa desgranando con agilidad los sentimientos y tribulaciones de sus caracteres, y retratando con esmero los blasones, banquetes, ropajes y escenarios de su universo de ficción. La psicología de los personajes está labrada a sangre y fuego, los diálogos y soliloquios interiores resuenan con cinematográfica rotundidad (Martin se curtió durante años como guionista para la pequeña pantalla) y los capítulos se digieren compulsivamente en un frenético ejercicio de lectura drogodependiente que siempre le deja a uno con síndrome de abstinencia.

El padre de las criaturas.

Tal vez Martin no sea un gran escritor (en el sentido atemporal en que pueden serlo Gabriel García Márquez o Julio Cortázar), pero es sin duda uno tremendamente habilidoso, capaz de conjugar la épica mitológica y el más intrincado de los culebrones medievales en un pastiche perfecto que jamás ganará el premio Goncourt, pero que tampoco lo pretende (ni falta que hace).

No todo son enhorabuenas, pues la edición en tapa blanda de Gigamesh adolece de ciertos errores fruto de las prisas (mapas pixelados, sorprendentes erratas tipográficas) que no deberían producirse en una obra que se vende al considerable precio de 38 €. Por otro lado, "Danza de dragones" está inevitablemente perjudicado por su condición de entrega intermedia, en la que no existe ningún atisbo de resolución dramática y en la que el coitus interruptus del final no puede compararse, ni en relevancia ni en espectacularidad, con los cliffhangers de los tres primeros títulos de la saga. Además, una de las sensaciones que se desprende de las dos últimas entregas de “Canción de hielo y fuego” es que su responsable está dilatando el desarrollo de los acontecimientos de un modo cada vez más acusado, a la manera de esos mangas en los que, tras la publicación de 5, 10 ó 15 tomos tankōbon, uno todavía se pregunta cómo han podido pasar tan pocas cosas en tantísimas páginas. Como consecuencia, a los personajes de la saga de los tronos cada vez les cuesta más llegar (literal y metafóricamente) al lugar que Martin les tiene reservado en la trama, y un servidor acaba sospechando que el escritor de Nueva Jersey podría perfectamente narrar con ellos otros 5 ó 6 volúmenes más si se lo propusiera y llegase a vivir para contarlo.

La prueba del éxito masivo: el otro día entramos en el hiper-china de al lado de mi casa a comprar unas palas de playa y el dependiente llevaba puesta esta camiseta. True story.

Ése es sin duda uno de los grandes temores que actualmente inquieta a los aficionados a la (teórica) heptalogía de los reyes de Poniente. Según ha comunicado en repetidas ocasiones su autor, a “Canción de hielo y fuego” aún le restan otros dos libros por ver la luz. El hiato entre “Festín de cuervos” y “Danza de dragones” se extendió durante seis larguísimos años (más o menos los mismos que tarda una estación en dar paso a la siguiente en el universo ficticio en que se encuadra su saga): ¿cuántos deberemos esperar entonces para tener en nuestras manos el ya deseado “Vientos de invierno”? ¿Y para disfrutar del séptimo y último libro aún sin título, estrofa final de esta kilométrica canción?

Como la propia Ygritte estaría encantada de recordarnos, no tenemos ni la más remota idea.

domingo, agosto 12, 2012

Relecturas estivales IV: "Una aventura rocambolesca de Vincent Van Gogh: La línea de fuego"

Descubrí al dibujante y guionista francés Manu Larcenet a mediados de la pasada década gracias a una serie titulada “Los combates cotidianos”. Mientras aguardaba la publicación por parte de Norma de su tercer tomo (de los cuatro de que finalmente constaría la colección), la editorial catalana tuvo a bien iniciar en España otra de las series creadas por el artista de Issy-les-Moulineaux, “Una aventura rocambolesca de…”, conjunto de álbumes autoconclusivos protagonizados por personajes históricos descontextualizados. Así, mientras el primer número (“Vida de perros”) nos presentaba a un Sigmund Freud que había cruzado el océano para dejarse fascinar por la mítica del Lejano Oeste norteamericano en una suerte de western surrealista, el segundo llevaba a Vincent Van Gogh a la guerra de las trincheras en un relato radicalmente antibelicista no exento de humor absurdo y referencias cultas.


“La línea de fuego” (“La ligne de front” en el original francés) arranca con la voluntad del alto mando de descubrir la (insólita, según ellos) razón por la que sus soldados no quieren marchar a la guerra. Para averiguar qué se cuece realmente en la primera línea de combate, deciden enviar a un pintor que documente el auténtico espíritu de la contienda desde la perspectiva trascendental que sólo el arte puede ofrecer. El elegido para tal tarea es el cabo Van Gogh, retirado del servicio tras el fracaso en una misión de infiltración entre la cúpula cubista y oficialmente dado por muerto con la ayuda de una rebuscada historia inventada (aderezada con una oreja cortada y un suicidio desesperado).


El dibujo de Larcenet combina aquí el trazo caricaturesco de sus obras más desenfadadas con la vertiente expresionista de claroscuros dramáticos que anteriormente había cultivado en títulos como “Presque”. El guión, por su parte, conjuga el sentido del humor característico de publicaciones como “Fluide Glacial” (referente galo semejante a “El Jueves” español), en la que Larcenet ha publicado multitud de planchas, plagado de gags surrealistas y elementos marcadamente paródicos, con un poso sociológico, artístico y filosófico que aborda materias como la comercialidad del arte para las masas, la frivolidad con que la clase política y militar toma decisiones bélicas desde la seguridad de sus despachos o el (inevitable) sinsentido de la(s) guerra(s).


Superadas las cómicas intenciones iniciales del relato , las últimas páginas de “La línea de fuego” abrazan abiertamente un sentido poético del nihilismo, en el que Tardi y Miyazaki se dan la mano con la angustia vital de un artista (Van Gogh no; el propio Larcenet) que siempre ha buscado en el tebeo un medio para expresar sus propios miedos e inseguridades ante el monstruo voraz que es la propia existencia humana. A veces con resultados irregulares; pero en ocasiones, como en el caso que nos ocupa, dando directamente en el centro de la diana.

miércoles, agosto 08, 2012

Hijos de Nueva Jersey

Al igual que en su álbum precedente, The Gaslight Anthem suenan en “Handwritten” como si los Bon Jovi de “Slippery when wet” jamás hubiesen olvidado sus raíces y dudado de su virilidad, o como si los Killers de “Sam's town” no se hubiesen bajado del coche frente a aquella discoteca de la ruta 66 en la que un día aciago les sobrevino la inspiración para “Human”. Pero, sobre todo, suenan a devoto club de fans y consciente relevo generacional (en clave punk) de Bruce Springsteen. El espíritu de Nueva Jersey, cuyo representante entre los hombres ha sido/es/será por siempre el Boss, se filtra en cada verso y acorde de “Handwritten” como una demostración manifiesta del ADN norteamericano presente en el núcleo de la banda liderada por Brian Fallon. Por si la prueba de paternidad no resultase concluyente, el propio progenitor ha reconocido públicamente a su vástago.


El “pero”, me temo, es que “Handwritten” es un álbum excesivamente homogéneo y, lo que es peor, demasiado parecido a su antecesor. Cada canción es en sí misma un acierto pero, enlazadas una tras otra, el conjunto adolece de un tono, un ritmo y una producción invariables, dificultando la distinción entre cada corte y el siguiente. Puestos a replicar aciertos pretéritos, es una pena que Fallon no haya compuesto para la ocasión algún tema del estilo de “The Diamond Church Street choir” o “The Queen of Lower Chelsea” para bajar revoluciones a mitad de disco y marcar mejor los tiempos del tracklist.


Son pegas considerables que no logran empañar completamente un trabajo que quizás habría resultado más redondo si las prisas no hubiesen apretado a estos muchachos de Nueva Jersey, pero al que tampoco se le puede negar la satisfacción inmediata que generan cortes como “45”“Mae” o “The National Anthem”. Tal vez “Handwritten” no sea uno de los discos del año, pero The Gaslight Anthem continúa siendo un grupo a tener muy en cuenta.

domingo, agosto 05, 2012

El naufragio de la Prometheus

El caso de “Prometheus”, el último largometraje de Ridley Scott, expone con bastante claridad la situación actual de la superproducciones cinematográficas estadounidenses. El film cuenta con un presupuesto estimado en unos 130 millones de dólares y ha tenido una campaña de marketing masiva: mientras en internet se pueden ver innumerables teasers, trailers, vídeos virales, afiches, ilustraciones de arte conceptual y sinopsis de mayor o menor extensión, en Santiago de Compostela (la ciudad en la que actualmente resido y donde apenas existen dos multicines) uno de cada dos mupis muestran el cartel del film. El esfuerzo económico ha sido bestial, pero no mucho más que el realizado este mismo año de cara al estreno de “John Carter”, “Los Vengadores” o “The Dark Knight Rises”. El blockbuster hay que cultivarlo siguiendo unas fórmulas de marketing precisas, y es en esta tarea donde los grandes estudios y las principales distribuidoras parecen haber puesto toda su atención en los últimos tiempos, olvidando por el camino que, más allá del éxito de taquilla durante las 2 ó 3 primeras semanas de proyección, el triunfo de una película se mide en última instancia por su calidad. Al menos en lo que respecta a los espectadores.

Póster promocional de "Prometheus".

Si echo la vista atrás, son pocas las cintas de ciencia-ficción de gran presupuesto que en la última década han logrado superar las expectativas previas a su estreno y se han establecido por méritos propios en la memoria colectiva. Comparada con la producción de los años 70 y 80, la última cosecha de la ciencia-ficción cinematográfica deja bastante que desear (más allá de casos muy puntuales, como los de “Inception” o la muy discutida “Avatar”). Que Ridley Scott, artífice de dos hitos del género como “Alien” y “Blade Runner” decidiese volver a pisar el terreno de sus mayores éxitos (cualitativos) bien se merecía las ilusiones del público afín. El proyecto, además, jugó al despiste desde el principio con la posibilidad de que se tratase de una precuela de la mismísima “Alien”, con lo que el hype estaba más que servido.

Scott contó para la parte literaria de esta “Prometheus” con dos guionistas de escasa experiencia cinematográfica: John Spaihts, cuyo único trabajo estrenado hasta la fecha es “La hora más oscura” (ojo al dato: 4,1 en Filmaffinity y 4,9 en IMDb), y Damon Lindelof, arquitecto de uno de los mayores flops de la historia de la pequeña pantalla (me refiero, cómo no, al final de “Lost”) y partícipe destacado en el guión del choriflán por excelencia: “Cowboys & Aliens”.

-Con la D: guionista de cine y televisión con tendencia a cagarla con los finales.
-Eeeeeh... ¿David Koepp?

¿Por qué, se preguntará más de uno, confiarían la productora Scott Free (propiedad de Ridley Scott y de su hermano Tony) y 20th Century Fox en las dudosas aptitudes de esta pareja de guionistas para escribir el libreto de una película que acabaría costándoles, entre el presupuesto de producción y el de publicidad, más de 200 millones de dólares? ¿Siendo el guión de un film uno de los pilares básicos del proceso creativo, no convendría haber realizado un esfuerzo mayor de cara a pulir el elemento sobre el que posteriormente se construiría un sofisticadísimo dispositivo de producción y post-producción que involucrase a reputados profesionales del medio (el director de fotografía Dariusz Wolski, habitual de Alex Proyas, Gore Verbinski o Tim Burton; el montador Pietro Scala, inseparable del propio Scott desde los tiempos de “La teniente O'Neil”)?

La nave que da título al film.

El guión de “Prometheus”, por cierto, narra la expedición de un grupo de científicos a bordo de una nave espacial hasta los confines del universo en busca de una antigua raza extraterrestre, los ingenieros, que podría conocer el secreto de los orígenes de la vida en la Tierra. La tripulación de la Prometheus cuenta con el liderazgo del capitán Janek (Idris Elba, a años luz de Baltimore), los conocimientos antropológicos de la pareja formada por Elizabeth Shaw (Noomi Rapace, dejando atrás al personaje de Lisbeth Salander) y Charlie Holloway (Logan Marshall-Green, o la versión baja en calorías de Tom Hardy), las múltiples prestaciones del humanoide sintético David (perfecto, como de costumbre, Michael Fassbender) y la presencia de una directora de operaciones, Meredith Vickers (Charlize Theron, cada vez más acostumbrada a los papeles de z***a), enviada desde la poderosa corporación que financia el proyecto, propiedad del espiritual multimillonario Peter Weyland (holográfico e irreconocible, bajo capas de maquillaje, Guy Pearce).

De izquierda a derecha: Logan Marshall-Green, Noomi Rapace e Idris Elba.

Resulta patente desde los primeros compases de la cinta que “Prometheus” es casi tanto un remake encubierto de “Alien” como una precuela de aquélla. El reparto de roles entre personajes, la sucesión de escenas prácticamente calcadas y la inevitable repetición de atmósferas y motivos visuales hacen del film, en sus 45 minutos iniciales, un innecesario y moderadamente entretenido déjà vu. Es algo buscado por los responsables de la cinta, que apelan por un lado a la nostalgia por el Nostromo y por el otro a un preciosismo estético capaz de atrapar en la butaca a cualquier espectador con un mínimo de sensibilidad audiovisual.

El mejor actor del mundo. Incluso de rubio oxigenado.

No obstante, el grado de incoherencia argumental, dramática y científica se dispara desde el momento en que la expedición protagonista comienza a explorar el mundo aparentemente inhabitado en el que aterriza la nave del título, y la película se convierte rápidamente en una sucesión de tópicos y despropósitos (al más puro estilo serie B) revestidos de una solemnidad metafísica de baratillo que finalmente elude cualquier posible respuesta a las insondables preguntas que parecían formularse en las escenas iniciales del film. En última instancia, las viscosas criaturas tentaculares (la sombra de Lovecraft es alargada), las persecuciones trepidantes y la pirotecnia panorámica se adueñan del relato minimizando cualquier resquicio filosófico o dramático que pudiese aportar un valor añadido al gran espectáculo, tristemente vacío, que supone “Prometheus”. Los predecibles giros de su argumento, la vaguedad a la hora de resolver las incógnitas que éste plantea y el final abierto (con las miras puestas en una secuela recientemente confirmada) no hacen más que lastrar una película que podría haber sido fabulosa si tan sólo uno de sus elementos hubiese recibido una atención mayor: el guión; siempre el guión.

Noomi Rapace en ropa interior, al más puro estilo Ripley.

Queda la música”, que diría Aute. O, en este caso, la espectacular caligrafía visual con que Ridley Scott logra plasmar cada escena, por disparatada que sea, en la pantalla. Si de algo puede presumir el film es de un acabado formal sublime, en el que fotografía, dirección artística y efectos especiales lucen al más alto nivel. Además, parece que por fin Scott ha apagado el piloto automático con el que rodó algunas de sus cintas más olvidables (“Hannibal”, “Red de mentiras”) y vuelve a aparecérsenos aquí como un realizador totalmente implicado en el proceso narrativo, planificando brillantemente algunas escenas de impacto como no se recordaban en su filmografía desde hacía mucho tiempo (me estoy refiriendo, por supuesto, a ese momento en el que estarán pensando quienes ya hayan visto el film). Tal vez “Prometheus” no sea la gran historia de ciencia-ficción al estilo de los 70 y 80 que algunos (inocentemente) esperábamos, pero sí es el reencuentro, a nivel plástico, con uno de los cineastas más destacados en la historia del cine fantástico (tal vez no por cantidad de títulos, pero sí por la relevancia de los mismos).

No es suficiente para salvar la nave del naufragio, pero sí un grato consuelo para todos aquellos que hayan decidido darle una oportunidad a la pantalla grande, pese a que la cinta se haya estrenado en nuestro país con más de dos meses de retraso respecto al mercado internacional. Del 3D poco puedo decir: mi asesor financiero me lo tiene terminantemente prohibido.


EDITADO: Se ha publicado en Jot Down Magazine un artículo que expone con mucha claridad (y bastante mala baba) todas esas incoherencias en el guión de "Prometheus" que menciono (pero no desvelo) en esta entrada. Es un texto cargado hasta los topes de SPOILERS (así que sólo os recomiendo leerlo si ya habéis visto la película). Servidor lo suscribe casi punto por punto. Podéis acceder a él siguiendo este enlace.

viernes, agosto 03, 2012

El juez más implacable

Una aclaración previa: el relato que viene a continuación ya había sido publicado previamente en este blog. Lo borré hace unos meses para poder presentarlo a un concurso literario de la obra social de la CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo). Sin embargo, el hundimiento financiero de la entidad provocó la suspensión del certamen, dejando en el limbo las posibilidades de publicación de esta historia. Por ello la rescato ahora, confiando en que el tiempo transcurrido desde el día en que la escribí (hace ya un par de años) no la haya maltratado demasiado.




“El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve"

Antonio Machado.


Se conocieron hace casi diez años.

Él aún era un niño. Tímido, con la autoestima justa para no dejarse engullir por el mundo. Se sentía torpe. Se creía aburrido. Sabía que no era el tipo más inteligente del planeta. Ni, desde luego, el mejor parecido. Cargaba desde hacía tiempo con una montaña de complejos, frustraciones y anhelos vergonzosos y jamás había conocido, exceptuándome a mí, a alguien con quien se permitiera sentirse totalmente libre para ser él mismo sin estar constantemente cuestionándose si ser él mismo podría suponerle, a la larga, algún inconveniente.

Entonces ella se cruzó en su camino. Tenían la misma edad pero, a todos los efectos, ella ya era una mujer. Extrovertida, simpática, vital. No perdía una sola ocasión para reírse de todo cuanto la rodeaba. Una de las primeras cosas que lo cautivaron era ese extraño equilibrio entre intelecto y esplendor físico del que ella misma no parecía ser muy consciente. Tal vez sí lo era, con lo que no quedaba otra opción que sumar a la ecuación la virtud de la humildad, cosa que en su caso a él le resultaba insólita desde todo punto de vista. Él había conocido a chicas guapas. A algunas muy guapas, incluso. También a otras inteligentes. Muy inteligentes, de hecho. Pero aquella criatura le parecía una suerte de híbrido mitológico, una quimera que poseía la fórmula del hermanamiento entre el agua y el aceite. Mirarla, me dijo una vez, era como observar un bloque de hielo que arde y no se funde; un eclipse de sol que no oscurece el cielo. Qué se le va a hacer: siempre tuvo ínfulas de poeta.

Nunca supo qué vio ella en él, pero intentó no preguntárselo a sí mismo demasiado a menudo, no fuera que en algún momento descubriese que, de hecho, no había nada que ella hubiese podido ver y la irreal burbuja que habitaba estallase súbitamente, precipitándolo al vacío.

Ella parecía tener las llaves de todas las cerraduras que él nunca se hubiera atrevido a forzar, y él se sentía dichoso por tener de pronto a alguien que le fuese abriendo las puertas una detrás de otra, haciendo fácil lo que tan sólo un momento antes se le hubiese antojado imposible. Por alguna razón supo instintivamente, también, que la forma en que ella lo miraba no se parecía en modo alguno a la manera en que nadie había posado jamás los ojos en él. Ella lo observaba como algo completamente nuevo, como al único espécimen de una raza imposible, tal vez largo tiempo extinta o que quizás jamás había llegado a existir. El por qué, ya digo, nunca lo tuvo claro. Pero eso no impedía que, de un modo inexplicable, él hubiese comprendido de pronto que todos esos miedos y complejos con los que había vivido hasta entonces eran sólo una cuestión de perspectiva. Si ella, que miraba el mundo con ojos que no reconocían la mentira, no los veía, probablemente fuera porque, simple y llanamente, no existían. Así, él aprendió a quererse también un poco.

La primera vez que me habló de ella se estaba lavando los dientes después de cenar, con el pijama puesto, a punto de irse a la cama en la víspera de un día de instituto como otro cualquiera. Sólo que por aquel entonces ningún día era como otro cualquiera: todos eran un cúmulo de instantes que atesorar cual joyas de valor incalculable. En aquel momento, mirándome fijamente a los ojos, se acercó cautelosamente, por miedo a que sus padres pudiesen escucharlo, y me susurró: “ahora sé qué se siente”. Me dijo también que ella había hecho nuevas todas las cosas de su mundo. Que le había dado herramientas de comprensión que él solo jamás habría logrado descubrir. Que le había enseñado un desconocido lenguaje no verbal, de miradas y silencios, de sensaciones táctiles nunca experimentadas, de percepciones inimaginables hasta la fecha. Que había pintado con colores nuevos su áspero mundo en blanco y negro.

Por aquella época él no paraba de hablarme sobre ella. Sobre ellos, en realidad. Todo lo refería en plural, dando por sentado que no tendría que volver a conjugar una forma verbal en singular durante el resto de su vida. A veces, incluso, me hablaba como si yo fuera ella. Durante largas madrugadas en vela preparábamos las conversaciones que él esperaba tener con ella al día siguiente, como actores de teatro que ensayan sus líneas por última vez la noche antes de un gran estreno.

Volver a enfrentarse a la primera persona del singular fue un duro golpe para él. Uno del que jamás se repuso. Muchas veces me interrogó con tristeza, con rabia, con desesperación o con auténtica demencia inscrita en sus ojos, exigiéndome que le ayudase a localizar el momento exacto en que se distanciaron, en que ella decidió que aquello que había visto en él ya no estaba allí o, peor aún, el momento en que descubrió que nunca lo había estado. Yo no supe qué decirle. Me mantuve mudo, imperturbable, otorgándole por toda respuesta el silencio que nace de la ignorancia.

Como un televisor con el control del contraste repentinamente averiado, su mundo se convirtió de nuevo en una triste emisión en blanco y negro. Dejó de hablarme durante una larga temporada y, pese a que nuestras rutinas nos obligaban a cruzarnos fugazmente a diario, le resultaba imposible sostenerme la mirada sin romperse en pedazos por dentro. El problema de conocer todos los secretos de alguien estriba en que inevitablemente te conviertes también en su juez más implacable. O, peor aún, en el sujeto que proyecta sobre él la más patética y vergonzosa de las compasiones.

Con el tiempo me enteré de que había conocido a otras personas. Gente buena, inteligente, divertida y acogedora. Con algunas de esas personas llegó incluso a establecer lazos prácticamente indestructibles, más sólidos que los que ella le había tendido una vez. Pero eran vínculos de naturaleza distinta. Simplemente incomparables, como lo son los que unen a un hombre con su hermano y a ambos con su padre y con su madre.

Cierto día, él vino a mi encuentro. Algo había cambiado en su rostro, aunque en un primer momento me resultó imposible discernir a qué se debía la diferencia. Parecía más seguro, más sabio, como si aquellos años de soledad le hubiesen enseñado a valorarse más a sí mismo y a depositar una parte menor de sus ilusiones en las manos de los demás. Sin embargo, había algo fuera de lugar. Una mentira oculta, apenas perceptible, como una afirmación en la que todo encaja al primer vistazo pero que, escrutada de cerca, manifiesta una profunda contradicción. Pude intuirlo en sus ojos cuando me habló directamente: “he conocido a otra”. Lo dijo, con voz grave y rotunda, de la forma en que un astrónomo enuncia un descubrimiento sobre una estrella lejana o un matemático establece una fórmula en base a números imaginarios. Con la convicción que puede ofrecer la más minuciosa investigación teórica, el más estricto rigor especulativo. Pero en su mirada inconscientemente esquiva se pintaba la duda de un teólogo o un filósofo, hombres que pontifican sobre lo no visto, soñando con que algún día la experiencia venga a darle la razón a sus enunciados pretéritos. De nuevo me mantuve silente. ¿De qué hubiera servido que destruyese su delicado castillo de arena? De un modo u otro, la marea no tardaría en cumplir su cometido.

“No era ella”, me dijo cuando volvimos a hablar. “Nadie lo es.”

Las manivelas del reloj se pusieron nuevamente en marcha y arrojaron tierra sobre la tumba de aquellos sueños que murieron de sed como una planta a la que han olvidado regar y han dejado expuesta a las inclemencias de la intemperie. Él y yo retomamos el gusto por la plática intrascendente y reaprendimos a dedicar nuestras horas juntos a reírnos de lo ridículo del mundo y a mantener cerrados, bajo candado y llave, los ingratos baúles de la memoria.

Pero un día acudió a mí sobresaltado, el corazón repicando frenético en su pecho, la mirada borracha de colores que llevaban demasiado tiempo sin ser vislumbrados, y supe al instante que la había encontrado de nuevo y que una vez más aquel yo al que tanto le había costado volver a acostumbrarse había dado paso nuevamente a un nosotros. De su boca comenzaron a manar palabras que jamás le había oído pronunciar. Me habló de destino y providencia, de almas gemelas y dioses bondadosos, de segundas oportunidades y de la pura alegría de sentirse vivo. Y yo, conmovido por su dicha, le devolví cada sonrisa con una sonrisa aún mayor y cada gesto de satisfacción con un ademán más entusiasta todavía.

Fue nuestro mejor momento juntos. Cada día acudía a relatarme cuanta novedad acontecía en su nueva y excitante vida retransmitida en alta definición. Si alguna vez me quiso más que entonces, si alguna vez estuvo más orgulloso de mí, no logro recordarlo.

Pero no tardó mucho en acontecer la fatalidad. Arrastrándose, gimiendo y llorando amargamente vino una noche de primavera a pedirme el más insólito de los favores. Su última voluntad en el mundo, me dijo.

“Déjame entrar y sal tú y ocupa mi lugar”.

Al principio creí que había perdido totalmente la cordura, que simplemente bramaba cosas sin sentido, movido por algo primario y desbocado que su juicio no conseguía contener. Luego repitió su súplica una vez más, y otra, y otra, hasta que comprendí que no era la desesperación la que hablaba, sino el convencimiento de que había llegado al final de todas las cosas y que más allá ya no le aguardaba nada que pudiera sostener los pilares de su universo. “Nadie más lo sabrá”, añadió. Y luego: “nadie notará la diferencia”.

“¿Por qué me pides eso?”, le pregunté. Él respondió: “porque el único mundo en el que se me permite vivir es uno en el que estoy obligado a buscar la felicidad sin ella, y eso es como pedirle a un pez que sobreviva fuera del mar.”

Lo miré fijamente durante un instante que pareció eterno. Realmente no necesitaba meditar mi decisión. Sabía perfectamente que no le negaría su petición, pero precisé de ese momento suspendido en el tiempo para asimilar toda la excitación, toda las dudas e incertidumbres que mi vida al otro lado inevitablemente traería consigo. Luego extendimos nuestras manos simultáneamente y, por primera vez en tantos años, nos tocamos (nos tocamos realmente), intercambiando su profundidad por mi superficie, su solidez por mi luz. Cuando él estuvo dentro y yo afuera, contemplé su mundo (ahora mío) con nuevos ojos volumétricos y escuché la voz que resonaba en mi interior como nunca antes lo había hecho, pues nunca antes había tenido yo un interior.

“¿Estarás bien?”, le dije. “Estaré solo”, me contestó, “y estaré aquí”.

Desde entonces no hemos vuelto a mediar palabra. Ambos hemos asumido nuestros nuevos roles sin recriminarnos jamás la decisión tomada. Ni él por su ruego ni yo por concedérselo. Cuando estamos frente a frente nos sostenemos la mirada hasta el momento justo en que él parece estar a punto de resquebrajarse y entonces ambos giramos en redondo y regresamos al encierro del mundo que cada uno ha decidido habitar.

Pese a todo, soy perfectamente consciente de que él será incapaz de olvidarla. Algunos días, después de ducharme, me aproximo al espejo del cuarto de baño y puedo leer en el vaho letras invertidas, trazadas con la yema de los dedos, conformando poemas escritos en recuerdo de ella. También sé que, cuando yo no lo veo, él me observa con cierta envidia, sabedor de todo lo bueno que tuvo que dejar atrás para librarse de la permanente insatisfacción que aquella vida le acarreaba. Noto su mirada escudriñándome fríamente desde la superficie de un charco o la ventanilla de un automóvil y siento lástima por él, pero no me permito el lujo de sentirla durante largo rato: el mundo es un lugar repleto de colores, texturas, aromas, sabores y emociones que experimentar y yo he permanecido demasiado tiempo viviendo en el reflejo de un infeliz que no supo deshacerse de un fardo tan inútil y pesado como el recuerdo de una mujer.

Si os cuento ahora todo esto es precisamente porque hoy me crucé con ella en pleno centro de la ciudad. Yo bajaba las escaleras de la estación de Sol mientras ella realizaba el trasbordo desde el metro hasta el andén del tren de cercanías. Por un instante nuestras miradas atravesaron el hall del subterráneo hasta posarse la del uno en el otro de forma recíproca. Ajeno a las vicisitudes emocionales de mi supuesto pasado, no pude experimentar más que una suerte de inquietud por si ella reconocía en mí al otro y pretendía acercarse a decirme algo. No obstante, sólo un segundo después de fijar sus ojos en mi figura pareció sacudirse una idea de la cabeza y siguió tranquilamente su camino, como quien desestima un déjà vu o es de pronto consciente de haber confundido, en la distancia, a un extraño con un conocido.

Si os debo ser sincero, yo tampoco logro imaginar qué fue lo que vio ella en él.