martes, junio 29, 2010

Disfrutar el abismo

“Y entonces sentí latir por doquiera un corazón, el alma de aquél que había hecho todo eso, quien con aquella visión se daba una respuesta para liberarse del espasmo mortal de una duda terrible, podía sentir y saber, podía entrever y disfrutar el abismo y la cima, lo exterior y lo interior, todo ello en la diezmilésima parte del tiempo en el que yo escribo estas líneas…”


(Hugo Von Hofmannsthal, en referencia a Vincent Van Gogh. Leído en el libro "Van Gogh", escrito para Taschen por Ingo F. Walther )

Sangre y hierro

Reconozco no ser un gran conocedor de la filmografía de Sam Peckinpah. Es lo que tienen la juventud y la ignorancia. Ambas, por fortuna, son enfermedades con cura.


Hace ya un tiempo tuve la suerte de ver “Perros de paja” y “Grupo salvaje”, dos películas colosales que me pusieron tras la pista de un director enérgico y violento, algo misántropo (y bastante misógino) y con un concepto propio del tratamiento de la imagen y el montaje. Este fin de semana, después de la ferviente recomendación por parte de un amigo de mi hermano de exquisito criterio cinematográfico y de una tentadora alusión en el blog del tito (perdón, del papi) Charlie, aprovechando que J (mayúscula) pasaba unos días en mi piso de Madrid (a cuento del concierto de Kiss) y que mi primo Mon tenía el DVD a mano (¡alegre coincidencia!), pude ver por fin “La Cruz de Hierro” y reflexionar acerca de un par de cosas (o tres).


Lo primero, que Peckinpah se tiene bien ganada su fama de grande del cine. Lo segundo, que determinados géneros ya no son lo que eran. Lo tercero, que de aquellas lluvias, como se suele decir, vienen estos lodos.

“La Cruz de Hierro” es una atípica película de género bélico. Los protagonistas, cosa harto inusual, son soldados alemanes en el frente Este de la II Guerra Mundial (guardando estrecha relación con lo que comentaba hace unos días en aquella reseña literaria; ya veis, últimamente estoy un poco monotemático). Más inusual aún es que la descripción de estas tropas del ejército nazi huya de maniqueísmos zafios y nos presente no ya a hombres normales y corrientes (como los hubo en todo bando de toda guerra), sino a ciertos individuos que podríamos considerar incluso héroes (siempre dentro del significado que esta palabra tiene para Peckinpah, claro).


El protagonista, un durísimo sargento Steiner magistralmente interpretado por James Coburn (miembro junto a Clint Eastwood, Charles Bronson o Lee Marvin de la “liga de la mirada de serpiente”), tiene a su cargo a un aguerrido pelotón que vive y lucha de acuerdo con un estricto código de camaradería, efectuando violentas incursiones contra unidades del ejército bolchevique. Steiner es un hombre de carácter problemático, que desafía continuamente a la autoridad pero que se ha ganado a pulso el respeto de subalternos y superiores gracias a sus acciones en la línea de fuego. La llegada del capitán Stransky (Maximilian Schell, también superlativo), un aristócrata prusiano obsesionado con conseguir sea como fuere una cruz de hierro, condecoración militar concedida al mérito en combate, desembocará en conflicto cuando su camino se cruce con el de Steiner, totalmente ajeno a cuestiones políticas y burocráticas.


Muchos son los méritos de “La Cruz de Hierro”. Dentro de los puramente técnicos encontramos un aprovechamiento total del bajo coste de producción, una banda sonora inquietante (y ausente por momentos, remarcando la tensión de ciertas escenas), un montaje que crea atmósferas de pesadilla (mención especial para las secuencias en el hospital militar) o un uso dramático de la cámara lenta, casi como si el “Sangriento Sam” se recrease en la belleza del horror (algo totalmente falso, pues “La Cruz de Hierro” se descubre en todo momento como una obra claramente antibelicista al más puro estilo “Senderos de gloria” o “Johnny cogió su fusil”). También el ritmo de la cinta, pese a que se presume cierta mutilación en el metraje, no deja lugar a dudas acerca de la claridad de ideas con que Peckinpah planificó su proyecto. Escenas como la toma del puente o la sórdida captura del puesto de mando femenino aceleran el pulso del espectador al tiempo que se quedan grabadas a fuego en la retina.


Resulta inevitable caer rendido a los pies de “La Cruz de Hierro” desde sus primeros compases. Steiner es un héroe de la vieja escuela, de los que “pegaban duro y besaban aún más duro”, que podría abrirle la cabeza a culatazos a cualquiera de los yogurines expertos en volteretas y pataditas del cine reciente. No hay ni un atisbo de la mojigatería habitual del cine actual en esta película. Tampoco hay rastro de predictibilidad, otra de las grandes lacras de la industria hollywoodiense de nuevo cuño. Las cintas bélicas norteamericanas más importantes de los últimos diez años (me vienen a la cabeza títulos como “Black hawk derribado”, “En tierra hostil”, “Cartas desde Iwo Jima” o el pseudo-spaghetti “Malditos bastardos”) palidecen ante el film de Peckinpah como una bombilla ante una supernova. Más cine clásico es lo que habría que enseñar al cinéfilo moderno, para que aprendiese a valorar cada género como realmente se merece y no ensalzase, precipitadamente y por desconocimiento, películas que no merecen tanto laurel. Para encontrar actualmente ejemplos de este savoir faire hay que emigrar a otras cinematografías o irse directamente a la caja tonta, que últimamente arriesga más (y acierta más) que su hermana mayor, la pantalla grande. Y que conste que yo me acuso el primero de haber metido la pezuña en muchas ocasiones, llenándome la boca con elogios hacia una obra reciente para más tarde descubrir que, en efecto, aquello ya estaba más que inventado.


Y es que, a cuento de las lluvias y los lodos que antes mencionaba, resulta evidente que, por ejemplo, Quentin Tarantino ha ido haciendo sus deberes a costa del amigo Peckinpah del mismo modo en que tantos otros realizadores actuales le deben buena parte de su carrera a la generación que entre los 60 y 70 configuró el cine moderno. Películas que en su momento pasaron por obras menores como esta “La Cruz de Hierro” han demostrado no sólo ser, a la postre, grandes clásicos infravalorados, sino estar en total disposición de darle una soberana paliza a muchas de las que hoy se nos venden como “nuevas joyas del cine”.

Tampoco eso debería calentarme demasiado la sangre. Es bien sabido que lo que hoy reluce mañana desluce, que decía Juan de Mariana, y que, para ir curando tanta juventud e ignorancia, películas como la de Peckinpah siempre estarán a nuestro alcance allí donde perviven los clásicos; donde permanece escrita, imborrable, la auténtica historia del cine.

Allí donde crecen las cruces de hierro.


(¡Demonios, tenía que decirlo!).

domingo, junio 27, 2010

KISS-teria

Aunque parezca mentira (teniendo en cuenta que ésta ha sido la segunda vez que los veo en directo en dos años), no soy un gran fan de Kiss. Musicalmente me parecen un grupo bastante anodino y repetitivo, de los de “estrofa-estribillo-estrofa-solo de guitarra-estrofa final” en todas sus canciones. Algunas, lo reconozco, me hacen gracia y consiguen que esboce una sonrisilla cómplice, pero en líneas generales no me parecen mejores que unos Bon Jovi o unos Scorpions, grupos que nunca escucho salvo que la situación (festiva) lo requiera.


Ahora bien: los conciertos de Kiss me vuelven loco. No porque artísticamente vayan a demostrar más que aquello que en las grabaciones de estudio se me queda tan corto y me da tanta pereza, sino porque su puesta en escena es tan excesiva, grandilocuente y espectacular que, siendo sinceros, lo estrictamente musical acaba resultando más complementario que definitorio.


Ahora se alzarán esas voces críticas que sostienen que eso es puro artificio, que un buen concierto no lo es por los juegos de luces y el confeti, sino por el alma de las composiciones y el virtuosismo de sus intérpretes. Y a continuación yo me sacaré de la manga una magnífica regla de tres: Kiss es a los conciertos lo que Jenna Jameson a las relaciones de pareja. No quieres casarte con Jenna. No quieres vivir con Jenna. No quieres que sea la madre de tus hijos y la verdad es que te da exactamente igual si le gusta “El principito” de Saint-Exupéry tanto como a ti. Pero caray, cómo la chupa.


Así que el pasado día 22 yo estuve allí, en el Palacio de Deportes de Madrid, disfrutando del circo pirotécnico y la indudable profesionalidad de estos incombustibles sexagenarios (al menos los miembros originales) que tocan entre llamaradas, fuegos artificiales y vomitonas de sangre, cables, tirolinas y arneses, megapantallas de vídeo y hasta exhibiciones armamentísticas con bazooka (como lo oís) y que durante dos horas y veinte pusieron Madrid a sus pies haciéndonos cantar y aplaudir al compás impuesto por la batuta de Paul Stanley, uno de los frontmen más carismáticos que servidor recuerda en su breve pero intensa historia de amor con la música en directo.


Releo la crónica de mi anterior experiencia con Kiss y descubro que no hago más que repetir mis impresiones con frases más o menos parecidas y exactamente la misma satisfacción final. Y, aunque a vosotros, lectores, esto pueda pareceros vago y poco original por mi parte, se deduce de todo ello que este segundo concierto de los rockeros de Detroit no sólo no me ha decepcionado en absoluto sino que ha venido a corroborar lo que descubrí hace dos veranos: los años pasan y Kiss sigue teniendo un directo de diez, incluso aunque sus nuevas canciones (las del álbum-excusa “Sonic Boom”) sean tan olvidables como el 90% del resto de su producción musical.

Qué más dará, digo yo.

Viva el espectáculo. Vivan la pornografía y la silicona. Viva Kiss.

El arte invisible

Hace ya un tiempo que tenía curiosidad por leer “Entender el comic” de Scott McCloud. Reconozco que si no lo hice antes (ya hace meses que aguardaba su oportunidad reposando en la estantería de mi habitación) fue por la modorra que habitualmente me producen las obras teóricas. Por algún tipo de mal funcionamiento en mis enlaces sinápticos me siento abocado a anteponer siempre la narrativa al ensayo y el medio artístico en sí mismo a la tesis que lo analiza. Lo cual quiere decir, a grandes rasgos, que soy incapaz de acabarme un libro sobre cine (salvo que sea pequeño y tenga muchas fotos) o que me cuesta una barbaridad afrontar uno de esos estudios monográficos (tan necesarios, por otro lado) sobre un autor de tebeos.


Por suerte para mí, “Entender el comic” no es nada de eso porque, en primer lugar, es en sí mismo un comic. Y muy bueno, además.


McCloud, en un inteligentísimo ejercicio narrativo, tomó en su momento la atinada decisión de escribir y dibujar un tebeo que analizase el propio medio de forma muy rigurosa haciendo un uso exhaustivo de los recursos y técnicas estudiadas al mismo tiempo que éstas fuesen abordadas. Ello contribuye a un considerable refuerzo de las tesis expuestas, pues el autor no sólo las explica sino que además las pone en práctica simultáneamente, despejando así cualquier duda que el lector pudiera albergar acerca de su validez.

Tal acierto no sería posible si no fuera porque, por un lado, McCloud es un gran conocedor de la historia y la evolución del Noveno Arte y porque, por el otro, es también un narrador gráfico sobresaliente, capaz de una claridad expositiva indudable (nota mental: tengo que echarle un ojo a su “Zot!” en cuanto pueda). Dividiendo la obra en nueve capítulos que abordan el comic en sus diferentes facetas y apartados (desde su vocabulario específico hasta el uso del color pasando por el fundamental aspecto espacio/tiempo que constituye la auténtica esencia del arte secuencial), McCloud propone un viaje de aprendizaje ameno, revelador y asequible para cualquier tipo de lector; desde el autor consumado, que verá aglutinadas en explicaciones coherentes muchas referencias en principio irreconciliables (¿Jim Lee y Hergé en la misma frase? ¿y con sentido?) hasta el aficionado que empieza ahora a sentir interés por el medio.


Además, McCloud integra sin fricciones el comic en la evolución misma de las artes, estableciendo constantes vínculos con el cine, la pintura y la literatura pero dejando bien claro que los tebeos no son un popurrí de recursos extraídos de uno u otro medio (como muchos aún creen a estas alturas), sino un arte autónomo de alta alcurnia con recursos propios que el resto de disciplinas no pueden emplear. Lo cual es en sí mismo un motivo de celebración, pues pocas cosas me resultan más molestas que el paternalismo con que la supuesta intelectualidad observa al comic, como ese hermano un poco lento y demasiado joven que aún no tiene ni voz ni voto en el debate de la cultura. Gracias a tipos como Scott McCloud, esa concepción fruto de la ignorancia ha ido cambiando en los últimos tiempos.


En otro orden de cosas, la edición de la obra por parte de Astiberri me ha sorprendido en sentido negativo. Si la editorial vasca suele ser impecable en cuanto a la calidad técnica de sus publicaciones, esta vez se les han colado unas cuantas erratas e incorrecciones gramaticales que debieran ser imperativamente rectificadas en posteriores tiradas. No se puede pretender el más alto rigor teórico con tantas imprecisiones y faltas de por medio.

Aún así, “Entender el comic” sigue siendo una lectura absolutamente recomendable para todo aquél que desee comprender de qué va esto de los tebeos y un auténtico must have para los amantes del Noveno Arte.

El noble arte de patear traseros

Escribí en su momento acerca del tebeo “Kick-Ass” (escrito por Mark Millar y dibujado por John Romita Jr.) y hoy toca hacer balance de su adaptación cinematográfica, debida al realizador Matthew Vaughn (a quien hasta ahora conocía sólo de nombre, pues no he visto sus anteriores películas) e interpretada por un reparto modesto que tiene como estrellas más destacadas a unos secundarios Nicolas Cage y Mark Strong (que tampoco es precisamente el colmo de la celebridad, vamos).


Al igual que su homónimo de papel, “Kick-Ass” nos cuenta la historia de Dave Lizewski (interpretado sin aspavientos por el desconocido Aaron Johnson), adolescente pajillero aficionado a los tebeos de super-héroes que sueña con emular a sus ídolos de ficción y enfundarse un ridículo traje de colorines para salir a patearle el culo a los malvados. Como él mismo pregunta capciosamente: “¿Por qué tanta gente quiere ser Paris Hilton y nadie quiere ser Spider-man?”


Como en el comic, lo que en un principio comenzará como una ridícula cruzada individual de Dave (bajo el alias Kick-Ass) para erradicar el crimen de su ciudad, pronto se convertirá en una moda super-heroica que hará que más enmascarados con intenciones supuestamente altruistas salgan del anonimato. Entre ellos, dos serán clave para la vida del protagonista: Big Daddy, una suerte de Batman nerd interpretado por Nic Cage, y Hit-Girl, a la que da vida una divertidísima Chloë Moretz (auténtico gran descubrimiento de la cinta) como una versión tarantiniana (y mambanegresca) de Robin.


En líneas generales la película sigue fielmente lo dispuesto en el tebeo salvo en aspectos más o menos puntuales como la trama romántica (aquí mucho más soft y facilona que en el original) y la supresión de algunas boutades “marca Millar” que quizás hubieran ofendido a cierto sector bienpensante del público (eso de que una niña de diez años esnife cocaína antes de mutilar a unos cuantos narcotraficantes queda feo, supongo).

No es “Kick-Ass” una gran película. Sin embargo, funciona bastante bien como divertimento sin pretensiones que no se toma en serio a sí mismo, que se sabe terriblemente coyuntural (esa mención al final de “Lost”) y que hace del guiño y el homenaje su mejor arma. Sin aportar absolutamente nada al original en el aspecto puramente conceptual, consigue hacer del cambio de medio un tanto a su favor, sacando el máximo partido posible a la banda sonora (claro que a mí me pones unos spaghettis alla Morricone en cualquier película y ya me ganas), al humor cafre para adolescentes descerebrados y, sobre todo, a unas escenas de acción bien coreografiadas que deberían avergonzar a esos realizadores que cuentan con presupuestos muy superiores y no consiguen que la cosa les luzca ni la décima parte. La gran batalla final es un auténtico despiporre…


No está mal, en resumen, para un film que no aspira más que a ser un buen crossover entre “La vecina de al lado” (aquella encantadora comedia teen para amantes del onanismo) y el primer volumen de “Kill Bill” (palabras mayores), quedándose en un divertido e intrascendente punto intermedio.

domingo, junio 20, 2010

Nunca estuviste en el equipo

“(…)
Your dreams will become part of the future and coincide with the past
You spend all your time by the radio waiting for the signal
But inside, you’ll always feel the same, even when you wake up
Even if you wake up

In a town where everyone will kick and scream
And come to the same conclusion every time
Time to realise you were never on the team
There was always a question hanging over you
In a hot air balloon with a rusty nail
Looking over your shoulder and setting sail

They drive the same road drifting over to your side
They drive the same road turn the lights on again
They sail the same strait turn the lights on again”


[A medio camino entre Arcade Fire y Beirut (dos referentes magníficos), el grupo Fanfarlo debutó en 2009 en la larga duración con “Reservoir”, un disco luminoso y de fácil escucha en el que se combina la épica pop de violines y mandolinas de mis canadienses favoritos (¡atentos, nuevo adelanto de "The suburbs"!) con el lirismo folk de la formación capitaneada por Zach Condon. Canciones como “Harold T. Wilkins, or how to wait for a very long time” (ésa cuyos versos abren la entrada) o “The walls are coming down” atestiguan el buen hacer compositivo de estos jóvenes londinenses que se prometen como una banda dispuesta a darnos muchas alegrías en los próximos años. Sin duda, un debut muy recomendable.]

sábado, junio 19, 2010

Hazañas bélicas

Ya lo decía Chris Martin: "no todo es Perdidos” (o igual yo lo he traducido mal, quién sabe). El caso es que, pese a que muchos losties auguraban una terrible sequía en cuanto a calidad televisiva tras el carpetazo definitivo a la que ensalzaban como “la mejor serie de la historia” y otras paridas semejantes (qué queréis que os diga, lo oigo y me da la risa), servidor no ha tenido que irse muy lejos para mejorar (¡y cómo!) su ración habitual de caja no-tan-tonta. Bueno, tampoco demasiado cerca, para ser honesto. Cual flashback de la serie de Abrams y Lindelof, en el último par de semanas retrocedí hasta el año 2001 para dar cuenta, que ya tocaba, de una de las producciones televisivas que más tilín me hacía desde hace tiempo, pero a la que por H’s o por B’s nunca conseguía hincar el catódico diente.

Hablo de “Hermanos de sangre” (genuflexión, por favor).


A estas alturas, y sobre todo teniendo en cuenta que en este 2010 la cadena HBO (responsable de la serie que hoy nos ocupa) ha estrenado una nueva superproducción bélica titulada “The Pacific” (para más señas seguid al conejo blanco hasta la madriguera del tito Charlie), mi flirteo no consumado con “Hermanos de sangre” empezaba a ser incluso molesto. Así, en los últimos días, aprovechando que mis menesteres literarios me habían conducido hasta el corazón mismo del nacionalsocialismo alemán, me pareció que era un momento perfecto para verme del tirón, sin prisa pero sin pausa, los diez episodios que componen esta maravilla producida por Steven Spielberg y Tom Hanks.

La primera asociación mental que le viene a uno a la cabeza al encarar “Hermanos de sangre” (“Band of brothers” en su versión original) es, inevitablemente, “Salvar al soldado Ryan”, esa fantástica película de guerra (en efecto, dirigida por Spielberg y protagonizada por Hanks) que estableció para siempre en el pensamiento colectivo la imagen definitiva del desembarco en Normandía de las tropas aliadas.

Pues bien: “Hermanos de sangre” es todo lo que “Salvar al soldado Ryan” no pudo ser por pura cuestión de metraje y desarrollo dramático. Aprovechando que la televisión ofrece la posibilidad de expandir sin apenas restricciones la historia personal de cada uno de los protagonistas y que el sistema de narración por episodios permite ahondar más profundamente en aspectos que quizás en tres horas de celuloide no pueden tocarse más que superficialmente, la miniserie de la HBO regala al espectador no sólo un derroche de medios técnicos como jamás se habían visto hasta entonces en la pequeña pantalla, sino también una historia con muchos más matices y claroscuros, que ofrece una visión más rica y compleja de lo que supuso la II Guerra Mundial en el frente occidental y que, por encima de todas las cosas, desarrolla una empatía desbordante entre personajes y televidente.


Dichos personajes, por cierto, son los soldados de la compañía Easy, reclutas de la brigada de paracaidistas que saltaron sobre Europa en el Día D y que, a lo largo de casi dos años, combatieron en algunas de las batallas más sangrientas y peligrosas de la II Guerra Mundial (incluyendo el gélido infierno de las Árdenas). Liderada por Richard Winters (un sobresaliente Damian Lewis, quien posteriormente protagonizaría la serie “Life”), la compañía Easy sufrió más bajas que ninguna otra a lo largo de la guerra y pasó a la historia por su heroicidad y entrega (lo cual, dicho así, suena cursi y tipicón, pero en vista de los hechos me parece una definición perfecta para su comportamiento en combate).


La serie comienza de forma sobria y sosegada con un primer episodio de presentación (necesario por otro lado) que no da, en absoluto, la medida de lo que aún está por venir. Poco a poco, de forma apenas perceptible, con el paso de los primeros capítulos uno va familiarizándose con el rostro de cada uno de los protagonistas hasta que, mediado el trayecto, se descubre sufriendo cada baja como la muerte de un amigo y celebrando interiormente cada victoria como si fuera un asunto estrictamente personal. Durante las diez horas que dura “Hermanos de sangre” el espectador se convierte progresivamente en un miembro más de la compañía Easy y siente frío cuando sus compañeros de armas duermen al raso en los nevados bosques de Bastogne y se estremece cuando Doc Roe es incapaz de salvar, con sus exiguos conocimientos médicos, a un camarada mortalmente herido en combate. El punto de no retorno llega con el (soberbio, redondo, pluscuamperfecto) episodio 9, titulado “Por qué luchamos”, en el que servidor sintió cómo el corazón se le hacía añicos al tiempo que las caras de sus hermanos de sangre se desencajaban en pantalla ante el más horrible de los descubrimientos. A partir de ahí, lo juro, los minutos de serie restantes (incluyendo el décimo y último capítulo) fueron un no parar de emocionarme, erizárseme el vello de todo el cuerpo y secarme continuamente las lágrimas que salían de mis ojos a borbotones. Creo que nunca un programa de televisión me había hecho sentir tantas cosas y con tal intensidad como lo ha conseguido “Hermanos de sangre”.


Descuidad, no se me acaban aún los elogios: la música de Michael Kamen es maravillosa (ya en los últimos episodios, cada vez que sonaba la sintonía del opening empezaban a humedecérseme los ojos de forma totalmente involuntaria); la cinematografía, tratada de un modo muy similar a cómo Janusz Kaminski fotografió la guerra en la mentada “Salvar al soldado Ryan”, monumental; los efectos especiales, apenas afectados por el paso del tiempo (conviene recordar que la serie tiene ya casi una década a sus espaldas) están aún hoy a años luz de lo que habitualmente podemos ver en televisión; los actores están todos magníficos; la planificación visual de las escenas de acción es un deslumbrante despliegue de sabiduría narrativa y los diálogos son tan naturales, precisos e inteligentes que en ocasiones uno se olvida de que han salido de la pluma de un grupo de guionistas y no son, simplemente, lo que aquellos soldados dijeron en aquel preciso momento y aquel preciso lugar.


“Hermanos de sangre” es, en resumen, una serie de diez. A la altura de mis admiradísimas “The Wire” y “Los Soprano” (ya veis, palabras mayores), dejando a “Six feet under” (destronada desde hoy de mi particular top 3 televisivo) a un par de metros bajo tierra y sacándole varios cuerpos de ventaja a otras producciones tan recomendables como “Deadwood”, “Dexter” o la tan cacareada “Lost”.

No se trata de una serie simplemente recomendable. El visionado de “Hermanos de sangre” es, para todos aquellos a los que les gusten bien las series de televisión, bien las narraciones de género bélico o bien, sencillamente, las grandes historias facturadas en un envoltorio de lujo, un asunto directamente imperativo.

Lo diré, pues: obra maestra.

viernes, junio 18, 2010

Dubstep insincero

“(…)
Holding you
Couldn’t be alone, couldn’t be alone, couldn’t be alone
Loving you
Couldn’t be alone, couldn’t be alone, couldn’t be alone
Kissing you
Tell me I belong, tell me I belong, tell me I belong
(…)”


[Siguiendo las numerosas voces que ensalzaban el ábum “Untrue” de Burial como uno de los imprescindibles de la década recién finalizada (cuánta música estoy descubriendo gracias a esas listas recopilatorias que han proliferado como setas por la red en los últimos meses), y pese a mi desconfianza habitual hacia la música electrónica (llamadlo prejuicio y no andaréis muy desencaminados), me he dado de bruces con un disco estimulante, difícil en un principio (al menos para mí, ya digo que no soy muy amigo del género) y totalmente hipnótico cuando uno se termina de aclimatar al repetitivo y sensual dubstep del dj londinense. Sugerente vehículo para el trance, “Untrue” se escucha estupendamente como acompañamiento a una tarde de paseo urbano o de trabajo mecánico ante el ordenador, dejando que su rítmica cadencia te transporte, como un mantra, a estados de conciencia superiores. Sobre estas líneas, versos del tema que abre el disco (tras una breve intro): “Archangel”.]

Sangre, sudor, heces y esperma

Tras dos años cogiendo polvo en la estantería de mi dormitorio y casi dos meses de lectura intermitente (me permití, por el bien de mi salud mental, intercalar obras más ligeras cada dos o tres de los siete enormes capítulos que conforman el libro), esta semana concluí la lectura de la novela de Jonathan Littell “Las benévolas”, que tanta repercusión y tan buenas críticas cosechó en el momento de su publicación, allá por el 2006, en tierras francesas (la edición española tardó más de un año en ver la luz, pese a ser un texto galardonado con el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y el prestigioso Premio Goncourt, que antaño recibieran ilustres prosistas como Marcel Proust o Simone de Beauvoir).


No es “Las benévolas” un libro fácil de recomendar. Tampoco de leer, ya puestos. A su algo injustificada extensión (mil páginas en la versión que yo tengo, de las que quizás se podrían haber aligerado unas doscientas) hay que sumar una gran densidad de información y un elevado contenido en violencia, tanto física como psicológica.

Escrita en primera persona a modo de memoria vital, “Las benévolas” enfrenta al lector con el turbador personaje de Maximilian Aue, antiguo oficial de las SS que durante la II Guerra Mundial vivió de primera mano, aunque casi siempre como mero espectador, algunos de los momentos más destacados del auge y posterior caída del nacionalsocialismo germano. Así, su relato nos conducirá desde la Ucrania de las purgas llevadas a cabo en zanjas en medio de los bosques hasta los últimos días del Reich en un Berlin dantesco donde el salvajismo de invasores e invadidos alcanzó cotas absolutamente demenciales. Por el camino, el lector visitará el infierno de Stalingrado y el espanto indefinible de los Konzentrationslager donde judíos, disidentes políticos, homosexuales y prisioneros bolcheviques trabajaban para la industria militar en condiciones de vida inenarrables o eran directamente gaseados y sus cuerpos calcinados en los hornos (todo por el bien del pueblo alemán, por supuesto).

Se deduce de esta sinopsis que “Las benévolas” no es, precisamente, un camino de rosas. Littell (y por consiguiente Aue, su protagonista) no rehuye la descripción del horror bajo ninguna de sus formas, produciendo su prosa alguna de las imágenes más desagradables (y sin embargo creíbles; todos sabemos, pese a que no queramos ni imaginarlo, que el Holocausto fue prolijo en monstruosidades de todo tipo) que he leído jamás. Más descorazonador y ofensivo resulta aún el modo en que estas mismas barbaridades son perpetradas por sus autores, a veces con ensañamiento y regodeo y a veces con total abulia y cotidianeidad. Con el piloto automático puesto, como quien dice.

El millar de páginas que conforma “Las benévolas” rebosa de sangre, sudor, heces y esperma, y por momentos uno puede escuchar vívidamente, casi como si estuviera allí, los alaridos de un soldado mortalmente herido en Stalingrado que llama a su madre entre dolorosos estertores, o percibir la pestilencia dulzona que impregna el cielo de Auschwitz mientras densas nubes negras emergen de las chimeneas de los grandes hornos. Nada fácil, como decía.

Tampoco nos reconciliará con el mundo la historia personal del narrador: un hombre extremadamente culto, francófilo y (según se mire) dotado de gran sensibilidad, aferrado a la doctrina del Führer más por sentido del deber que por convicción, y reacio, al menos en un primer momento, al uso de la violencia más que como último recurso. También, víctima de una compleja vida familiar y una turbulenta sexualidad que entroncan, ambas, con las tragedias clásicas griegas (remitiéndose ahí, de forma simbólica pero de vital importancia, a las Euménides que dan título al libro).

No obstante, no es lo relativo a Aue lo más relevante de la novela (al menos a mí no me lo ha parecido, pese a que sea el hilo conductor de la trama), sino la elaboradísima y en ocasiones desbordante descripción de los vericuetos burocráticos del Reich, sus odios intestinos entre jerifaltes y sus reinterpretaciones (plausibles, asumo, aunque difícilmente demostrables) de algunas de sus figuras históricas más destacadas. Pasan por la vida de Aue miembros notables del partido como Heinrich Himmler, Joseph Goebbels, Reinhard Heydrich o Albert Speer, además de otros creados exclusivamente para la ocasión pero no menos interesantes como Thomas (incansable amigo de Aue, oficial de las SS y constante fuente de información sobre el estado de las intrigas gubernamentales), el lingüista Voss (quizás uno de los pocos personajes, junto con Hèlene, por los que el lector puede permitirse sentir simpatías) o el misterioso y mefistofélico Dr. Mandelbrod, cuyas apariciones rozan siempre el surrealismo de la política-ficción orwelliana.


A todas luces, la labor de documentación de Littell (quien, por cierto, decidió escribir la novela en francés pese a ser de nacionalidad estadounidense, estar afincado en Barcelona, haber trabajado durante años en Rusia y poner el texto en el puño y letra de un personaje alemán) ha sido titánica. Se dice que tardó cinco años en recopilar información sobre el tema y leer más de doscientos ensayos sobre la “vida” (por llamarlo de algún modo) en los campos de concentración, la situación en el frente oriental y la caída del Reich, mientras que la labor de escritura final se redujo sólo a uno. Quizás ambas cosas sean demasiado evidentes mientras uno lee “Las benévolas”: existe, por un lado, un exceso de información que el lector en ocasiones se siente incapaz de asimilar (salvo que sea un historiador ducho en la materia, claro); persiste, por el otro, la sensación de que si el autor (conocido ahora por su esquiva misantropía alla Salinger) hubiese pulido algunas aristas narrativas, estructurales o puramente gramaticales, estaríamos hablando de una obra maestra sin paliativos.

No lo es, al menos en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, pero sí un libro fascinante, difícil y en ocasiones incluso extenuante, pero que a la larga recompensa la energía invertida por el lector con imágenes poderosas, episodios imborrables y, sobre todo, una percepción bastante más compleja, enriquecedora y diferente del fresco histórico nazi, ése que en tantas ocasiones vemos reducido, en multitud de manifestaciones culturales (ya sea cine, comic o literatura), a la figura aislada de un Hitler egomaníaco y desquiciado y un desdibujado pueblo alemán al que, en el fondo, le tocó cargar la fama de una lana cardada por otros. Lo cual no lo exime de su parte de culpa (primero como fermento del nacionalsocialismo y luego como masa gregaria) pero al menos lo humaniza hasta niveles algo más comprensibles para el lector.

Al fin y al cabo, como dice el propio Aue en la conclusión del primer gran capítulo de sus memorias: “vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo, soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!”

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Un apunte extra-literario:


Como sabrán algunos asiduos al blog, gran parte de mi imaginario personal viene conformado por el lenguaje visual, especialmente por el cine y los comics. Inevitablemente, durante la lectura de “Las benévolas” acudieron constantemente a mi cabeza, para ilustrar el relato, instantáneas provenientes de películas como “El hundimiento”, “El pianista”, “Enemigo a las puertas” o “Valkiria” y “La lista de Schindler” (a cuyos protagonistas se hace referencia explícita en la novela), así como tebeos como el “Maus” de Art Spiegelman, auténtico a-b-c de los sentimientos de un superviviente al Holocausto. Además, paralelamente a la lectura de las últimas páginas del libro he estado viendo esa gran serie de la HBO titulada “Hermanos de sangre” (a la que en breve dedicaré su pertinente reseña) que da buena cuenta de lo que transcurría en el frente occidental mientras los rusos hacían pedazos a las tropas del Reich en su marcha hacia Berlin.


Fue para mí muy satisfactorio comprobar cómo unas y otras referencias no sólo no se contradecían en sentido alguno, sino que se entrelazaban y complementaban a la perfección, engrandeciendo la imagen global, históricamente veraz, que servidor se iba componiendo página a página en su cabeza.

martes, junio 15, 2010

La aventura, de capa caída

Cinematográficamente hablando, la llegada del buen tiempo (algo inestable en este 2010, debo añadir) suele ser sinónimo de “pelis de entretenimiento que no hagan pensar demasiado al espectador”. A medida que se acerca el verano, las carteleras van llenándose de nuevas entregas de franquicias millonarias, las más peregrinas adaptaciones de tebeos, videojuegos o incluso muñecos articulados y cintas de animación que congreguen a toda la familia en una sala de proyecciones. Se trata, exacto, de hacer caja a lo grande.

Con lo que me gustaban a mí los blockbusters… y parece que la industria está empeñada en que los aborrezca. Hasta hace bien poco, servidor los esperaba todo el invierno con auténtica ilusión. Héroes con carisma, escenarios inimaginables, coreografías de acción imposibles, millones de dólares en FX y explosiones quíntuples rodadas desde siete puntos de vista diferentes. ¿Quién podría decir que no a eso?

Resulta que ahora el cine de entretenimiento puro y duro está tan en crisis como la economía española. Salvo las más honrosas excepciones (como los artífices de esto y esto otro), parece que ya nadie sabe facturar una buena peli de evasión, de buenos muy buenos y malos muy malos y escena épica final con frase de tío duro. De ésas que en los 80 te salían de debajo de cada piedra y tú lo flipabas como el criajo que eras.


No es, de todos modos, que servidor se esperase mucho de “Prince of Persia: las arenas del tiempo”, pero al menos sí que llegase a los mínimos exigibles a un producto de este tipo. Es decir: que resultase entretenida. O, al menos, vistosa.

Nada de eso consigue su realizador Mike Newell (conocido principalmente por su contribución a la saga de “Harry Potter” y su célebre comedia “Cuatro bodas y un funeral”); ni siquiera apoyado en un reparto solvente (figuran en él actores reputados como Ben Kingsley o Alfred Molina y otros que iban por buen camino como Jake Gyllenhaal) o una excusa argumental que, bien usada, podría haber dado mucho más de sí: la historia de un joven príncipe (persa, en efecto) que, acusado de traición, deberá aliarse a su pesar con la monarca de una ciudad sagrada en cuyo interior (el de la ciudad, no el de la monarca) se guarda, por el bien de la humanidad, una daga mágica que permite recorrer el tiempo en sentido inverso y cambiar así el curso de los acontecimientos.


La película, que por cierto se inspira en la saga de videojuegos homónima, hace aguas en prácticamente todos sus apartados: personajes planos y arquetípicos, situaciones manidas que uno ya se conoce como el padrenuestro, giros argumentales que de tan predecibles acaban cayendo en el ridículo, momentos cómicos que sólo harían gracia a un niño de 2º de EGB (aunque ahora se dice Primaria, ¿no?) y escenas de acción cada X minutos por eso de que, si no tienes ni idea de cómo aportar ritmo a una película, lo mejor será meter un par de patadas y volteretas y no se hable más. Lo más triste es lo obvio que resulta que el estudio sólo tenía en mente una cosa: hacer otro “Piratas del Caribe” cambiando mar por desierto y leyendas de bucaneros por ambientes plagiados de “Las mil y una noches”. Y así, claro, las cosas no pueden salir bien.


Abandonando el cine tras el visionado de tamaña fruslería, lamenta uno no tener en su poder la daga mágica de marras para retroceder un par de horas en el tiempo y, sabiendo lo que ya sabe, pasar de largo ante la taquilla y enfilar directamente hacia el hogar, darle al play al DVD de “En busca del Arca Perdida” y recordar, aunque sea a fuerza de nostalgia, que la aventura no es esa cosa anodina y formulaica que ahora se empeñan en vendernos.

lunes, junio 14, 2010

"Azureus Rising"

Acabo de encontrarme en internet (concretamente en el blog cinéfilo Tengo boca y no puedo gritar) un cortometraje de animación 3-D de argumento prácticamente nulo pero que, como el carrusel de acción que es, me ha parecido muy divertido y francamente vistoso. Dirige uno de los responsables de efectos especiales de “Cloverfield”, un tal David Weinstein. Lo que más me ha gustado es la apuesta por un diseño de personajes no realista que se acerca más al anime y sus convenciones (también en lo narrativo) que al cine de acción estadounidense. Podéis verlo clickando en la imagen:

domingo, junio 13, 2010

Yo, blogger

"Todos hemos oído decir que si un millón de monos aporrearan un millón de máquinas de escribir, con el tiempo llegarían a reproducir las obras completas de Shakespeare. Ahora, gracias a los blogs, sabemos que eso no es cierto."

Robert Wilensky

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"Cuanto más interesante se vuelve tu vida, menos posteas".

Jorn Barger

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"Otra opción es la idea de que la propia red adquiera sensibilidad de forma global, una vasta estructura de conexiones y almacenamiento de información con conexiones limitadas al mundo exterior (algo parecido a esa masa de plastilina gris que rellena el cráneo). Si eso sucediera, entonces Gibson nos echaría un cable - recuerda que la red se compone de un 90% de spam, un 9% de porno y de un montón de blogs lastimeros -. Si de esa mezcla algún día llega a surgir una auto-consciencia, no estoy muy seguro de lo que podría hacer, pero las probabilidades están en contra de que sea algo bueno"

Luke McKinney

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"Mira Bart, lo mejor es que intentemos buscar en Internet la respuesta a eso que te estás preguntando. A mí me ayudó mucho con lo del alargamiento de pito".

Homer Simpson

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"Borra muchas veces, si quieres escribir cosas que sean dignas de ser leídas"

Horacio

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"No decir más de lo que haga falta, a quien haga falta y cuando haga falta".

André Maurois

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"El mundo está lleno de grandes citas, y vacío de gente que las aplique".

Blaise Pascal

jueves, junio 03, 2010

Ligeras decepciones

Ocurre a veces que, siendo consciente de las virtudes de un producto, uno debe disentir de la buena opinión que mayores entendidos le profesan. Dos de mis últimas lecturas tebeísticas son buen ejemplo de ello. Aunque sea, claro, por cuestiones puramente subjetivas.


La primera, “Tú me has matado”, venía bien recomendada por Nemo Nadir, responsable del estupendo blog amigo “El Pequeño Misántropo en el País de los Sueños” y gran connoisseur de todo cuanto atañe a viñetas y música pop. Suscribo en gran medida su reseña de la ópera prima de David Sánchez, haciendo hincapié en la destreza narrativa del dibujante y en la potencia de su diáfano estilo gráfico, pero donde Nemo encuentra motivos para una satisfacción global yo sólo consigo ver la sombra, demasiado alargada, del “Como un guante de seda forjado en hierro” de Daniel Clowes. Personajes, situaciones, temática y atmósfera remiten directamente a la obra del norteamericano. Incluso el avistamiento de ese dios de aspecto asiático-alienígena recuerda sin discusión a la criatura marina de la rupturista obra de Clowes.

Dicho lo cual, como ópera prima me parece que este “Tú me has matado” inicia la prometedora carrera de un autor al que habrá que seguir de cerca siempre y cuando sepa convertirse en algo más que un notable copycat.

Mi segunda decepción (algo menos ligera que la anterior) es la que proviene de una de las más efusivas recomendaciones que le recuerdo al célebre blogger Álvaro Pons en su exquisita bitácora sobre tebeos “La Cárcel de Papel”. Al igual que en el caso de Nemo Nadir, las recomendaciones de Pons deben ser siempre tenidas en cuenta, aún a sabiendas de que uno no tenga por qué coincidir necesariamente en la valoración final del artículo recomendado. La experiencia, como se suele decir, es un grado.


El comic de marras, “Duelo de caracoles”, viene firmado por Pere Joan y Sonia Pulido. Escribe el primero e ilustra (dibuja se me queda corto para la ocasión) la segunda. Sobre el trabajo de Pulido no hay “pero” alguno que poner. Conocida (por mí, quiero decir) como la artista que apuntilla con sus ingeniosas imágenes-poema los artículos del escritor Javier Marías en el suplemento dominical del diario “El País”, la ilustradora emplea aquí una gran variedad de recursos directamente importados de códigos visuales paralelos al comic (o quizás habría que decir complementarios; pues las posibilidades del Noveno Arte, como dice Pons en su reseña, no terminan en el clasicismo cinematográfico de la narrativa post-Caniff) que a veces funcionan mejor y a veces peor, pero que tienen al menos el mérito de ser audaces y de intentar llevar el medio a un escalón superior al que habitualmente se resignan muchos autores.

La pega, en lo que a mí respecta, nace del texto de Pere Joan, también ambicioso, sí, pero excesivamente autoconsciente de su intelectualidad y, lo diré sin remilgos, pedante en la mayoría de las ocasiones. Mientras leía “Duelo de caracoles” no he podido, salvo en momentos puntuales, librarme del ceño fruncido y de los recurrentes suspiros de resignación provenientes de ese guión que pretende, caprichosamente, vincularlo todo con la naturaleza espiral de una concha de caracol y con la clasificación del ser humano en tipologías más o menos arbitarias que para Joan parecen muy claras y que a mí, además de falsas, me resultan antipáticas. Ese hablar en verso por capricho, ese reproducir abstracciones masculinas cual naipes de tarot, ese insertar en doble página un juego de la oca que no aporta realmente nada (por no llevarlo más allá del mero guiño) me parecen muestras de una pretenciosidad que nunca alcanza las cotas de profundidad que promete. El lenguaje presuntuoso y la pomposa pseudo-trascendentalidad de “Duelo de caracoles” no buscan sino ocultar el hecho de que Pere Joan y Sonia Pulido se proponían retratar parte de la naturaleza humana en la breve narración de una comida al aire libre (con sobremesa y digestivo paseo incluidos) para finalmente conseguir, simplemente, que uno piense que todos sus personajes son un poco gilipollas y que, con amigos así, lo normal es irte a tu casa a jugar a la PlayStation y a divagar sobre sexo, fútbol, música o pelis clásicas de ciencia-ficción. Que, al fin y al cabo, es lo que muchos entendemos por una tarde ociosa con los colegas.

O, ya puestos, leerse un comic divertido de verdad. Aunque no prometa desvelarle a uno los misterios de la vida y el universo.

Nervios y sangre

"(...) Pensé: ¿por qué entre todos los instrumentos del mundo nada es capaz de conmovernos tanto como una sección de cuerdas? Suena a broma, pero en las películas, cuando entran los violines, te entran ganas de llorar. Yo tengo una teoría, que no es necesariamente verdadera, pero que, cierta o no, a mí me sirve como una fantasía con la que juego: conectamos tan rápidamente con los violines porque nuestro sistema nervioso los reconoce como algo familiar. Cuando una cuerda vibra se parece mucho a un nervio en tensión; representa los sentimientos, las emociones. Luego están los beats, que representan el pulso del corazón: el ritmo. Las canciones felices bombean a unos 120 beats por minuto. Las canciones más agresivas, como el drum'n'bass, a 160. La música de un chill out no pasa de los 60. Una canción más o menos normal anda por los 80. Mi conclusión: tenemos dos sistemas en nuestro cuerpo: nervios y sangre: cuerdas y beats (...)"


Björk Gudmunsdóttir (leído en el libro de Bruno Galindo "Vasos comunicantes". El enlace, lo sabéis, era inevitable).