miércoles, octubre 31, 2012

Folk para las masas

Si algo no está roto, ¿para qué arreglarlo?”, debió pensar Marcus Mumford cuando entró al estudio junto a sus “hijos” para grabar su segundo LP: “Babel”. El cuarteto londinense había dividido ferozmente a la crítica con su primera referencia, “Sigh no more”, pero se había ganado de calle a un público que hasta hace apenas unos días aguardaba ansioso la continuación a su (y esto es una apreciación personal) excelente debut. La espera estuvo amenizada con una serie de conciertos donde Mumford & Sons adelantaron algunos temas de su nuevo disco y demostraron rotundamente que su mejor arma es el directo.


Extremadamente fieles a las señas de identidad que los han hecho célebres (profusión de voces, un banjo omnipresente y un gusto paroxístico por los crescendos épicos), las canciones de “Babel” son tan intercambiables con las de “Sigh no more” que una primera escucha se salda inevitablemente con la decepción. El inmovilismo es un privilegio apenas reservado a las grandes figuras de la música en su fase de decadencia (y ni con ésas). Los nuevos valores están obligados a moverse más allá de su zona de confort si no quieren convertirse en estrellas fugaces en un universo cada vez más atestado de luz y sonido.

Debido a esta ingente cantidad de nuevas bandas y títulos perecederos, se siente uno tentando, ya de primeras, a aparcar en lo más recóndito del disco duro este “Babel” que tan poco aporta a lo que ya sabíamos de la “familia” Mumford y dejar que pase el siguiente, a ver si hay más suerte. Pero no sería justo, pues se estarían infravalorando composiciones del calibre de “I will wait” (acertadísima elección como single de anticipo), “Hopeless wanderer” o “Broken crown”; deliciosos himnos folk-rock perfectamente adaptados para encandilar a un público informe e indiscriminado al que el folk, por definición, se la resbala.


Ésa es la grandeza y también la maldición de Mumford & Sons: en sus discos convive una vocación claramente comercial, enfocada al éxito masivo, con un talento innegable para elaborar temas con pegada. Su sonido es tan atractivo y digerible, con una producción tan limpia y recatada, que cualquier complejidad a mayores parece casi un extra (con lo fácil que es poner el piloto automático y continuar pariendo hits basados en una fórmula ya conocida). Tal vez el camino de rosas en que se ha convertido su aún incipiente carrera los disuada de seguir explorando las posibilidades creativas que sin duda se intuyen más allá de los tics y manías que hoy por hoy constituyen su discografía, pero servidor tiene bien claro que si al final acaban siendo digeridos y defecados por la industria, la culpa la tendrá la falta de ambición musical y no la ausencia de un talento genuino y manifiesto.

Una cosa es segura: con el tercero, o dan un paso al frente o se despeñan.


P.D.: la edición especial de "Babel" incluye entre sus bonus tracks una de las mejores versiones del clásico "The boxer" de que tengo constancia, interpretada junto al guitarrista Jerry Douglas y al mismísimo Paul Simon. Con todo, el buen resultado no es tanto mérito de la reinvención como del hecho de que esta canción lo aguanta todo.

domingo, octubre 28, 2012

Corrientes circulares en el tiempo

Me encantan las historias de viajes en el tiempo. El problema es que se trata de un subgénero de la ciencia-ficción en el que es tremendamente fácil cometer un gazapo en cuanto a la lógica interna del relato. Al respecto, lo reconozco, soy un espectador/lector particularmente quisquilloso. Las narraciones que utilizan como leit motiv el viaje temporal apenas admiten dos opciones: o bien el porvenir es inmutable y el viajero temporal sólo puede ser testigo de una realidad ya conocida, o bien existe un multiverso constituido por futuros posibles que se bifurcan infinitamente. Salirse de estas dos pautas o, peor aún, intentar combinarlas, da como resultado tomaduras de pelo del calibre de “Terminator 3”, “El efecto mariposa” o toda la trama relativa a los saltos temporales en la teleserie “Misfits”.


Por eso fui al cine a ver “Looper” con una mezcla de excitación y cautela. Porque se trata de una producción de ciencia-ficción escrita y dirigida por un tipo (Rian Johnson) fogueado en la libertad creativa del cine independiente (ahí está su deslumbrante debut en “Brick”) y responsable de un par de episodios de la maravillosa “Breaking Bad”; protagonizada por un reparto de lo más atractivo y centrada en el fascinante tema de los viajes en el tiempo. Cuando las luces se apagaron y la proyección comenzó, parecía claro que sólo había dos formas de salir de aquella sala 120 minutos después: admirando “Looper” por su rigor o maldiciéndola por su tramposo guión.


El argumento del film sitúa al espectador en el año 2044. Aunque en esa fecha los viajes en el tiempo aún no han sido descubiertos, en el plazo de otros treinta años sí lo serán. Como en ese (aún más) futuro 2074 los métodos de investigación criminológica-forense son prácticamente infalibles, las mafias con acceso a la tecnología de desplazamiento temporal eliminarán a sus víctimas enviándolas a 2044, cuando unos asesinos especializados llamados loopers les darán matarile y se desharán de un cadáver que, a efectos legales, ni siquiera existe. El protagonista del film es Joe, un looper cuya cómoda y amoral existencia se desmoronará cuando deba afrontar el último cometido de todos los miembros de su gremio: eliminar a su futuro yo, enviado desde el mañana para “cerrar el bucle”.


Partiendo de esta premisa, Johnson logra concretar una propuesta casi insólita en los tiempos que corren: una película de ciencia-ficción para adultos, con clara vocación comercial, que no descuida el retrato de personajes, que no toma por estúpido al espectador y que además encuentra por el camino su propia personalidad, heredada pero no fotocopiada de esa larga tradición fantástica que va desde el inevitable referente distópico de “Blade Runner” hasta el anime japonés (con Katsuhiro Otomo a la cabeza) pasando por el primer “Terminator” de James Cameron y obviando (afortunadamente) que alguna vez existió algo llamado “The Matrix”. “Looper” es una cinta con redaños, que no se amedrenta ante las decisiones difíciles, que no resulta predecible por mucho que uno reconozca los múltiples lugares comunes del género y que además posee pegada emocional. La clase de cinta que podría haber firmado un David Cronenberg o un Paul Verhoeven en los años 80 (cuando el fantástico todavía no había sido prostituido e infantilizado desde los despachos de Hollywood en aras del negocio fácil), y que a estas alturas uno sólo podría imaginarse en manos de Christopher Nolan o de, tal vez (y sólo tal vez), un inspirado Vincenzo Natali.


Quizás la mayor virtud de “Looper” sea su calculado sentido del equilibrio: formalmente atrevida sin caer en el mero ejercicio de estilo, plena de ritmo y escenas trepidantes sin resultar gratuita en términos de pirotecnia, narrativamente compleja sin devenir jamás confusa, asentada en un genuino sentido trágico sin hacer ascos a puntuales apuntes humorísticos, montada con mimo (soberbio uso de las elipsis y de, claro, los saltos temporales) e interpretada con convicción por un reparto sólido que rehuye el histrionismo en el que a veces caen, acomplejadas, las cintas del ramo. No hay en “Looper” un solo actor que desentone: ni el carismático Bruce Willis (que interpreta al Joe viejo), ni la cautivadora Emily Blunt (cuyo personaje posee una presencia en la trama que va mucho más allá del presumible interés romántico por parte del protagonista), ni los secundarios Paul Dano (espléndido, como de costumbre) y Jeff Daniels (a quien reconozco haber cogido simpatía tras redescubrirlo, tantos años después, en “The Newsroom”). Todos cumplen con holgura su cometido, por vertebral o testimonial que éste resulte.


Mención aparte para un Joseph Gordon-Levitt titánico, que asume aquí un doble desafío actoral: por un lado, sacudirse la imagen de “niño bueno” apuntalada en títulos como “(500) days of Summer” o (la incomprensiblemente inédita en España) “50/50” encarnando con convicción al joven y salvaje Joe, y por el otro hacerlo siguiendo el hierático libro de estilo interpretativo de Bruce Willis. El protagonista de “Hesher” (también inédita en nuestro país, qué cosas) triunfa clamorosamente en ambas facetas, ayudado por una caracterización facial excelente que, unida al talento del actor, hace que uno jamás dude que ambos intérpretes son el mismo personaje en distintos momentos de su vida.


El resultado es una película tan intensa y entretenida de cabo a rabo que hasta un purista de la lógica espacio-temporal como yo ha abrazado tras la proyección una insospechada tercera opción: olvidarme alegremente de las farragosas implicaciones de sus sinsentidos temporales (que los hay) y caer rendido a los pies de su rotunda inteligencia cinematográfica y su arrollador encanto de tragedia griega futurista.

Suena a oxímoron pero no lo es: 2012 ya tiene su blockbuster de culto.

lunes, octubre 22, 2012

Titus Andronicus Vs. the Mediocrity of 2012

No es que quisiera hacerte daño, es que me daba igual si lo hacía.
No es que te haya olvidado sólo a ti, he olvidado también todo lo demás.
No es que no te quiera, es simplemente que odio a todo el mundo.”


No sé cómo se lo monta el resto de la bloguesfera para elaborar esas listas con lo mejor del año cuando se dan las campanadas de Nochevieja y las bitácoras bullen con rankings de películas, discos y tebeos, pero lo que hace un servidor es ir anotando en un documento de Word los títulos de las obras que va descubriendo/disfrutando/sufriendo a lo largo de esos 365 días hasta conformar un listado con 50 ó 60 referencias (aproximadamente) de los que finalmente sólo quedará una decena en pie: mis 10 favoritos (lo de mejores siempre me ha sonado a soberbia). No sé si será porque con el tiempo me he ido volviendo más exigente (cosa que dudo) o tal vez porque no he sabido buscar en los rincones adecuados (lo cual parece mucho más factible), pero desde luego el listado provisional con los discos más interesantes que he escuchado en lo que llevamos de 2012 me parece de una mediocridad alarmante. Tampoco es que mis rankings actuales de cine y tebeos para este año luzcan mucho mejor, ya puestos, pero al menos en ellos sí soy capaz de destacar tres o cuatro títulos realmente jugosos que tendrían cabida en el top 10 de un curso (digamos) aceptable. Musicalmente, en fin, el 2012 está apestando bastante.

Por eso hoy es un día que merece ser celebrado: vuelven Titus Andronicus y vuelven a lo grande.


Dos años y medio han pasado desde que la banda de Nueva Jersey, liderada por el cantante, guitarrista y letrista Patrick Stickles, publicase su superlativo segundo disco de estudio, “The Monitor”. Fue gracias a este álbum conceptual sobre la Guerra Civil estadounidense que descubrí al grupo con nombre de tragedia de Shakespeare y me convertí en un súbito admirador de su punk-rock plagado de referencias cultas. Ahora Titus Andronicus regresan con “Local Business” y, al contrario que todos esos artistas/bandas cuyos nuevos trabajos aguardaba con impaciencia para finalmente quedarme sumido en la decepción (¡va por ti, Bellamy!), no sólo no pierden un ápice de energía y frescura, sino que afianzan el éxito de su anterior propuesta con un trabajo a la misma (aparentemente inalcanzable) altura, aunque situado en unas coordenadas ligeramente distintas.


Llama la atención, ya desde la primera escucha, el hecho de que “Local Business” suene más limpio y conciso que su inmediato antecesor. Entre un trabajo y otro han desaparecido los esporádicos apuntes folk, los interludios con discursos de personajes históricos y la atmósfera tabernaria para dar paso a un álbum más directo, menos grandilocuente y definitivamente más personal: un lampiño Stickles (antes lucía una frondosa barba de desharrapado) reconoce a través de unas letras a veces densas, a veces escatológicas y a veces de una sencillez directamente naïf, su incapacidad para comprender el universo, su incompetencia para ser mejor persona y su aceptación total de ambas realidades.

Desórdenes alimenticios, irónicas reflexiones sobre la altivez del hipster de ciudad y guiños a la “restauradora” Cecilia Giménez (¿o era a "La Biblia"? ¿o a Nietzsche, tal vez?) se suceden en canciones cuya complejidad y duración oscilan entre el rabioso minuto en quinta marcha de “Food fight!” (cuya letra consiste en la repetición continua del título mientras guitarras, batería y piano conducen un rock'n'roll canónico) y los casi diez de la épica y depresiva “Tried to quit smoking”, a la que corresponden los versos que encabezan esta entrada.


Lo mejor es que resulta prácticamente imposible ensalzar alguno de sus diez cortes por encima del resto: “Local Business” es un trabajo compacto, redondo, que se disfruta mejor de principio a fin en riguroso orden de reproducción. 50 minutos de punk-rock cáustico y nihilista que saben a gloria en medio de la marea de mediocridad que me ha tocado vivir en este muy olvidable 2012 musical.

jueves, octubre 18, 2012

Tsunami emocional

Con gran revuelo mediático y rotundo éxito comercial en la primera semana desde su estreno se presenta en las pantallas españolas “Lo imposible”, segundo largometraje del barcelonés Juan Antonio Bayona, quien debutara en la gran pantalla con “El orfanato” tras labrarse una reputación con la realización de spots televisivos y videoclips para grupos como OBK o Camela (no me diréis que no son dos referencias bien cachondas). Como posiblemente ya sabréis, “Lo imposible” adapta la historia real de la familia Álvarez-Belón, un matrimonio con tres hijos que sufrieron en primera persona el tsunami que arrasó la costa tailandesa en diciembre de 2004.


Rodada en inglés con un reparto extranjero, encabezado por Naomi Watts y Ewan McGregor, se trata de una producción 100% española que maneja uno de los presupuestos más elevados de la historia de nuestro cine: 30 millones de euros. Una cifra, por otro lado, ciertamente modesta para los estándares de la industria estadounidense (contra la que competirá en las pantallas norteamericanas a partir de diciembre). De ahí que lo primero que llama nuestra atención en “Lo imposible” es lo maravillosamente bien hecha que está desde el punto de vista técnico. Resulta fascinante comprobar cómo Bayona y su equipo han logrado ejecutar una superproducción plagada de enormes sets y grandiosas escenas de efectos especiales con un presupuesto que no llega a la octava parte del coste de producción estimado del último Batman de Christopher Nolan.


Especialmente impactante es la escena, casi al inicio del film, en que la gigantesca ola se interna tierra adentro destruyéndolo todo a su paso. Ya habíamos visto algo muy parecido en los primeros compases de “Más allá de la vida” de Clint Eastwood, pero no me tiembla el pulso al teclear que la forma en que Bayona visualiza la catástrofe me ha parecido superior a la propuesta por el artífice de “Sin perdón”. Con todo, el estilo del catalán es tan pulcro y detallista como impersonal, y es difícil reconocer en “Lo imposible” una identidad autoral concreta: Bayona es un artesano refinado que aún no ha encontrado una voz propia. Mención aparte merece la soberbia fotografía a cargo de Óscar Faura, que repite con el director tras su satisfactoria experiencia conjunta en “El orfanato”.


Más allá de esta excelencia formal, “Lo imposible” es una película cuyo libreto se lo juega todo a una sola carta, la emocional. Lo cual implica, por supuesto, un despliegue constante de estrategias narrativas que logren ponernos el tan ansiado nudo en la garganta. Y si ya la propia historia real en que se basa el film es un material de alto octanaje dramático (una familia disgregada que hará todo lo posible por reencontrarse en medio de un paisaje dantesco), el permanente subrayado musical, la indudable adorabilidad de los críos protagonistas (inmenso acierto de casting) y las tablas de una Naomi Watts que (una vez más) ofrece una interpretación espléndida, lo ponen todo de su parte para que los últimos minutos de proyección vengan acompañados del reconocible sonido de los espectadores sorbiéndose los mocos y sacando los kleenex del bolsillo. En ese sentido, “Lo imposible” es una pedrada directa al corazón.


No obstante, abandonada la sala le sobreviene a uno la impresión de que tal vez le hayan vendido la moto (fully equipped, además), porque no hay tras el film ningún tipo de coartada intelectual, ningún atisbo de una posible lectura (digamos) cerebral que aporte siquiera un gramo de revelación o cuestionamiento filosófico/moral al calvario de esta familia elegida arbitrariamente por los caprichosos hados para sufrir y llorar y sangrar y desesperar. La descripción de personajes es tan aséptica como se precisa para no dejar fuera de juego a ningún espectador potencial, y el guión se ciñe a los tópicos universales sobre el amor entre padres e hijos para apuntalar la sinécdoque que consiga representar a todas las familias en una sola. Todo medido, contado y pesado para obtener una reacción emocional muy concreta por parte de la mayor cantidad posible de público.



Pero no nos engañemos: frente a ese 5% de inconformistas que tildarán al trabajo de Bayona de sensiblero y manipulador (porque lo es) habrá un 95% de espectadores satisfechos que saldrán del cine reconciliados con la vida y con el pecho henchido de buenos sentimientos. En las plazas de toros por mucho menos te llevas las dos orejas y el rabo.

martes, octubre 16, 2012

Al fin Goyo

"El ser humano sólo tiene un arma realmente efectiva: la risa"

Mark Twain


En términos de expresión artística, no creo que exista manifestación más rotunda del éxito o el fracaso que la risa o el silencio del público que asiste a un monólogo humorístico, y es por ello que siento un profundo respeto hacia los monologuistas profesionales. Esa gente sube al escenario en compañía de su texto y su mayor o menor capacidad para recitarlo, nada más, y se enfrenta sin escudo ni armadura al escrutinio despiadado e ininterrumpido de los asistentes. Y eso es todo: sin distracciones artificiosas ni efectos especiales ni chicas ligeras de ropa que desvíen la atención del público si acontece la debacle. Al contrario que en otras manifestaciones culturales, en el caso de los monólogos no existe el efecto “grower”: si un chiste no es gracioso medio segundo después de contarlo, si el público no reacciona inmediatamente, lo mejor que te puede pasar como profesional del ramo es que la tierra se abra y te trague, porque las risas que esperabas cosechar con ese gag ya no se escucharán jamás. Y no harán falta audímetros o encuestas a posteriori para saber si el show ha funcionado bien o mal: es algo que se percibe, se palpa, mientras el espectáculo está todavía en curso.


Como yo no soy una persona especialmente graciosa (leo mejor de lo que escribo y escribo mejor de lo que hablo, así que ya me diréis...), siempre he creído que el don del humorismo en directo, así, a bocajarro, debería ser una de las más preciadas posesiones del ser humano. Porque no sé si los animales tienen sentido del humor (las hienas se ríen, sí, aunque a veces dudo que hayan entendido el chiste), pero está claro que ésa es una de las cualidades que hacen al hombre la asombrosa criatura que puede llegar a ser.

Eso ha sido espantosamente cursi, lo sé.

Mi madre sostiene que el modo más sencillo de conquistar a una mujer es hacerla reír. Que las chicas jamás se cansan de un hombre que sabe tenerlas siempre al borde de la carcajada. Sospecho que si últimamente me lo recuerda más a menudo de lo habitual es porque está deseosa de tener nietos y percibe que un servidor no está haciendo todos los esfuerzos necesarios para alcanzar dicho objetivo. Pero sí, creo que tiene razón: cuando consigo hacer reír a una mujer atractiva me siento tan irresistible como Han Solo.


Me pregunto entonces cómo se sentirá Goyo Jiménez cada vez que se sube a las tablas de un teatro y logra, él solito, sin más ayuda que su voz y su lenguaje corporal, que cientos de personas se rían a mandíbula batiente durante casi dos horas. Tuve la enorme suerte de verlo actuar el pasado jueves en el Teatro Principal de Santiago de Compostela y todavía no salgo de mi asombro. Sabía que Goyo era un tipo divertido porque he visto (creo) todas sus actuaciones en “El Club de la Comedia”; ese programa que da tumbos por las cadenas nacionales sin que nadie se preocupe por verlo el día en que se emite por primera vez, pero que tanto nos alegra la vida a algunos cuando pillamos una reposición inesperada una tarde tontorrona de domingo y descubrimos que hay un Leo Harlem o un Berto Romero interpretando alguno de sus mejores monólogos. Precisamente por eso mismo (haber visto todas sus intervenciones televisadas) pensaba que el show en vivo de Goyo, “Al fin solo”, no podía sorprenderme. Ni siquiera me preocupé demasiado por hacerme con una entrada (si lo hubiese hecho, posiblemente habría leído la frase “inédito en TV” bien visible en el cartel anunciante): fue J. (mayúscula) quien me la regaló e insistió incansablemente para que lo acompañase esa noche al teatro. Y, sinceramente, no creo que pueda estarle más agradecido.

¿Cuándo fue la última vez que lloraste (literalmente) de risa? ¿Recuerdas la última ocasión en que has pasado 120 minutos seguidos riendo sin parar más que para tomar aire? Con lo apocalípticamente mal que están las cosas... [rápido ejercicio empírico: abre una nueva ventana de tu explorador de internet y consulta online tu saldo bancario; luego comprueba las últimas noticias nacionales e internacionales en la web de tu periódico habitual y, finalmente, enciende la tele, sintoniza una cadena que transmita en abierto e intenta ver más de 5 minutos de programación sin que te entren ganas de subirte a un campanario con un rifle de francotirador y disparar a la cabeza a ciudadanos anónimos escogidos aleatoriamente: ¿convencido?]... con lo apocalípticamente mal que están las cosas, decía, que un señor alto, calvo y con barba sea capaz de tenerme dos horas sumergido en la terapéutica marmita de la risa compulsiva, sin ayuda de sustancias exógenas y usando como únicas herramientas su ingenio y su carisma, me parece un auténtico milagro.


Del show en sí mejor no diré nada. Porque, qué leches, es “inédito en tv” y no voy a ser yo el que se cargue el curro de Goyo destripando aquí el contenido de su actuación. Lo mejor es que vayáis vosotros mismos a disfrutarlo; seguro que hay alguna fecha anunciada cerca de vuestra localidad. Y que no os eche para atrás el precio de la entrada: para lo que ofrece, “Al fin solo” es un espectáculo realmente barato. Un éxito absoluto.

jueves, octubre 11, 2012

Colaboración con ECC Ediciones: "Scalped: el final de la senda"

Acaba de publicarse el listado de novedades de la editorial ECC para el mes de noviembre, y una vez más me toca presumir de colaboración en uno de sus lanzamientos. Aunque en esta ocasión las circunstancias son incluso más gozosas para un servidor, pues el título en el que participo como redactor editorial (textos exteriores y artículo de cierre) es la última y definitiva entrega de uno de mis tebeos favoritos de los últimos tiempos: "Scalped".


No pongáis esa cara de desconfianza: ésta no es una rastrera y desvergonzada maniobra publicitaria. Hace mucho tiempo, bastante antes de saber que un día firmaría una pequeña aportación a la edición española de la obra de Jason Aaron y R.M. Guéra, ya dejé constancia, al menos en dos ocasiones (una y otra), de que "Scalped" me parecía la mejor serie regular que se estaba publicando en la actualidad, por encima de otras tan apreciadas por crítica y público como "Los muertos vivientes" o "Invencible". De hecho, el día en que me confirmaron la responsabilidad de escribir unas palabras a modo de conclusión final para este último recopilatorio sentí un pequeño subidón, unido a una cierta presión por si no era capaz de estar a la altura de las circunstancias.

El estupendo dibujo que Guéra, uno de los autores más entrañables, divertidos y campechanos que he tenido la suerte de conocer, nos dedicó a J. (mayúscula) y a mí durante el último Viñetas desde o Atlántico.

Honestamente, no estoy seguro de que mi texto para "Scalped" haga honor al tomo que lo contiene (difícil tarea, la verdad), así que hacedme caso y, por esta vez, no os acerquéis a un comic publicitado en el Abismo por el hecho de que contenga un texto firmado por mí. Haceos con él porque es, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, el jodido tebeo del año.

domingo, octubre 07, 2012

Los febriles sueños de Woodring

“(...) Dime adiós ahora, antes de que la fiesta acabe y te diré la verdad: que nunca me acostumbré a las estrellas, que los animales me asombraron siempre, que cuando miré al interior de tus ojos ahí estabas tú.”

(“Frank: El héroe con mil excusas”, de Jim Woodring, traducido por César Sánchez para la edición de Fulgencio Pimentel.)


Igual los lectores más veteranos del Abismo recuerdan una entrada emocionalmente impúdica y descaradamente escatológica que escribí hará cosa de dos años a raíz de una (supuesta) intoxicación alimentaria debida a un kebab satánico. Traigo de nuevo a colación aquella anécdota por dos razones: la primera, pedirle perdón al kebab de marras. Una semana después de sufrir tan desagradable episodio descubrí que el bebé de una prima con el que había jugado toda la tarde unos días antes había sufrido el mismo percance gastrointestinal, contagiando de paso a todos mis tíos y primos. No fue, por consiguiente, una intoxicación, sino un virus. La segunda razón es que esta semana ese virus (o uno muy parecido; quién sabe si un pariente digievolucionado) atacó de nuevo a mi familia, empezando por J. (mayúscula), que cayó enfermo la noche del lunes al martes y vivió 24 horas de incontinencias varias y febril desasosiego. Creyendo una vez más que se trataba de un episodio aislado fruto de una mala elección en el menú del garito de turno, servidor siguió adelante con sus asuntos dando por sentado que ahí se había quedado la cosa. Dos noches después, sin embargo, comencé a sentirme débil y mareado al filo de la medianoche y supe lo que los personajes de “The Walking Dead” piensan cuando un zombie les muerde y deben afrontar sus últimas horas antes de que su cuerpo deje de pertenecerles y se convierta en algo asqueroso, viscoso y otras cosas que terminan en –oso: “en un rato lo vas a pasar realmente mal”.

Todo esto viene a cuento, en fin, de la fiebre y las fantasías delirantes que la acompañan. Dormir con fiebre, si es que se consigue conciliar el sueño, es siempre una experiencia bizarra. Pesadillas geométricas recurrentes, distorsiones físicamente imposibles de la realidad y revoluciones orgánicas de lo más variopinto se nos presentan subconscientemente bajo una falsa lógica (o tal vez una razonable fantasmagoría) que durante el tiempo que dura el trance parece tener un sentido tan incuestionable como el álgebra más elemental (salvo que vivas en un universo orwelliano, claro). Reproducir esa sensación de (llamémosle) imposibilidad coherente es un reto artístico que muy pocos autores logran alcanzar. Y, por descontado, uno que no todo el público puede ni quiere apreciar (decisión que me parece, por otro lado, perfectamente legítima). De hecho, tal vez haya sido precisamente mi reciente experiencia febril la que me haya permitido internarme con menos prejuicios en el universo de ficción creado por Jim Woodring en su comic “Frank”.


Publicado en EE.UU. por Fantagraphics Books y desde hace algo más de un año en nuestro país por Fulgencio Pimentel (en una cuidadísima edición, añado), “Frank” es un tebeo especial. Raro. Muy raro. Sus páginas nos adentran en el Unifáctor, “la tierra del estupendo fantasma” donde “lo peor que puede ocurrir nunca ocurre” porque “ya ha ocurrido” (cito textualmente de la dramatis personae incluida en las últimas páginas del primer volumen español). Allí vive Frank, un indeterminado mamífero antropomórfico que podría ser un roedor pero también un gato o incluso un oso, rodeado de personajes tan extraños o más que él, como el Antojo, el Marrano Hombre o los geométricos Pollos Jerry. Todos ellos comparten aventuras aparentemente fabulísticas de moraleja incierta en las que el humor (blanco o negro) se combina con la violencia más descarnada y los sentimientos más nobles de un modo insólito. Y que, sin embargo, funciona.

Y cuando digo que funciona, me refiero exactamente a esa misma coherencia interna de los sueños febriles que antes mencionaba. Las reglas de Unifáctor, que sólo Jim Woodring (o su subconsciente) conoce y que nosotros apenas podemos intuir lejanamente, confieren a “Frank” un sentido genuino no extrapolable a nada que no sea precisamente “Frank”.


Sostenía mi profesora de literatura de COU (el equivalente a 2º de Bachillerato, por si hay al otro lado de la pantalla algún lector demasiado joven para recordar los tiempos pre-LOGSE) que cuando un escritor publica un poema éste deja de pertenecerle y su interpretación pasa a depender de las referencias y la sensibilidad del lector; que más allá de la intención inicial, cada uno puede hacer suyos los versos de otro otorgándoles un significado que tal vez no estuviese ahí en un primer momento. A mí esta visión de la lírica, que tendrá sus detractores, siempre me ha gustado bastante, y me parece perfectamente aplicable a otras disciplinas como el cine, la música o los tebeos. Y creo que a “Frank” le sienta maravillosamente bien. Así, yo puedo entender a mi manera historias como “Dicha” o “Petulancia de Frank” del mismo modo en que me siento inmensamente satisfecho con mi propia interpretación, jamás contrastada, de “Carretera perdida” de David Lynch (otro de esos autores capaces de otorgar coherencia al delirio sin necesidad de darle una explicación racional). Seguramente la mía no será la única lectura posible de este material, y es probable que el propio Woodring me corrigiese en caso de que algún día llegásemos a enfrentar nuestras respectivas opiniones sobre su trabajo, pero gran parte del atractivo de “Frank” reside en su capacidad para amoldar su fértil imaginario a la mirada del lector y dejar que sea éste quien rellene los huecos en cada una de sus historias.


Por supuesto, si una propuesta tan minoritaria y arriesgada (tan underground, para entendernos) se mantiene sólida a pesar de su mudo cripticismo (los habitantes de Unifáctor jamás articulan palabra), es gracias a un soberbio trabajo visual cuya genealogía, curiosamente, también varía dependiendo del ojo que la juzgue. Así, para uno de los decanos de la crítica tebeística en nuestro país, Álvaro Pons, el estilo de Woodring se nutre en gran medida (aunque no exclusivamente, desde luego) de la obra de Justin Green (“Binky Brown conoce a la Virgen María”), mientras que para Octavio Beares, otro que sabe de lo que habla, las influencias gráficas del autor provienen (además) de pintores como mi tocayo El Bosco o Salvador Dalí. Esta estupenda reseña publicada en Zona Negativa añade a la ecuación el trazo detallista de Robert Crumb y la herencia surrealista, reconocida por el propio Woodring, del “Krazy Kat & Ignatz” de Herriman. Y yo, que no manejo a vuela pluma tantos referentes como los mentados estudiosos, por momentos he creído ver en las filigranas mutantes de “Frank” ciertos ecos de los “40 días en el desierto” de Moebius… aunque ahora que lo pienso, tal vez fuese el álter ego de Giraud el que se inspirase en los inenarrables seres voladores del Unifáctor y no al revés. Súmesele a esta exuberancia visual una narrativa limpia y precisa, aparentemente sencilla (subrayando lo de aparentemente), y un fantástico uso ocasional de los colores vibrantes, y tendremos un acabado formal redondo, vehículo perfecto para la desbordante y enfermiza imaginación de Woodring.


No será “Frank”, desde luego, un plato de buen gusto para todos los paladares. Su rotunda apuesta por el surrealismo y su personal estilo gráfico maravillarán a los devotos de lo onírico, a los psicoanalistas vocacionales y a los fans de The Mars Volta (ay, las sinestesias), pero dejarán fuera de juego a aquellos lectores que prefieran la seguridad de lo cognoscible, el mucho más acotado (des)encanto de lo real. Quizás para disfrutar de una obra tan inextricablemente atávica como “Frank” sea necesaria esa pizca de masoquismo dadá que hace que algunos insensatos puedan encontrar una utilidad literaria a una noche de diarrea y sueños febriles en la última entrada de su blog.

martes, octubre 02, 2012

La ley de Bellamy

Si hay un disco que servidor llevaba esperando con auténtica impaciencia desde comienzos de 2012, sin duda ése es “The 2nd Law”, sexto LP de la banda inglesa Muse que hoy se pone oficialmente a la venta en nuestro país (aunque lleva ya una semana circulando por la red en forma de filtraciones y streamings varios). El trío de Teignmouth (Devon) formado por el bajista Chris Wolstenholme, el baterista Dominic Howard y el cantante, guitarrista, pianista, compositor e ideólogo Matthew Bellamy es, posiblemente, mi mayor debilidad en lo que respecta a la música actual. Los he visto tres veces en directo, tengo todos sus discos comprados en formato físico (incluso los que recogen sus shows en vivo) y considero que títulos como “Origin of Symmetry” y “Absolution” pertenecen por derecho propio a una hipotética lista de los 10 ó 15 mejores LP's publicados durante la pasada década. Soy una maldita groupie, ya podéis jurarlo.


Que “The 2nd Law” iba a ser un disco controvertido es algo que estaba cantado. A estas alturas de su carrera, sobre todo tras la división de opiniones generada por su LP inmediatamente anterior (“The Resistance”; número 1 en mi top 10 de discos favoritos de 2009), adoradores y detractores de la banda aguardaban el lanzamiento del nuevo álbum con el cuchillo entre los dientes, dispuestos a defenderlo o defenestrarlo a la primera ocasión. Los propios músicos, grandes aficionados al trolleo, decidieron inflamar los ánimos advirtiendo hace unos meses que el disco tendría un componente dubstep influenciado por el sonido de Skrillex, lo cual provocó una avalancha de comentarios en los foros de internet que incrementó las expectativas tanto a favor como en contra de “The 2nd Law”. Lo siguiente que se supo fue que uno de los cortes del álbum, “Survival”, había sido escogido como himno olímpico para los juegos de Londres 2012: la recepción del tema fue tibia, aunque las posteriores reescuchas han revalorizado este improbable mash-up entre “The millionaire waltz” de Queen y el himno de la URSS. Lejos de semejante despliegue épico, el primer single oficial de “The 2nd Law”, “Madness”, presentaba un tema fuertemente influenciado por el pop-rock de los 80, con nombres como Queen (pero otros Queen), George Michael y (sobre todo) U2 repitiéndose con insistencia en la cabeza del oyente.


Asimilada al fin la totalidad del álbum, esta pluralidad casi esquizofrénica de referentes se manifiesta como la única constante de “The 2nd Law”. El disco es prácticamente un monstruo de Frankenstein que rescata en cada corte pedazos de otras canciones compuestas tiempo atrás por músicos de lo más diverso. Y si bien es cierto que Muse siempre habían abrazado sin complejos el pastiche más descarado, en “The 2nd Law” la apropiación de sonidos e incluso melodías es tan obvia que uno, por muy fan que sea, no puede evitar sentir cierto estupor ante el desfile de invitados a la velada.

“Supremacy”, una reedición del “Kashmir” de Led Zeppelin que rememora las bandas sonoras del cine de espías, abre fuego con su ritmo marcial y su ampulosa orquestación. Es uno de los temas más potentes del disco, sobrecargado con una dimensión épica que me recuerda por momentos a aquella estupenda colaboración entre la Sinfónica de San Francisco y la banda de trash por excelencia, Metallica. Bellamy libera su falsetto más histérico y uno alberga inmediatamente la esperanza de que “The 2nd Law” pueda suponer un retorno al sonido apocalíptico de “Absolution”. Un espejismo del que “Madness”, canción tanto más apreciable cuanto más se acomoda uno a la insólita imitación que Matthew hace de Bono en sus excelentes compases finales, nos saca a continuación.


“Panic Station” es la gran sorpresa de la función: un corte que comienza como el “Another one bites the dust” de Queen (la línea de bajo es potentísima) y prosigue retomando la tradición popular, tal y como hicieran antaño Led Zeppelin en “Trampled under foot” y Styx en “Renegade”, de homenajear al “Superstition” de Steve Wonder para componer un funky de manual. El guiño en el estribillo al “Thriller” de Michael Jackson redondea una canción pegadiza y adictiva como pocas en la trayectoria de Bellamy y cía. Lejos de ser una composición original, a mí me hace absurdamente feliz, y auguro que será single. Le sigue un breve interludio instrumental, “Prelude”, que apunta directamente al romanticismo de Frédéric Chopin y que ejerce de prólogo para el mentado himno olímpico, “Survival”.

Es triste comprobar cómo una mala producción puede echar a perder una canción con posibilidades. Escuchando hace unos días la interpretación en directo de “Follow me”, el tema que Bellamy dedica a su hijo recién nacido Bingham, difícilmente uno podría imaginar el desastre electrónico que nos acechaba en la sexta pista de “The 2nd Law”. El grupo de música house Nero (no confundir con el software para grabar CD's en el ordenador) toma los mandos para convertir el canto de amor de Matthew a su retoño en una degradación del “The Neverending Story” de Limal que tanto podría darle a Gran Bretaña un nuevo triunfo en Eurovision como animar las pistas de coches de choque en las fiestas patronales de tu pueblo. “El horror”, que diría el coronel Kurtz.


El contraste entre “Follow me” y el tema que le sigue, “Animals”, no podría ser mayor. Si la primera es sin duda una de las peores ideas que jamás haya pergeñado la banda, la segunda nos reconcilia con los artífices de “Origin of Symmetry” con su hipnótico tempo de percusión y su elegante guitarra.

Poco durará la alegría: el siguiente corte reincide en la obsesión de Bellamy por componer su Gran Balada para los Anales. Primero lo intentó con “Invincible”, uno de los temas más discretos de “Black Holes and Revelations”; más tarde trató de lograrlo con “Guiding Light”, la canción más anodina de “The Resistance”, y ahora vuelve a la carga con “Explorers”, una suerte de nana/villancico bañada en almíbar y cubierta de azúcar glacé que busca desesperadamente derretir el corazón del oyente. El susurrado “anywhere the wind blows” “go to sleep” del final deja a las claras cuál es el referente que Bellamy manejaba mientras componía esta arma mortal contra diabéticos. Mentalízate, Matthew: eres bueno en lo tuyo, pero no eres él y nunca harás nada como esto.


Seguramente “Big freeze”, la siguiente del lote, será una de las canciones más denostadas por los fans históricos de Muse. Su inconfundible aroma a “The Joshua Tree”, motivado tal vez por el reciente acercamiento entre ambas bandas, incita en un primer momento al arqueo involuntario de ceja, pero las sucesivas revisiones conceden al tema un lugar destacado en el conjunto del álbum.

Peor suerte correrán las dos mayores aportaciones de Chris Wolstenholme a la discografía de Muse hasta la fecha. El bajista, recientemente recuperado de su adicción al alcohol, compuso “Save me” y “Liquid state” como sendos ejercicios de exorcismo personal. Los otros dos miembros de la banda decidieron que sería un acierto que el propio Wolstenholme los cantase tanto en el álbum como en directo, por eso de mantener el carácter íntimo y autobiográfico de las canciones. Pese a lo bonito del gesto, el resultado es absolutamente intrascendente. Mientras la primera, con ecos evidentes del Steve Wilson de “Insurgentes”, acaba pareciéndome tediosa y alargada en exceso, la segunda supone un plagio inequívoco del riff sobre el que se construía el “Millionaire” de Queens of the Stone Age. Y lo que es más: ninguna de las dos recuerda ni remotamente al resto de cortes del LP ni, ya puestos, a nada que Muse haya publicado jamás; circunstancia agravada por el hecho de que ambas van seguidas en el disco, generando la sensación de sección totalmente descolgada dentro del tracklist de “The 2nd Law”. Sospecho que sería mucho más interesante que Wolstenholme iniciase una carrera paralela en solitario para publicar sus propios experimentos con gaseosa  a que contribuya, como es el caso, a aumentar la sensación de dispersión en un disco tan aquejado de trastorno de personalidad múltiple como éste.


Esa misma percepción perjudicará también a los dos temas encargados de cerrar el álbum, dos piezas (más o menos) instrumentales tituladas respectivamente “The 2nd Law: Unsustainable” y “The 2nd Law: Isolated system”. La primera es la tan cacareada composición dubstep que sembró la discordia en internet hace meses: una potente combinación de la grandilocuencia orquestal de Philip Glass con el estridente sonido electrónico de Skrillex que hubiera funcionado infinitamente mejor como intro del LP. La segunda, más atmosférica y contenida, supone un correcto cierre con reminiscencias del Mike Oldfield más cinematográfico.

Contemplado en conjunto, “The 2nd Law” es con enorme diferencia el peor disco de Muse hasta la fecha: un trabajo no exento de méritos (tiene cuatro o cinco canciones realmente disfrutables), pero excesivamente obvio en sus influencias y carente de la mínima cohesión interna. Algo que, por otro lado, podría haberse solventado, o al menos atenuado, poniendo un cuidado mayor al establecer el orden de reproducción de sus 13 cortes.

Sin ánimo de creerme más listo que nadie (bueno, tal vez sólo un poco), propongo desde aquí una versión alternativa de “The 2nd Law” (un Abismo's Cut, si os place el término), que considero que funciona infinitamente mejor que la decepcionante versión oficial del LP. Es una secuencia de 11 temas (se quedan fuera, porque no creo que pinten nada, las anodinas aportaciones de Chris Wolstenholme) que alcanza los 45 minutos de duración (exactamente lo mismo que “Black Holes and Revelations”). El disco que, fácilmente, “The 2nd Law” podría haber sido y no fue:

1- The 2nd Law: Unsustainable
2- Supremacy
3- Madness
4- Follow me
5- Explorers
6- Panic Station
7- Big freeze
8- Animals
9- Prelude
10- Survival
11- The 2nd Law: Isolated system