viernes, septiembre 30, 2011

No habrá paz para los super-malvados

Hace un par de años la editorial Panini publicó en nuestro país, en un bonito tomo recopilatorio, la miniserie “Incógnito”, segunda propuesta del tándem formado por el guionista Ed Brubaker y el dibujante Sean Phillips para el sello Icon de Marvel. La primera de dichas propuestas, por cierto, fue la estupenda serie de género negro “Criminal”.


Aquella entrega inicial de “Incógnito” nos presentaba a Zack Overkill (traducido al castellano por aquel entonces como Zack Aniquilación), un super-villano que se adscribía al programa de protección de testigos tras delatar a sus jefes, pero que un tiempo después se hartaba de llevar una vida anónima y convencional y decidía hacer lo posible para recuperar el subidón adrenalínico que sentía al enfundarse uniforme y antifaz y salir a patear unos cuantos traseros. Era una historia bien contada y dibujada, durante cuya lectura, sin embargo, resultaba inevitable experimentar la sensación de estar ante una dosis de metadona pensada para todos aquellos que una vez fuimos yonkis de “Sleeper” (primera e inolvidable referencia surgida del talento combinado de ambos autores). Incluido el propio Brubaker, que a buen seguro echaba de menos a Holden Carver, Tao y Miss Missery tanto o más que nosotros.


Ahora “Incógnito” vuelve a las librerías españolas con una segunda miniserie (de nuevo recopilada en tomo por Panini) que lleva por subtítulo “Malas influencias”, y en ella Brubaker y Phillips nos ofrecen más de lo mismo, pero no mejor. De hecho, las sensaciones que me despierta esta segunda entrega de las aventuras de Zack Aniquilante (como ahora han decidido traducir su nombre, sin una buena razón aparente para ello) son exactamente las mismas que en el pasado.


Así, tenemos al protagonista metido otra vez en un berenjenal de dobles lealtades que lo lleva de una situación insostenible a otra más insostenible aún, como una pelota que rebota escaleras abajo hacia un subsuelo que cada vez se parece más a una muerte segura (aunque no antes de una tortura que le provoque un dolor inimaginable). Y como Zack es un cabrón violento, egoísta y obscenamente super-poderoso, uno no puede evitar sentirse seducido por sus continuos tropiezos morales, sus desgracias concatenadas y sus consiguientes salvaciones in extremis. Tenemos también a un Sean Phillips tan sobrio y eficaz como ya nos tiene acostumbrados; uno de esos dibujantes con sobrado oficio narrativo y atractivo trazo personal que poco se estilan entre el mainstream estadounidense. E, inevitablemente, a un Ed Brubaker que se siente muy cómodo con la historia que nos está contando, precisamente porque es la misma que lleva ya unos años desarrollando, con ligeras variaciones, en varias cabeceras distintas.


“Incógnito” sigue siendo un comic la mar de entretenido que mezcla con gracia los resortes del género negro con los códigos de las series de super-héroes, siguiendo a pies juntillas la senda abierta por la mentada “Sleeper” años atrás. Es un tebeo plagado de personajes interesantes, situaciones atractivas y diálogos más que correctos. Una lectura que divierte pero que, a fuerza de déjà vu, no consigue entusiasmar.


Habrá nuevas entregas de “Incógnito” y yo estaré ahí para disfrutarlas, claro, porque en estos tiempos de crossovers encadenados y mega-reestructuraciones editoriales cualquier tebeo de super-héroes hecho con cariño y dedicación y que no insulte a la inteligencia del lector es un oasis en medio de un desierto no ya de mediocridad, sino de absoluta majadería. Pero sigo creyendo que Bru y Phillips pueden hacerlo mejor, como de hecho ya lo hicieron en el pasado y aún lo siguen haciendo de vez en cuando en “Criminal”.

...

Y no, la reseña de la película de Enrique Urbizu no toca hoy. ¿Acaso no os habéis percatado de que nunca titulo las entradas como debería?

miércoles, septiembre 28, 2011

Preestrenos: "Los tres mosqueteros" y "Larry Crowne, nunca es tarde"

Estamos que lo tiramos en el Abismo. En lugar de la solitaria reseña habitual publicada por el menda en la web Nuestros Comics, hoy podéis disfrutar de un opíparo 2x1 por el mismo precio (y ya sabéis que en cuanto a precios nadie os va a hacer uno mejor que yo). Así, pinchando en la imagen de cada una de las películas (que se estrenan el próximo viernes en nuestro país) tendréis a vuestra disposicíón la correspondiente crítica firmada por un servidor.

Por un lado la aventurera y tres-desera "Los tres mosqueteros" de Paul W. S. Anderson (que, de haber sido un poco más ingenioso, la habría titulado "Los 3-D Mosqueteros", ¿no?) y por el otro la almibarada comedia romántica "Larry Crowne, nunca es tarde".

 
Decidme, queridos lectores: ¿acaso alguien da más por menos?

martes, septiembre 27, 2011

OK Dinosaur?

Hasta ahora, Kasabian era uno de esos grupos cuya fama y calado entre la muchachada se me antojaban un poco desproporcionados. Igual es que no había conectado con su música. O igual es que su música no era tan buena como algunos amigos, conocidos y listas de ventas británicas me querían hacer creer. Más allá de un par de temas sueltos, sus tres primeros LP's no me dijeron nada en su momento. Por eso, entre otras cosas, me hizo tanta gracia que su guitarrista Sergio Pizzorno declarase que “Velociraptor!”, su último trabajo hasta la fecha, iba a ser su “OK Computer”. “Hay gente que se lo busca”, pensé. O como dice el agente Santos Trinidad en “No habrá paz para los malvados” (la reseña en unos días, prometido): “te estás ganando una hostia...”


Fue esta curiosidad malsana la que me llevó a acercarme al cuarto largo de los ingleses con más morbo que auténtico interés musical. Se llama “verlos caer” y está feo, lo sé, pero reconoced que era una perspectiva tentadora. La sorpresa fue mayúscula cuando ya el primer corte del álbum, un “Let's roll just like we used to” que suena más a The Last Shadow Puppets que a los artífices de “Club foot”, vino a advertirme que mis prejuicios no iban en la dirección correcta. A partir de ese arranque cautivador, “Velociraptor!” es siempre más y mejor. Conjugando la psicodelia alla Sgt. Pepper (mención a cierta “Lucy in the sky” incluida) con ramalazos orientalistas y con un pulso electrónico que vincula este disco con sus esfuerzos anteriores, Pizzorno y cía. redondean un trabajo destinado a suponer un antes y un después en su, hasta ahora, discreta discografía (en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, claro).


No hay altibajos en estos 50 minutos de rock ecléctico que hermanan el pasado con el presente como si fuera lo más fácil del mundo, que te golpean desde los auriculares con pedradas como “Days are forgotten” o “Velociraptor!” (que podría ser, si me apuráis, la nueva canción favorita de Calvin & Hobbes), amén de esa “Re-wired” cuyos violines finales le elevan a uno a un estado de éxtasis musical.

Y no, por supuesto que no es “OK Computer” (¿algún disco lo es?), pero con ser “Velociraptor!” va más que sobrado.

(Y yo me pongo ya mismo a repasar su discografía previa, que temo que se me haya escapado algo importante por el camino...)

lunes, septiembre 26, 2011

Malick desatado

Debo confesar que no tenía planeado escribir esta entrada ahora. Hoy, quiero decir. Ni posiblemente hasta dentro de unos días.


Hace apenas unas horas vi en el cine “El árbol de la vida”, la última película del realizador estadounidense Terrence Malick, aplaudida y abucheada por la crítica, vituperada y ensalzada por el público, víctima (sí, creo que ésa es la palabra) de una de las maniobras comerciales más abyectas de que tengo noticia por parte del gremio de proyeccionistas de cine (una pequeña parte de él, al menos). “Hace apenas unas horas”, como decía, no es tiempo suficiente para asentar en mi cabeza el carrusel de ideas y sensaciones que la cinta me ha inoculado. Pero he aquí que me meto en cama hace un buen rato, tratando de dormirme cuanto antes para poder aprovechar la mañana de un lunes desde que cante el gallo (metafóricamente hablando, ya me entendéis), y descubro para mi propio espanto que esas mismas ideas y sensaciones que pretendía ordenar en un futuro próximo me atormentan ya mismo y no me dejan conciliar el sueño ni a tiros.

Es cierto que, para solventar este tipo de inconvenientes, los hombres (los varones, no el género humano en general) tenemos a mano una medida algo drástica pero tremendamente eficaz. Sin embargo, la cinta de Malick también ha debido afectar de alguna manera a mi libido: algo debe haber en sus demiúrgicas visiones cósmicas y en sus subyugantes retratos de lo cotidiano que me ha provocado (espero que sólo temporalmente) una inexplicable y chiclosa indiferencia hacia el pecado de Onán.


Total, que no puedo pegar ojo. Lo cual no deja de ser irónico: la misma película que tantos bostezos ha provocado entre un importante sector del público a mí me produce insomnio. Excluido el auto-amor como método somnífero y siendo consciente de que escuchar música no hará más que aumentar mi desvelo y que contar ovejas siempre me ha puesto de una considerable mala leche, me decido a exorcizar el espíritu de Malick que me tiene poseído apurando la reseña de “El árbol de la vida” aún a sabiendas de que estas primeras impresiones serán demasiado tempranas y posiblemente no se parezcan en absoluto (o tal vez sí, quién sabe) a lo que opinaré mañana al despertarme. O dentro de una semana. O el año que viene.

“El árbol de la vida” es la quinta película dirigida por Terrence Malick, una suerte de J. D. Salinger del celuloide: su carácter profundamente tímido y reservado, su fobia a los flashes y las presentaciones en sociedad y su escueta filmografía (para un tipo que lleva dirigiendo largometrajes desde 1973; con un hiato de veinte años entre “Días del cielo” y “La delgada línea roja”, además) no han logrado sino engrandecer su leyenda de poeta ermitaño, de autor desclasado que navega a contracorriente. Leyenda que posiblemente engorde de forma sustancial gracias a esta inclasificable nueva cinta, que además le ha reportado la codiciada Palma de Oro en el último Festival de Cine de Cannes.


“El árbol de la vida” es puro Malick desatado, la plasmación megalomaníaca de todas sus filias y fobias, de sus tics como realizador; un catálogo exhaustivo y a veces exasperante de sus obsesiones recurrentes. La grandilocuencia de “La delgada línea roja” y “El nuevo mundo”, películas de envergadura sobrecogedora filmadas sin asomo de humildad, abraza en “El árbol de la vida” una dimensión superior. La cinta pretende ejercer de compilación definitiva sobre lo que la vida es. Así, a lo bestia.

Lo milagroso, lo inimaginable, es que por momentos lo consigue.


Pese a que existe un discurso perfectamente reconocible y un atisbo de estructura narrativa convencional (presentación-nudo-desenlace, aunque estos no se desgranen de forma lineal), no es “El árbol de la vida” una película que pueda (ni deba) medirse por el rasero con el que uno analiza el cine que habitualmente llega a nuestras pantallas. No pretendo deslegitimar cualquier posible crítica hacia la película ondeando el consabido “fulano puede hacer lo que quiera porque es fulano” (sustitúyase fulano por Kubrick, Bergman, Tarkovski o cualquier otro cineasta de culto), pero sí es cierto que cada propuesta cinematográfica plantea un diálogo específico con el espectador, según unas reglas y códigos que deben asimilarse de forma voluntaria, y que fuera de ese diálogo es imposible sustraer el mensaje concreto que el realizador propone (o lo que es lo mismo: no se puede desestimar alegremente la validez del cine de David Lynch con la excusa de que a alguien no le gusten las películas en las que se confunden lo real y lo imaginario; si acaso, se puede concluir que esa persona se ha negado a entrar en el juego del canadiense... y tanto peor para ella). Esto no implica, ojo, que dentro de ese idioma compartido entre realizador y espectador, el segundo no pueda sentirse decepcionado, asqueado o aburrido ante lo que el primero le está contando.


Si atendemos a su dimensión técnica, no me parece descabellado afirmar que “El árbol de la vida” es, con toda probabilidad, una de las películas más importantes en lo que llevamos del siglo XXI. El trabajo del director de fotografía Emmanuel “El Chivo” Lubezki (colaborador habitual de Alfonso Cuarón, artífice del alucinante aspecto ceniciento de cada fotograma del “Sleepy Hollow” burtoniano y responsable del fascinante acabado visual del anterior film de Malick, “El nuevo mundo”) sencillamente se sale de las escalas. Tanto es así que me siento tentado a calificar su implicación en la película como co-autoría. Malick y Lubezki capturan la luz y las formas de un modo tan hermoso que resulta inevitable descubrirse hipnotizado ante la arrolladora potencia visual del film. Si a ello le sumamos una portentosa banda sonora que saca el máximo partido al talento compositivo del emergente Alexandre Desplat, sumando su contribución a un repertorio de clásicos y no tan clásicos intachable (piezas de Preisner, Smetana o Couperin), obtendremos una experiencia estética sin parangón: “El árbol de la vida” es belleza destilada.


Contra todo pronóstico (al menos si no se conoce la filmografía previa de Malick), este titánico esfuerzo audiovisual (el cómo) no se supedita a lo que el cineasta tejano nos relata en el argumento del film (el qué). Aquí el cómo es parte indisoluble del qué, porque el tema central de “El árbol de la vida” es la propia belleza del ser; de lo que es, de todo lo que existe. Desde el origen del universo, la formación de galaxias y supernovas y la aparición de los primeros organismos unicelulares, hasta las lágrimas de un niño, el tacto de una brizna de hierba o la textura rugosa del tronco de un árbol, la película desprende eso que los angloparlantes denominan “sense of wonder”. “El árbol de la vida” se recrea en el mismo sentido atávico y panteísta que Malick oponía en “La delgada línea roja” y “El nuevo mundo” a los materialistas y deshumanizados avances de la civilización, aquí representados por un Sean Penn cuyo personaje, un ¿arquitecto? ¿ejecutivo? ¿empresario? de éxito que se siente vacío y alienado en el laberinto urbano de cristal y hormigón, añora la sencilla felicidad de la infancia, por mucho que ésta estuviese contaminada por una aterradora figura paterna encarnada en un sobresaliente Brad Pitt (cada vez más alejado del estereotipo de actor guaperas que cobra por lucir palmito en pantalla). En oposición a este padre perfeccionista y tiránico que representa la lucha constante que impera en el orden natural, el personaje de Penn reencuentra la ternura de su niñez en una presencia materna (conmovedora Jessica Chastain, haciendo doblete en la actual cartelera con la entretenida "La deuda") que personifica la gracia divina (los valores del mundo espiritual) y en la conexión emocional con un hermano menor, fallecido años después en circunstancias desconocidas para el espectador.


La mayor virtud de “El árbol de la vida” es su capacidad para generar diferentes preguntas y reflexiones en el interior de cada persona; provocar un picor emocional que obligará a más de uno a rascarse el alma (o como sea que prefiráis llamar al intangible entramado de sentimientos y vivencias que determinan nuestras alegrías, frustraciones, nostalgias y demás estados de ánimo) en recovecos que quizás no visitaba desde largo tiempo atrás.

Con todo, espero que no se confunda mi innegable entusiasmo con un veredicto absolutamente favorable: la película está casi tan provista de aciertos como de inconsistencias. Así, posee un ritmo errático, un montaje brusco que más parece responder al capricho del director que a un criterio coherente y razonado, bordea el ridículo en ocasiones y resulta reiterativa en otras, le sobran tal vez varios minutos de metraje y además posee un final demasiado new age para mi gusto (aunque supongo que ése es el más subjetivo de los argumentos). Sin embargo, las raíces de este árbol cinematográfico se entierran tan profundamente en los misterios de la existencia y lo hacen con un lirismo tan cautivador que resulta complicado recordar por largo tiempo sus errores sin que la contundencia del conjunto los desdibuje y termine por tornarlos hasta cierto punto irrelevantes. A cada minuto transcurrido desde su visionado, la película crece más y más en mi recuerdo.


Como una sinfonía o un poema abstracto, “El árbol de la vida” puede resultar indescifrable o soporífera para algunos, y no conviene en este caso establecer categorías entre buenos y malos espectadores. Todos aquellos que hayan decidido entrar en el juego de Malick tienen derecho a sentirse fascinados o insultados por su creación. No se trata, pues, de dirimir quién es más gafapasta, quién más sensible y quién está más embrutecido. Todas las opciones son perfectamente válidas, pues “El árbol de la vida” posee la rara virtud de ser una película distinta para cada espectador y, muy probablemente, una película distinta en cada nuevo visionado. A muchos, espero, les resultará deprimente o alentadora, se les revelará condena nihilista de la existencia humana o redentora demostración de los valores de la fe en un algo superior (llámesele Dios, Alá o Gaia), les parecerá que contiene la clave de lo que significa la vida en todas sus facetas o les dejará instalado en el cuerpo un sentimiento de vacío y soledad que les impida conciliar el sueño en una otoñal madrugada de domingo a lunes. Pero les llegará de un modo u otro.

Si tengo que elegir mi postura, prefiero sintetizarla con esta línea de su guión, tan sencilla como rotunda: “la única forma de ser feliz es amar.”


Y ahora, con vuestro permiso, voy a comprobar si puedo por fin volver a izar la mayor.

viernes, septiembre 23, 2011

Efemérides

Un 23 de septiembre, en el año 1846, los astrónomos Urbain Le Verrier y John Couch Adams descubrían el octavo planeta de nuestro sistema solar, Neptuno.

Un 23 de septiembre, en el año 1926, venía al mundo en Carolina del Norte el saxofonista de jazz John Coltrane. Cuatro años después hacía lo propio the Genius, Ray Charles, en Georgia. Diecinueve años más tarde, Bruce Springsteen nacía para correr en Nueva Jersey.

Un 23 de septiembre, en el año 1939, moría en Londres el padre del psicoanálisis Sigmund Freud. El mismo día, pero en 1974 y en Santiago de Chile, fallecía el célebre poeta Pablo Neruda.

Un 23 de septiembre, en el año 1943, Benito Mussolini fundaba en Saló la República Social Italiana. Esto sucedía exactamente treinta años antes de que Juan Domingo Perón, derrocado por un alzamiento militar en 1955, resultase reelegido presidente de Argentina con un 62% de los votos.

Un 23 de septiembre, en el año 1980, el músico Bob Marley ofrecía en Pittsburgh el último concierto de su vida.

Un 23 de septiembre, en el año 2006, servidor escribía esto y daba así por inaugurado el blog que ahora mismo lees. Desde entonces han pasado cinco años; cinco años que a veces parecen toda una vida y a veces un fugaz parpadeo...

“...and it was cold and it rained so I felt like an actor
And I thought of Ma and I wanted to get back there
Your face, your race, the way that you walk
I kiss you, you're beautiful, I want you to walk

We've got five years, stuck on my eyes
We've got five years, what a surprise
We've got five years, my brain hurts a lot

jueves, septiembre 22, 2011

Descubriendo a My Morning Jacket

“Oh ooh ooh oh oooh ooh oooh oooooooh oooh ooooh
Yeay yeay yeay yeay yeay yeay yeay yeooooh

It's a darkness you can't deny
But it don't belong in a grown up mind
Suppose you'll find this place in a youngster's eyes
Coming into life you needn't cry
But as a boy you gotta let it go
Or it will cross the permanent threshold
You know you'll find out something is good
Oh black metal you're so misunderstood
(...)”


Pese a que My Morning Jacket acumulan ya más de trece años de trayectoria musical y a que la crítica había sido bastante elogiosa con sus álbumes “Z” (editado en 2005) y “Evil Urges” (aparecido en 2008), no ha sido hasta la publicación del reciente “Circuital” que un servidor se ha interesado por el trabajo de la formación de Louisville, Kentucky. Por consiguiente, me resulta imposible comparar las composiciones contenidas en este último LP con el sonido previo de la banda, y cualquier conclusión a la que pueda llevaros esta reseña debe entenderse como algo aislado y no extrapolable al resto de su discografía.

“Circuital” es un disco de rock reposado, melódico, elegante y discreto. Transita por senderos conocidos y no supone en ningún caso un ejercicio de vanguardia o transgresión. Tanto es así que corre uno el riesgo de infravalorarlo injustamente después de una primera escucha. Si uno se obceca en destacar los lugares comunes que pueblan el álbum por encima de su solidez compositiva y su ingenio soterrado, probablemente se perderá el crescendo de épica sutil que abre la función en “Victory dance” o la acertada disolución de aquélla en el corte que da nombre al disco, un anti-single de más de siete minutos de duración que posee el encanto del Ryan Adams de “Gold” guiñándole un ojo a los primeros Radiohead.


Así, sin estridencias ni sobresaltos, “Circuital” avanza a través de tonadas de fácil escucha pero lenta digestión que se revelan más y más valiosas en cada sucesiva revisión. No se perciben cortes de relleno ni grandes altibajos, tampoco bruscos cambios de marcha ni temas que sobresalgan del conjunto. Salvo uno: esa pedrada guitarrera con coros explosivos cuyos versos abren esta entrada y cuyo título es “Holdin on to black metal”. Una favorita inmediata, tan pegadiza como difícil de aburrir.

“Wonderful (the way I feel)” es una bonita balada de sensibilidad country adornada con un estribillo impecable; “Outta my system” se apoya con inteligencia en un sencillo y eficaz riff de guitarra y un trabajo vocal que remite a los Beach Boys, y “First light” aporta una luminosidad pop casi británica que ahonda en la homogénea variedad del conjunto.


Para el fin de fiesta, “Circuital” se reserva una pista con aroma oldie, “Slow slow tune”, que (pormenores de producción aparte) tanto podría haber sido interpretada hace medio siglo por el Elvis Presley más almibarado como hace apenas unos meses por el Bradford Cox (nombre real tras el alias artístico Deer Hunter) de “Halcyon Digest”, y una preciosa composición de piano, “Movin away”, que cierra el disco con la misma comodidad y parsimonia imperante en casi todo su minutaje.

Irónicamente, tal vez sea esta asequibilidad para el oyente la que pueda jugar en contra de “Circuital”. Pareciera que el disco se empeñe en no dar nunca la nota, en ser tan elegantemente discreto y estar tan alejado de la extravagancia desmesurada que otras propuestas más petardas alimentadas por el hype enarbolan sin rubor, que “Circuital” tire por la borda sus opciones para ser considerado uno de los grandes álbumes de este 2011 solamente por sus méritos musicales. Méritos de los que, por cierto, puede presumir con la cabeza bien alta.

lunes, septiembre 12, 2011

Preestrenos: "Arrietty y el mundo de los diminutos"

El desfile de preestrenos continúa en Nuestros Comics y servidor reseña esta vez la nueva película del venerado Estudio Ghibli, la factoría de sueños que dirige el maestro Hayao Miyazaki ("Porco Rosso", "La princesa Mononoke", "El viaje de Chihiro"). Aunque en "Arrietty y el mundo de los diminutos" el genio nipón se reserva solamente las funciones de productor y guionista, su sensibilidad estética y su sabiduría emocional impregnan cada escena de esta fantasía animada a la nostálgica manera tradicional.


Para leer mi opinión sobre el film, que se estrena en España el próximo viernes 16 de septiembre, no tenéis más que hacer click aquí.

domingo, septiembre 11, 2011

Publicistas on the rocks

Con la imparable evolución que la ficción televisiva ha venido experimentando en lo que llevamos de milenio, más y más géneros y temáticas han ido dando el salto desde el cine, la literatura, los tebeos y la propia realidad hasta el marco rectangular de la pequeña pantalla. Con todo, parece claro que hay ambientes y estilos que resultan más atractivos y fáciles de adaptar a la caja-ya-no-tan-tonta que otros más indefinidos y correosos. De ahí surge, en primer lugar, mi rotunda admiración hacia “Mad Men”, el drama catódico donde un grupo de publicistas en la Nueva York de los años 60 reflejan el sentir de un lugar y un momento histórico tan bien plasmados como, a priori, poco tentadores para un espectador que ya se siente cómodo entre el argot médico-forense de los procedimentales policiacos o el cliffhanger constante de las descalabradas fantasías to be continued.


Creada por Matthew Weiner, uno de los cerebros tras el éxito de la superlativa “Los Soprano”, y punta de lanza de la oferta de la cadena norteamericana AMC (la misma que produce “The Walking Dead” y “Breaking Bad”), “Mad Men” narra el día a día en la agencia de publicidad Sterling & Cooper, sita en la calle Madison de la Gran Manzana (ojo al triple juego de palabras: “Mad Men” significa tanto “hombres locos” como “hombres de la avenida Madison” y tiene además una sonoridad muy próxima a “ad men”, “hombres anuncio”). El director creativo de la empresa, Don Draper, es un tipo elegante y reservado, inteligente y calculador; un marido y padre de familia aparentemente ejemplar cuya ambición profesional y fisionomía de mandíbula cuadrada (la del actor en estado de gracia Jon Hamm, visto en cines en la fallida “The Town: ciudad de ladrones”) parecen salidas de un sueño húmedo de Ayn Rand. No obstante, Don guarda un secreto que, de hacerse público, podría derribar el cómodo universo personal que ha sabido construirse a su alrededor.


[Interludio primero: resultan notables algunos paralelismos argumentales entre “Los Soprano” y “Mad Men”, posiblemente fruto de la activa involucración en ambas de Weiner, aunque también debidos, sencillamente, a que las dos son producciones que cubren un amplio abanico de aspectos de la vida diaria como las sociedades conyugales, la educación de los hijos, el cuidado de los mayores, la necesidad de destacar en un organigrama con escalones profesionales muy específicos o el siempre candente tema de la homosexualidad en un entorno intolerante.]


Tras la arriesgada elección del trasfondo argumental de la serie, lo segundo que llama la atención en ella es su cuidadísima puesta en escena, recreando de forma milimétrica la moda y los cánones estéticos que imperaban en la Nueva York de principios de los sesenta. El mimo puesto en el diseño de producción de “Mad Men” (patente ya desde los magníficos títulos de crédito) es a todas luces asombroso, hasta el punto de que el reparto al completo parece teletransportado desde los días previos al duelo electoral Kennedy-Nixon hasta un plató de rodaje del siglo XXI en una suerte de máquina del tiempo alla H. G. Wells.


De un tiempo a esta parte vengo reflexionando sobre las dos formas en que las series de televisión establecen su atractivo ante el público: o bien mediante una trama rocambolesca poblada por personajes simples y arquetípicos (ahí entrarían títulos como “Lost” o “Prison break”), o bien mediante una trama relativamente simple asentada en psicologías muy complejas y en constante evolución (y ahí tendríamos a “Los Soprano” o “A dos metros bajo tierra”). “Mad Men” se adscribe sin ningún género de dudas a esta segunda categoría. Al protagonista principal (que en ocasiones se limita a ejercer de argamasa argumental para el resto de subtramas) se suman una legión de secundarios tan antipáticos y falsamente glamourosos como el ambiente profesional en el que desempeñan sus quehaceres cotidianos. January Jones (vista recientemente en “X-Men: Primera Generación” como Emma Frost) da vida a Betty, la frustrada y voluntariosa mujer florero de Don; Vincent Karthesier es Pete Cambell, la sabandija “trepa” y sin escrúpulos que hará lo que sea para ganarse el favor de su secretamente idolatrado jefe; Elisabeth Moss interpreta a la mojigata secretaria novata Peggy Olson, un personaje con un arco dramático tan complejo como brillantemente desarrollado, y Christina Hendricks (aquella irresistible Saffron en la “Firefly” de Joss Whedon y a la que muy pronto veremos en la prometedora "Drive" de Nicolas Winding Refn) encarna a la ES-PEC-TA-CU-LAR Joan Harris , autoproclamada maestra jedi de Peggy tanto en labores profesionales como en otros menesteres de naturaleza oficiosa. Sin olvidarnos de mi secundario favorito, Roger Sterling (sublime John Slattery, partícipe en la interesante fábula de ciencia-ficción romántica "Destino oculto"), hedonista consumado y bon vivant profesional que ejerce de cínico Lord Henry Wotton para ese Dorian Gray de traje y corbata que es Draper, atormentado por un lienzo de secretos que le impide disfrutar de los pequeños placeres que la vida ofrece (un habano, una copa de whisky, dos actrices gemelas correteando borrachas a cuatro patas por la moqueta de un despacho). De haber vivido en nuestros tiempos, sin duda a Oscar Wilde le habría entusiasmado “Mad Men”.


Pese a sus evidentes virtudes, no es ésta una serie especialmente accesible. Por un lado, el crudo reflejo de la trasnochada ideología que profesan sus personajes podría herir la sensibilidad de algunos espectadores bienpensantes: los muchachos de Madison Avenue son unos machistas, clasistas, racistas y homófobos redomados y su sociedad los premia e idolatra por ello. Casi todas las mujeres de la serie se conforman alegremente con su rol reproductivo y su sumisión absoluta a los designios del macho alfa, preocupándose básicamente por salir guapas en la foto de familia y mejorar su receta del pavo relleno para la cena de Acción de Gracias. Hay muy poco margen para la empatía en el desagradable catálogo de personajes que pulula por las oficinas de Sterling & Cooper.


[Interludio segundo: leí hace poco, mientras mataba una espera en la peluquería, una entrevista concedida por Luis Bassat a la revista FHM en la que el famoso publicista (y eterno candidato a la presidencia del Barça) declaraba al respecto de “Mad Men”: “vi el primer capítulo y no lo pude soportar... porque es verdad”. (Podéis leer toda la entrevista aquí, por cierto).]

Por el otro lado, los primeros capítulos de “Mad Men” son un plato de digestión lenta y pesada que no permiten anticipar las excelencias que el resto de episodios tienen reservadas para el espectador recién llegado. Tanto es así que yo recomendaría asumir las, al menos, cinco primeras entregas de la primera temporada como un peaje necesario para poder luego disfrutar de una serie que mejora exponencialmente capítulo a capítulo y temporada a temporada. Sé que suena a consejo de Nick, el percebe geek, pero creedme cuando os digo que merece mucho la pena este esfuerzo inicial. Si la primera tanda de capítulos es lenta pero finalmente muy satisfactoria, la segunda se dispara hasta la división de honor de las ficciones catódicas y la tercera culmina con un episodio a la altura de los mejores momentos de la citada “Los Soprano” o de “The Wire”.


[Interludio tercero y último: antes decía que hay al menos dos categorías en las que ubicar las series de televisión dependiendo de la complejidad o simplicidad de su argumento y personajes. Existen, además, otros dos subconjuntos obvios: series con tramas facilonas y personajes unidimensionales, cuyos ejemplos son legión, y al menos una con una trama tan endiabladamente compleja como psicológicamente poliédricos son sus protagonistas. Me refiero a mi reverenciada y aún no superada “The Wire”, of course).]

No he comenzado a ver aún la cuarta temporada de “Mad Men”, pero entendidas las tres primeras como un todo indisoluble (el final de la tercera supone un importante punto y aparte para el status quo del programa), encuentro en ellas todo lo que me lleva a concluir que hoy por hoy la ficción televisiva se ha convertido en el mejor vehículo para el desarrollo de historias complejas e inteligentes de largo recorrido. Series como ésta, “Treme” o “Boardwalk Empire” manifiestan el maravilloso momento que la pequeña pantalla vive como el medio narrativo más fértil e inspirado de nuestra época.

Ay, bendita TV...

sábado, septiembre 10, 2011

Pedro Almodóvar: vicios y virtudes

El “sello autoral” puede ser un arma de doble filo. Realizadores como Quentin Tarantino o Tim Burton pueden hacerte pasar del amor al odio al permitir que su ego de “grandes creadores” se imponga a su talento real (que no es poco) buscando el aplauso de sus incondicionales a través de la autorreferencia y no, simplemente, del buen hacer cinematográfico.


En el caso de Pedro Almodóvar, nuestro Pedro, reconozco que nunca sé qué esperarme de cada uno de sus nuevos trabajos. Pese a que estoy más al tanto de su filmografía reciente que de sus primeras obras (lo sigo de cerca desde el estreno de la olvidable “Carne trémula” pero apenas he visto un par de sus films anteriores), ya me he acostumbrado a la calculada progresión estética y narrativa de su personal estilo y a su desconcertante irregularidad en el terreno de los resultados. La tónica general es que cada película de Almodóvar puede ser fascinante o aborrecible sin que nada me predisponga, a priori, a aguardar ni lo uno ni lo otro.


“La piel que habito”, su último título hasta la fecha, es una apuesta arriesgada que camina sobre un alambre de superficie mínima que separa al potente thriller que aspira a ser del ridículo esperpento en que amenaza con convertirse por momentos. Su argumento, libremente inspirado en la novela “Mygale” (“Tarántula”) de Thierry Jonquet y del que no conviene desvelar demasiado para no estropear la experiencia a quien aún no haya visto el film, contiene un montón de elementos aparentemente irreconciliables (bioética y ciencia-ficción, traumas familiares, voyeurismo, Pigmalión y Galatea, síndrome de Estocolmo, violencia de género...) imbricados en una perversa trama poblada por personajes al borde del abismo (e incluso un paso más allá).


De una potencia visual innegable, “La piel que habito” se vale también de un reparto entregado en el que destacan con fuerza tres nombres propios: Antonio Banderas como un hierático cirujano plástico híbrido entre Pedro Cavadas y el monstruo de Amstetten, Marisa Paredes como la solícita sirvienta del anterior y una soberbia (y bellísima, aunque eso no sea novedad) Elena Anaya como la paciente/rehén de los dos primeros. El resto del reparto incluye a otros conocidos intérpretes como Eduard Fernández (al que desgraciadamente vemos más bien poco en pantalla) o los televisivos y ascendentes Jan Cornet y Blanca Suárez, en breves pero relevantes papeles.


Al habitual cuidado estético con que Almodóvar mima todas y cada una de sus producciones se añade también una ecléctica banda sonora que conjuga el buen hacer compositivo de su colaborador habitual Alberto Iglesias con una interesante selección de canciones ajenas (mi gran descubrimiento al respecto fue este “Between the bars” de Chris Garneau) y con la participación de la cantante Concha Buika, protagonista de la consabida escena con música diegética que viene de serie en cada título del manchego.

En sus mejores momentos (que se concentran, sobre todo, en el tercio central del film), “La piel que habito” es una experiencia turbadora e hipnótica, asentada en un concepto tan malsano como atractivo (dentro del contexto de la ficción cinematográfica, claro) y desplegada con una inteligencia expositiva que hace de cada interrogante un morboso anzuelo y de cada salto temporal un motivo de alegre incertidumbre. Es en esos instantes donde todo funciona a las mil maravillas y un servidor se olvida del nombre del director y de los actores para, sencillamente, disfrutar de unas interpretaciones notables (pese a la teatral sobreactuación de Marisa Paredes), una puesta en escena rotunda y una narración que atrapa desde los primeros compases.


Sin embargo, pequeñas pero indigeribles erupciones de egomanía por parte del realizador irrumpen cuando uno menos se lo espera para recordarme que no estoy viendo simplemente una buena película, sino que me encuentro ante (oh, genialidad) “una película de Pedro Almodóvar”. Son sus tics bizarros e improcedentes, como ese delincuente brasileño que parece recién salido de un single de Hidrogenesse o ese lamentable diálogo final que echa por tierra mis expectativas de una conclusión a la altura lírica de las escenas precedentes, los que me sacan totalmente de la película y hacen que maldiga al director de las excelentes “Volver” y “Hable con ella” por no saber supeditar sus ínfulas de notoriedad autoral al buen resultado de una cinta que hubiera podido ser redonda si prescindiese de estas estomagantes salidas de tono.


Quizás al almodovariano de pro le resulten estimables estos arranques de auto-condescendencia, pero en mi cabeza sólo se traducen en la formulación de un deseo imposible, truncado desde su misma concepción: ¡qué película habría logrado Park Chan-wook con estos mismos mimbres!

viernes, septiembre 09, 2011

Miércoles pijameros

Es bastante probable que si a un lector de tebeos de la década de 1960 le plantásemos ante las narices alguno de los títulos más o menos candentes que las majors norteamericanas del sector (Marvel y DC) publican mensualmente en la actualidad, la actitud trasnochada de los super-héroes modernos se le antojase cínica, antipática e ideológicamente deleznable. No es preciso ser un gran observador para advertir que, salvo en muy contadas excepciones, el excitante sentido de la maravilla y la colorida alegría pulp que durante muchos años fueron el pilar sobre el que se erigía el género brillan por su ausencia en los oscuros e hiper-violentos tiempos del crossover perpetuo y la ultimatización molona de turno.

Portada de la edición española en un solo tomo de "Wednesday Comics".

Tal vez por eso DC Comics decidió hace un par de años, por iniciativa del editor Mark Chiarello, recuperar el sabor añejo y entrañable que una vez fue seña de identidad de las aventuras de sus personajes más destacados en una cabecera de periodicidad semanal que emulase el estilo de las publicaciones que, con sus Flash Gordon y sus Prince Valiant, décadas atrás alegraban las mañanas del domingo a niños y no-tan-niños. Trasladando el día de venta al miércoles, la editorial propietaria de personajes tan icónicos como Batman o Superman lanzó una docena de entregas de estos “Wednesday Comics”, conteniendo cada ejemplar 15 páginas, protagonizada cada plancha a su vez por un héroe diferente en una aventura en constante “continuará”.

Superman en versión de Lee Bermejo.

Contando con algunos de los mejores dibujantes de que el tebeo norteamericano puede presumir en la actualidad y puestos éstos al servicio de unos guiones que van desde lo anodino hasta la sublimación del concepto super-heroico, los “Wednesday Comics” que hace poco fueron recopilados en España por Planeta de Agostini consiguen capturar el espíritu inocente y desenfadado que guionistas como Frank Miller, Warren Ellis o Mark Millar se han encargado de dilapidar a conciencia en el último cuarto de siglo (a veces, eso sí, con resultados maravillosos).

Green Lantern visto por Joe Quiñones.

Pese a que la irregularidad sea la nota dominante, las páginas protagonizadas por Superman, Green Lantern, Metamorfo, Adam Strange y Flash suponen un perfecto ejemplo de por qué los héroes con leotardos no necesitan integrarse necesariamente en un mundo tan deprimente y hostil como el real para resultar cercanos, siendo a veces más satisfactorias sus aventuras cuanto más se dejen éstas llevar por la imaginación desatada y menos se planteen otro objetivo que el de evadir al lector durante unos minutos de sus preocupaciones terrenales. Ayuda, por supuesto, que los ilustradores Lee Bermejo, Joe Quiñones, Mike Allred, Paul Pope y Brenden Fletcher hayan firmado para la ocasión unas planchas dignas de figurar en un museo de arte moderno, resultado obvio de una libertad en las fechas de entrega que permite el lucimiento del artista sin imponerle los habituales plazos inhumanos con los que el profesional que trabaja para el mercado mainstream debe lidiar habitualmente.

La palma, tanto por guión como por dibujo, se la lleva la deliciosa historia protagonizada por Kamandi, escrita por Dave Gibbons y dibujada por Ryan Sook, que se asemeja bastante a lo que podría haber sido “El planeta de los simios” plasmado sobre el papel por el titánico talento de Harold Foster.

Las aventuras de Kamandi, según la "fosteriana" interpretación de Ryan Sook.

Tampoco el Deadman de John Arcudi y Vinton Heuck, el Hawkman de Kyle Baker, los Jóvenes Titanes de Eddie Berganza y Sean Galloway o la inesperada asociación entre Demon y Catwoman que proponen Walt Simonson y Brian Stelfreeze debieran pasar desapercibidos al lector deseoso de alegres fantasías intrascendentes. Sin llegar al altísimo nivel de los mejores relatos recogidos en esta antología, son dignas muestras del potencial que estos personajes pueden desarrollar cuando son tratados con el cariño y respeto que sus largas trayectorias editoriales sin duda debieran suscitar.

Flash se enfrenta a Gorilla Grodd en una historia dibujada por Karl Kerschl y coloreada por Dave McCaig.

Menos alabanzas se merecen las interpretaciones de Batman en manos de Azzarello y Risso, Supergirl a cargo de Jimmy Palmiotti y Amanda Conner, el Sargento Rock en versión de Adam y Joe Kubert o los Metal Men re-imaginados por Dan DiDio, José Luis García-López y Kevin Nowlan. El problema, como ya habrá imaginado el lector que conozca las virtudes de todos los dibujantes mentados, no estriba desde luego en la dimensión gráfica de las historietas, sino en el escaso acierto de sus responsables literarios a la hora de desarrollar los guiones de las mismas. En unas ocasiones se trata de un error en la aproximación a la mitología del personaje (como en el caso de Azzarello, que se olvida del componente super-heroico del héroe gothamita para plantear un relato que bebe más de James M. Cain o Raymond Chandler que de Bob Kane o Dennis O'Neil). En otras, simplemente, de un planteamiento argumental poco ambicioso y torpemente desarrollado.
Me dejo para el final el particular caso de “Wonder Woman”, escrito e ilustrado por Ben Caldwell, y que adolece más que ningún otro título de la reducción en el tamaño de la edición publicada por Planeta. El dibujo del animador norteamericano es tan bonito como densa y farragosa su propuesta narrativa, resultando su historieta una de las más gratificantes de ojear y, sin embargo, la más pesada para leer de cuantas componen esta colección de relatos.

El prestigioso artista indie Paul Pope ofrece su visión de Adam Strange. Los mandriles azules siempre molan.

“Wednesday Comics” funciona estupendamente como catálogo artístico, como objeto fetiche y como soporte para unas cuantas aventuras super-heroicas que harán las delicias de los lectores más atacados por la nostalgia, aunque posiblemente su acusada irregularidad y su elevado precio lo conviertan en una opción poco recomendable para quien no esté dispuesto a contemplar este material con la mirada inocente y fantasiosa que los iniciadores del género imprimieron al amanecer del súper-hombre pijamero.

Confieso que a mí, por momentos, me ha hecho terriblemente feliz.

martes, septiembre 06, 2011

Preestrenos: "Stella"

Aunque no es de mi agrado saturar El Abismo con tantas entradas seguidas sobre un mismo asunto, la concentración en el tiempo de un buen puñado de pases de prensa a los que he podido asistir como representante de "Nuestros Comics" me obliga a actualizar por tercera vez consecutiva con un enlace a dicha web. En esta ocasión la película reseñada es "Stella", una agridulce visión de la infancia a cargo de la directora francesa Sylvie Verheyde.


Para conocer mis impresiones sobre el film, que se estrena en España el próximo 8 de septiembre, no tenéis más que hacer click aquí.

domingo, septiembre 04, 2011

Preestrenos: "Noche de miedo"

Mi más reciente colaboración con la web "Nuestros Comics" tiene como objeto de reseña otro de esos remakes que Hollywood está calzando sin asomo de vergüenza en las carteleras de medio mundo. En esta ocasión la película revisitada es "Noche de miedo", un serie B vampírico dirigido en 1985 por Tom Holland. La nueva versión, protagonizada por Anton Yelchin, Colin Farrell y Toni Colette, se estrena en los cines de nuestro país el próximo 9 de septiembre, aunque vosotros podéis conocer hoy mismo mis impresiones sobre la cinta haciendo click aquí.