miércoles, abril 27, 2011

Tetas, culos y pseudomúsica

No se me malinterprete, por favor: me gustan las mamellas y los cacas tanto o más que a cualquier otro varón adulto heterosexual (bueno, quizás un poco menos que a Don Silvio), pero de un (buen) tiempo a esta parte tengo un empacho considerable. Sobre todo en el ámbito musical.

Cantantes monas las ha habido siempre, claro. La belleza es un recurso de marketing muy valioso. No obstante, si pensamos en voces femeninas célebres anteriores a los años 90, encontraremos nombres como Ella Fitzgerald, Nina Simone, Aretha Franklin, Joan Baez, Janis Joplin, Tina Turner... estrellas icónicas que no destacaban por su belleza, sino por su talento. ¿Que Olivia Newton John ponía románticos a los modernos de los 70 (creedlo o no: en los 70 ya había modernos)? Sí, claro, la chica estaba de buen ver. Pero ni siquiera las “guapas oficiales” eran tan descaradamente nulas en el aspecto musical, por horteras que resultasen a veces sus hits, como sus contrapartidas actuales.


Y entonces llegó Madonna y se fastidió el invento. Desde la irrupción de la Ciccone, las popstars fueron poco a poco convirtiéndose en zorrones libidinosos vestidos con piezas mínimas de lencería que desarrollaban coreografías con la colaboración de bailarines de abdominales imposibles recubiertos de sudor sexy (que no se parece en nada al sudor de toda la vida, que huele mal y te deja la ropa incómodamente pegajosa). Así, comenzó a finales de los 80 la “escalada de la turgencia” (con cantantes cada vez más jamonas, sin importar demasiado sus virtudes musicales) que nos ha llevado a tener hembras de rompe y rasga en 9 de cada 10 videoclips que se emiten hoy en día en MTV, KissTV, 40TV o cualquier otro canal musical que lleve las siglas TV en su nombre (FlyMusic no, claro, pero por desgracia ya no existe...). Cadenas en las que, por cierto, se censura la palabra “fuck” cuando sale de la boca de un rapero con el torso al aire que se refriega con una gogó despampanante en paños menores... no sea que los niños se lo tomen como una incitación al sexo, virgen santa.


Recapitulemos: ¿Katy Perry? Melafo. ¿Alesha Dixon? Le daba. ¿Beyoncé? ¡Ay, omá qué rica! ¿Rihanna? Pim-pam-toma-lacasitos. ¿Nicole Scherzinger? ¡Maldito Hamilton! ¿Jennifer Lopez? Le bailaba la Lambada. ¿Shakira? ¡Waka-waka! ¿Fergie, Jessica Simpson, Ke$ha? Incluso la demacrada Britney tuvo en su momento para un frotis, que diría Gil Grissom. Sin olvidarnos de todas esas anónimas figurantes que nos alegran la vista en vídeos protagonizados por machos de verdad, auténticos campeones del buen gusto lírico y musical. Ahora bien: ¿cuántas canciones interpretadas por estas señoritas sería capaz de escuchar seguidas antes de darle al enemigo los códigos para descifrar nuestra clave militar ultra-secreta? ¿Dos? ¿Una? ¿Ninguna?


Ay. No las soporto. Ni a ellas ni sus vídeos repletos de tetas y culos. En lugar de excitarme con sus sensuales contoneos y sus letras de mete-saca, no hacen más que irritarme con esas voces digitalmente retocadas, esos planos detalle de los poros de la piel de sus escotes y esos acompañamientos ¿instrumentales? enlatados que magnifican el vuelo (siempre a cámara lenta) de sus melenas resplandecientes.

Por eso me alegra tanto que las cosas le vayan viento en popa a Adele: nº 1 durante 11 semanas seguidas en Reino Unido desde la publicación de su segundo LP, “21”. Que a todo esto me parece un disco estupendo, repleto de canciones bonitas, bien tocadas y producidas, con letras profundas y personales interpretadas por una grandísima voz que derrocha sentimiento en cada estrofa, en cada verso. La voz de una chica que no tiene las medidas imposibles de las divas mainstream, que no baila como una contorsionista del Circo del Sol y que no se rodea en cada vídeo de modelos de Calvin Klein de mandíbula enladrillada. Una chica que me excita (en el más amplio sentido de la palabra) con un solo susurro más que un ejército de pussycat dolls en tanga fregándome el descapotable una soleada tarde de domingo.


Supongo que The Buggles se equivocaban: la estrella de la radio agoniza, pero el vídeo todavía no ha conseguido cargársela definitivamente. Mientras siga habiendo cantantes exitosas como Adele siempre nos quedará una mínima esperanza...

¿Lady Gaga? Esto... pasapalabra.

lunes, abril 18, 2011

Crisis en hipotecas infinitas

“Otro jueves negro en el Wall Street Journal.
Desde el veintinueve la bolsa no hace crack.
Cierra la oficina, crece el desvarío,
los peces se amotinan contra el dueño del río.

En el vecindario, a la hora del rosario,
ni carne ni pescao.
Dame otra pastilla de Apocalipsis Now
Mientras se apolilla el libro rojo de Mao.
(...)”

(Joaquín Sabina, “Crisis”)


Partamos de la base de que servidor está muy pez en economía. Resulta muy fácil decir “ay, ay, la crisis, qué mala está siendo” o “la culpa de todo la tienen los bancos” o, más fácil todavía, “la culpa de todo la tienen los políticos”, y quedarnos tan anchos con nuestra perla de sabiduría, sintiéndonos como si hubiéramos descubierto la pólvora. Supongo que la mayoría de la gente tiene más o menos claras las consecuencias de la crisis (o no, que a largo plazo aún nos queda mucha mierda por tragar); lo que no sé es cuántos de nosotros (el pueblo, digamos, llano) conocemos las causas reales que la provocaron. Por eso el estreno de un documental como “Inside Job”, dedicado a explicar el cómo, el por qué y sobre todo el quién de esta hecatombe económica que hace estragos en cada país que toca, me parece una idea a aplaudir.


Siendo estrictos, “Inside Job” no es una película divertida. Desde luego, Charles Ferguson (su responsable) no es Michael Moore: el segundo suele engordar el mensaje satírico de sus films con retruécanos audiovisuales para provocar comicidad o ridículo, acercándose peligrosamente al estilo poco documental de “El Intermedio” del Gran Wyoming; el primero expone los hechos con mayor precisión, sin dejarse llevar por la tentación de decirle al espectador qué debe interpretar en cada escena. Tampoco le hace falta: “Inside Job” se construye en base a las rigurosas explicaciones de la voz en off de Matt Damon (monocorde y bastante aséptica), a las gráficas que explican las distintas operaciones económicas que hundieron Wall Street (y en consecuencia el resto de la economía mundial), a las imágenes de archivo de las comisiones reguladoras de la situación (con declaraciones de algunos de los responsables de la crisis) y a las palabras de los economistas, ejecutivos y prostitutas (el trinomio brokers-putas-cocaína es un clásico) entrevistados. Sin editar o retocar estas imágenes, la denuncia se desprende ella sola del conjunto: ciertas personas con importantes cargos de orden empresarial y político se enriquecieron (y mucho, una maldita barbaridad) a través de un plan madurado a lo largo de los años (desde la instauración de políticas de menor control sobre la economía hasta las célebres hipotecas sub-prime, pasando por las grandes fusiones de firmas financieras) sabiendo de antemano que a) sus culos estaban a salvo (cuanto mayor era la entidad en bancarrota, más obligado se sentiría el gobierno a rescatarla con dinero público), b) sus productos eran potencialmente perjudiciales para el mercado financiero (e incluso especularon contra su valor a través de derivados) y c) sus contratos les proveerían de indemnizaciones multimillonarias que les garantizarían una vida de lujo mientras el resto del barco (las clases media y baja) se hundiría rápidamente tras el choque del iceberg.


“Inside Job” pone nombre y rostro a estos criminales que actuaron movidos no por la ignorancia o la más absoluta incompetencia, sino por auténtica mala fe: son Alan Greenspan, Larry Summers, Hank Paulson, Richard Fuld o Fred Mishkin, entre muchos otros; tipos cuyos actos son conocidos (el documental no admite dudas al respecto) y sin embargo no sólo no han sido procesados por sus delitos, sino que siguen montados en el dólar, dirigiendo el cotarro (la recuperación económica, qué ironía) desde sus despachos en Wall Street o la Casa Blanca. Porque, en efecto, “Inside Job” también incide claramente en el hecho de que los presidentes son hombres de paja en manos del auténtico poder en la sombra (que está bastante a la luz, por cierto), y que sus asesores financieros, sus tesoreros y demás corte económica no varían entre un gobierno demócrata y uno republicano: siempre están ahí, comiéndole la oreja con sus maquiavélicos planes tanto al pizpireto George W. Bush como al salvador del proletariado Barack Obama.


“Inside Job” es eso que a veces llamamos cine necesario: necesario para que un lego en materia de economía como yo se ponga las pilas y sea capaz de identificar las causas y los culpables de la crisis. Necesario para que, al abandonar la sala con un profundo sentimiento de frustración, rabia e indignación por los hechos que acaba de descubrir, se plantee desterrar su aborregada actitud diaria en el falso estado de bienestar y se pregunte por dónde puede empezar a reconstruir un mundo que está roto, sí, pero que por suerte aún no está muerto. “Inside Job” es la clase de película que, con el público adecuado en frente, puede encender las llamas de una revolución. Ojalá ese público todavía exista.


Una cosilla: acompañando a esta entrada pueden verse varias tiras escritas y dibujadas por Manel Fontdevila, uno de los mejores humoristas gráficos de nuestro país en la actualidad. Sus reflexiones sobre la crisis para el diario “Público” acaban de ser recopiladas por la editorial Astiberri en el libro “La crisis está siendo un éxito”. Se trata de una visión ingeniosa, lúcida y divertidísima de la situación económica actual, absolutamente recomendable. Y si uno no quiere gastarse los eurillos que marca el precio de portada, siempre puede leer esas mismas tiras (y muchas más, relativas a otros temas igual de importantes) en su estupendo blog.

martes, abril 12, 2011

Sinestesia de una distopía polaca

Os ha gustado el título, lo sé. Lo malo es que suena a letra chorra de Mecano y que ahora voy a tener que defender su significado en este texto...

-

Debo confesaros que mi plan bloguero para hoy era colgar una breve crítica de “Angles”, el nuevo disco de The Strokes, esa banda que causó furor hace diez años con su debut “Is this it”. Pero la verdad, ay, es que no sólo he sido incapaz de escuchar el disco entero (me aburría mucho), sino que me he dado cuenta de que ya hay demasiadas reseñas en internet que lo están poniendo bien/regular/a parir, y que una más no marcaría en absoluto la diferencia... ¿No tenéis la sensación de que la mayoría de blogs que leéis se retroalimentan con los mismos discos, posters, novedades de tebeos y demás? ¿Para qué voy a subir yo también el vídeo de la WonderCon de “Green Lantern” (ups!) si ya puede verse en 7 millones de webs distintas?


Por eso he decidido que hoy voy a escribir sobre algo que no está de actualidad y que posiblemente no le interese a nadie. Y precisamente por eso hoy seré el blogger más interesante de internet: “Hooah!” (que diría Frank Slade).

En 2011 se cumplen 25 años de la publicación de “Nowa Aleksandria”, único LP (lo dice la Wiki) del grupo polaco de post-punk Siekiera (¿me lo parece a mí o la expresión “grupo polaco de post-punk” es la cumbre del snobismo musical?).

“¿Y a mí qué?”, me diréis. Pues lo que vengo a deciros es que se trata de un disco altamente recomendable: oscuro, sugerente y terriblemente actual, dos décadas y media después de su aparición. No es que me pirre el rollo post-punk/after-punk/new-wave/nadie-sabe-cómo-llamarlo (ni siquiera el que en su día practicaron Joy Division y The Chameleons... va, venga, ya podéis prenderme fuego), pero creo que este disco tiene ese algo más que diferencia lo bueno de lo especial. Quizás es que, para ser obra de un grupo disuelto hace décadas que en España sólo conoce una ínfima minoría, me parece que está estupendamente producido, sin los molestos manierismos ochenteros que empañan algunos de los álbumes más célebres del sub-género.

Guitarras afiladas, casi heavys, y un bajo con gran protagonismo arropan una voz de registro muy limitado pero plena del carácter ominoso que impregna todo el disco. Temas prácticamente instrumentales como “Tak Duzo, Tak Mocno” o “Na Zewnartz” sacan lo mejor del grupo desde el punto de vista compositivo y, aunque nada puedo aportar sobre el significado de las letras (yo, de polaco, poco), tanto daría que hablasen sobre la ocupación nazi (¡vivan los clichés!) como del cultivo de coliflores en Pomerania: en mi cabeza, “Nowa Aleksandria” es la banda sonora de una película de ciencia-ficción distópica cargada de rabia y desesperanza (¿alguien ha dicho “Blade Runner”?).


Ése es el milagro de la sinestesia: uno escucha un sonido y su cabeza lo reinterpreta como una percepción táctil, o huele un aroma y en su cerebro se transforma en un color. Creo que por eso nunca me han entusiasmado The Strokes (volviendo al origen de esta entrada): cuando escucho sus canciones, salvo excepciones muy contadas, no me sugieren nada que no sea precisamente música. Puedo saber que algo está “técnicamente bien”, que es “correcto”, pero si no despierta en mi imaginación algún tipo de asociación sinestésica, jamás me enamorará.

The Strokes acaparan titulares hoy, pero dudo mucho que yo vuelva a escuchar “Angles” en los próximos 10 años. Siekiera, a los que descubrí por pura casualidad hace unos días, apenas fueron noticia en su momento, hace un cuarto de siglo, pero es muy probable que escuche “Nowa Aleksandria” un montón de veces más en lo que me queda por vivir.

Varias moralejas. Y todas muy obvias.

sábado, abril 09, 2011

Kimota!

Se dice que los niños con mucha imaginación son los más miedosos.

Yo me pasé la infancia aterrado. Por los crujidos de la madera por las noches, por las siluetas que la ropa formaba sobre la silla cuando la casa estaba a oscuras y por los ancianos de mirada cenicienta dibujados en un cuadro que adornaba el pasillo de la casa de mis padres (hasta que mis padres decidieron descolgar ese cuadro de la pared y cambiarlo por un póster del “Peter Pan” de Loisel...)

Por suerte, tener mucha imaginación tiene también su contrapartida positiva. A mí, por ejemplo, me permite experimentar vidas paralelas en mi pensamiento. No es tan guay como ser Luther Arkwright pero siempre será mejor que conformarte con vivir una sola vida. En uno de los muchos universos paralelos que pueblan mi imaginación ya he conseguido triunfar en el mundo del comic (publico en Francia y firmo ejemplares en el festival de Angoulême), vivo “arrejuntado” y mi señora y yo esperamos nuestra primera hija ("Carmen Piñeiro Cotillard"; me gusta cómo suena). En otro, soy bajista de una banda de rock. Lo cual es casi tan improbable como que yo le dé un hijo a la nueva musa de Christopher Nolan, porque nunca he tenido un bajo entre las manos y jamás pasé de 3º de solfeo en la escuela de música de mi pueblo... pero, en fin, el hecho imaginario es que soy el bajista (y líder y principal compositor, no sé si lo había mencionado) de una formación de rock progresivo llamada Kimota. Tratad de imaginaros una mezcla entre Tool y Manu Chao y aún estaréis lejos de poder etiquetar nuestro sonido.

Desde que le hablé de mi banda imaginaria de rock progresivo, la palabra “Kimota” le hace muchísima gracia a mi amigo Lync (¡feliz cumpleaños, compadrito!), pero eso es porque el hombre no tiene ni idea de lo que significa y representa. He aquí, para él y para quien quiera leerla, una breve explicación (por larga que pueda quedarme):


En 1982, al guionista Alan Moore le pasaba más o menos lo mismo que a mí en 2011: aún no había triunfado en el mundo del comic. Su trayectoria incluía unas cuantas colaboraciones para “2000 AD”, pero aún no había iniciado sus primeras obras británicas de largo recorrido, como “La balada de Halo Jones”, “V de Vendetta” o “Capitán Britania”.

De todas estas series primerizas mi favorita es “Marvelman”, no tanto por lo que fue en sus inicios como por aquello en lo que llegó a convertirse al final. Comenzó a serializarse en capítulos de ocho páginas en el número 1 de la revista “Warrior” y era una puesta al día de un antiguo personaje creado en 1954 por Mick Anglo que a su vez no era más que un émulo descarado del Capitán Marvel norteamericano creado por C. C. Beck y Bill Parker. La premisa argumental planteada por Anglo era bastante naïf: el joven periodista Mick Moran recibía poderes atómicos (cortesía de un genio de la astrofísica) y se convertía en el poderoso super-héroe Marvelman al pronunciar la palabra “Kimota”, inversión fonética de “Atomic” (del mismo modo que el grito de “Shazam” que convertía a Billy Batson en el Capitán Marvel era un acrónimo de Salomón, Hércules, Atlas, Zeus, Aquiles y Mercurio, las figuras mitológicas de las que el héroe tomaba sus habilidades). En la etapa pre-Moore, que se extendió desde 1954 hasta 1963, Marvelman vivió coloridas aventuras aptas para todos los públicos y recibió con los brazos abiertos la ayuda de dos side-kicks, Young Marvelman y Kid Marvelman, con poderes semejantes a los suyos y que también tenían una palabra mágica (“Marvelman”, en su caso) que permitía su transformación de niños a super-hombres y viceversa.


Cuando Moore retomó al personaje en 1982 (con la colaboración de los dibujantes Garry Leach y Alan Davis), decidió replantear el imaginario creado por Anglo desde una perspectiva realista (por ridícula que pudiese antojarse en un principio), derivando el inocente concepto original hacia una ciencia-ficción algo más sofisticada. Tal y como poco después haría con “La Cosa del Pantano” de DC Comics, Moore reinventó al personaje sin contradecir sus aventuras previas y tuvo así plena libertad para desarrollar la clase de historias que le apetecía contar. La primera etapa del “Marvelman” de Moore, lo que se conoce como el Libro Primero (de tres), se publicó en Reino Unido entre los números 1 al 21 de “Warrior” y adolece hasta cierto punto de la inexperiencia de sus responsables. Por entretenido que resulte, observado desde la perspectiva de quien conoce (casi) toda la obra posterior de Moore, resulta evidente que este primer arco argumental es el caldo de cultivo de muchos de los conceptos que el guionista de Northampton exploraría años después en “Watchmen”, “Supreme”, “WildC.A.T.s” o “Tom Strong”, pero ni las habilidades literarias del escritor ni las artísticas de sus compañeros estaban aún en la cima de sus posibilidades (sobre todo las del joven Davis, pues el dibujo de Leach sí resulta sumamente apreciable).

Poco después, un contencioso legal con la editorial norteamericana Marvel Comics, que poseía los derechos sobre el prefijo “marvel-”, obligó a que el Segundo Libro de “Marvelman”, ahora bajo el sello editorial Eclipse, se publicase con el nuevo nombre de “Miracleman”.


Un año después de la conclusión del Libro Uno, la historia se retomó en el número 7 publicado por Eclipse (los números 1 al 6 eran una reimpresión del material previamente editado en “Warrior”), esta vez con la colaboración de los dibujantes Chuck Beckum y Rick Veitch. Moore, que ya comenzaba a saborear las mieles del éxito gracias a otras series nacidas de su pluma (“V de Vendetta”, “La Cosa del Pantano”) se muestra en este Segundo Libro mucho más maduro, complejo e impredecible: reescribe el origen del personaje otorgándole obvias connotaciones nietzschianas (con referencias explícitas, también, a Hermann Hesse), se carga todos los tabúes sobre violencia y sexualidad en el género super-heroico y, de paso, deja para el recuerdo algunos atrevimientos narrativos (como un parto en tiempo real) que elevan notablemente la calidad del nuevo material respecto al Libro Primero.


Pero si “Miracleman” figura hoy como uno de mis tebeos favoritos de todos los tiempos y uno de los dos o tres mejores trabajos de Alan Moore (en mi nada modesta pero siempre discutible opinión), compitiendo con “Watchmen” por el oro, es merced a un Libro Tres que es, en sí mismo, el mejor comic de super-héroes que servidor haya leído nunca. De hecho, si los tres libros de “Miracleman” estuviesen a la altura del último, no me rasgaría las vestiduras al confirmar la serie al completo como mi comic favorito en términos absolutos. Así de bueno es este Libro Tercero.


En él, lo que antes discurría por los derroteros de la ciencia-ficción alcanza terroríficas cotas de espanto y locura, edifica un panteón de deidades super-heroicas más próximo a la mitología griega que a la Liga de la Justicia y termina por establecer una utopía pacifista que deja traslucir un fascismo implícito en la naturaleza supra-humana de sus promotores. Y en medio de todo ello, magníficamente dibujado por un John Totleben que se atreve con originalísimas composiciones a doble página y un sentido atmosférico notable, tenemos la mejor pelea contra un super-villano que jamás hayan visto estos ojos míos. Plagiada en innumerables ocasiones (quien piense que Mark Millar o J. M. Straczynski han inventado algo, que se pase por las páginas del número 15 USA de “Miracleman” y descubra cuánto puede llegar a molar un combate donde la ciudad de Londres es el cuadrilátero y los propios dioses, que diría Asimov, son los contendientes), la confrontación entre el Nuevo Panteón y Kid Miracleman es épica, trágica, terrorífica y conmovedora. Posiblemente las páginas más emocionantes, en el más amplio sentido de la palabra, que Alan Moore haya escrito nunca.


No obstante, no es en las escenas de acción de “Miracleman” donde encontramos sus valores más apreciables, sino en su retrato de una humanidad que se siente caduca ante el alzamiento del super-hombre, en su relectura del clima político de la Guerra Fría bajo el prisma de una recién descubierta omnipotencia (parecida a la perspectiva que el Dr. Manhattan aportaba a las tensiones políticas en “Watchmen” y antecediendo al concepto de super-héroes pro-activos visto en el “The Authority” de Millar) y en el modo (claramente inspirado en el Zaratustra del filósofo alemán) en que la super-humanidad barre definitivamente las convenciones sociales imperantes y hace nuevas todas las cosas. El Libro Tercero de “Miracleman” no es, en definitiva, un tebeo de tipos con leotardos que se lían a puñetazos para preservar el orden establecido, sino un tratado filosófico sobre cómo una nueva autoridad superior (un dios, al fin y al cabo), más allá del estrecho margen de actuación que permiten las distintas corrientes políticas y económicas, más allá de la moral y los principios de lo estrictamente humano, más allá, en definitiva, del bien y del mal, puede derribar el status quo por el mero hecho de existir, de ser posible. Y la historia de cómo un simple mortal, pronunciando la palabra “Kimota”, se convierte en ese dios... para su desgracia.


Ahora que soy mayor y ya no me dan miedo los viejos de mirada cenicienta del cuadro que había en el pasillo de la casa de mis padres, confieso que “Miracleman” me pone los pelos de punta. Porque, imaginario o no, lo que late bajo sus códigos genéricos es lo que somos y lo que podríamos llegar a ser: héroes, libertadores, monstruos o genocidas. Si hay algo que me asuste más que los hombres y mujeres del hoy son sus herederos, más que humanos, o menos, del mañana (y no, no me estoy imaginando un futuro lleno de super-tipos con coloridos disfraces: pienso en las consecuencias de la energía nuclear, en los experimentos para controlar el clima, en las aplicaciones de la clonación o en las revoluciones informáticas de los últimos 50 años; motivos más que suficientes para presuponer que el hombre del año 2100 no se parecerá en absoluto al de 1900, y en las implicaciones éticas que eso puede suponer...)

Más allá de estos valores intrínsecos de la obra, "Marvelman/Miracleman" supone la perfecta ejemplificación de la curva de aprendizaje de un guionista (el mejor guionista de comics en lengua inglesa, posiblemente) desde sus primeros pasos hasta su madurez creativa, siendo uno de los trabajos más representativos de la bibliografía de Alan Moore desde sus inicios hasta su consagración a finales de los 80.

Desgraciadamente, encontrar la edición española de “Miracleman” en una tienda es, actualmente, toda una odisea. Y, si uno tiene la suerte de localizarla, deberá hacer frente a unos precios de escándalo: la última vez que los tuve en mis manos, los 11 números de grapa publicados por Forum en los 90 rondaban los 150 €. El motivo de este despropósito es la imposibilidad de reedición de la serie, aquí y en cualquier otro lugar del mundo. Problemas con los derechos del personaje y sus aventuras, repartidos entre los herederos de Mick Anglo, el propio Alan Moore, Neil Gaiman (que tras la marcha de Moore, y con su beneplácito, continuaría creando nuevas historias para los personajes en una saga inconclusa hasta la fecha), Todd McFarlane y los dibujantes Alan Davis y Garry Leach, han pospuesto durante años una ansiada reimpresión de este material. Recientemente Marvel Comics anunció que se había hecho con la propiedad intelectual del personaje, lo cual permitiría a la editorial producir nuevas aventuras protagonizadas por la familia Miracleman (algo que no estoy muy seguro de desear, la verdad), pero no está muy claro si podrán o no reproducir los tres libros escritos por Moore y reeditar las historias creadas a continuación por Gaiman.


Una confirmación al respecto sería, para mí al menos, la mejor noticia que Marvel podría ofrecernos en muchísimo tiempo, pues no existe actualmente ningún tebeo de super-héroes (apenas han existido un puñado en el pasado) que pueda competir en calidad, profundidad y capacidad de transgresión con las historias de Marvelman/Miracleman firmadas por el bardo de Northampton.

Hasta entonces, internet y sus descargas seguirán siendo nuestros más generosos aliados.

...

PD: enlazo una reseña muy recomendable (aunque plagada de spoilers) donde se comparan diferentes lecturas político-filosóficas de “Watchmen”, “V de Vendetta” y “Miracleman”, entendiendo estas obras como una trilogía de la desmitificación del superhéroe. Estoy bastante de acuerdo con todo lo que allí se dice.

miércoles, abril 06, 2011

Un espacio vacío dentro de mi corazón

“I will shape myself into your pocket
Invisible
Do what you want
Do what you want

I will shrink and I will disappear
I will slip into the groove and cut me off
And cut me off

There's an empty space inside my heart
Where the weeds take root
And now I'll set you free
I'll set you free
(...)”


Y así, cuando menos se lo esperaba el personal, llegó el nuevo disco de Radiohead, “The King of Limbs”. Se presentó, además, con un single interesante, “Lotus flower” (ahí arriba tenéis algunos de sus versos, aquí podéis ver el ya célebre bailecito de Thom), que parecía insinuar que el octavo álbum de estudio del quinteto de Oxford seguiría la senda abierta por “In Rainbows”, su anterior y muy celebrado larga duración. Para sus más acérrimos seguidores fueron cuatro largos años de infatigable espera (que alcanzó su clímax en una última semana de uñas roídas con nerviosismo: la que fue desde el anuncio oficial por parte de la banda hasta su puesta de largo internetera) que, desgraciadamente, no se han visto compensados con un esfuerzo musical a la altura; ni de las expectativas del respetable ni de la trayectoria previa de la banda. “The king of limbs” es un disco corto, con poca pegada y bastante rácano en términos de originalidad y desarrollo. Salvo contadas excepciones, desdeña definitivamente la guitarra (la misma que tanto placer ofrecía al oyente en los inolvidables “The Bends” y “OK Computer”) para sumergirse en las profundidades del dubstep y la electrónica minimalista que Thom Yorke abrazase en solitario en “The Eraser”, un disco que ya en su momento sonaba a “Radiohead sin la gracia de Radiohead”. No hay grandes sorpresas en todo el álbum, ni siquiera en sus mejores cortes. Esto lo dice, claro, una groupie decepcionada con la banda (un servidor), que le ha dedicado a “The King of Limbs” diez veces más escuchas de las que concedería al mismo material si viniese firmado por cualquier otro grupo/artista del actual panorama musical (exceptuando Muse y Arcade Fire, por quienes también siento irracional debilidad). Pero, pese al indudable despecho que pueda enturbiar mi opinión, no conviene llevarse a engaño: “The King of Limbs” es el peor disco publicado por Radiohead hasta la fecha. Qué lástima: tanto tiempo fantaseando con un atracón de jabugo para finalmente descubrir que lo paladeado no pasa de jamón de Yorke.

lunes, abril 04, 2011

El feliz Invierno del mal lector

“Cuando se juega al juego de tronos sólo se puede ganar o morir”.

Cersei Lannister


No soy lo que se dice un buen lector. No tanto por cantidad como por... llamémosle convicción. Intento seleccionar mucho mis lecturas para no perder el tiempo con títulos intrascendentes, así que en lugar de empaparme de “un poco de todo”, como realmente hacen los buenos lectores (esos que devoran cuanta letra impresa cae en sus manos y luego, sí, juzgan en consonancia con los méritos del texto), sigo una serie de reglas que me ayudan a esclarecer qué obras tienen prioridad en mi Torre de Lecturas Pendientes (léase con voz de ultratumba) y cuáles ni siquiera tienen un lugar reservado en la misma.

Por lo de pronto, casi nunca leo novelas recientes. Salvo en el caso de autores muy concretos (Auster, Baricco), tengo la impresión de que ya hay demasiados buenos libros publicados desde antes de que yo naciera (desde Homero hasta Orwell, milenios de gran literatura nos contemplan) como para dar preferencia al último éxito literario de valía no contrastada. No habiendo leído a Flaubert, Melville, Hugo, Goethe, Cervantes, Chateaubriand, Lampedusa o Joyce, ¿qué sentido tiene dedicarle 2.000 páginas de mi atención a “Los hombres que soñaban con un bidón de gasolina en el palacio de las corrientes de aire”?


Por otro lado, hay géneros a los que apenas me acerco. Llamadlo prejuicio, si queréis. Debería leer más terror y ciencia-ficción, pero exceptuando los grandes nombres que todos hemos oído una y mil veces (Lovecraft, Asimov, Bradbury, K. Dick), me resulta imposible separar, a priori, la paja del grano. Sí, ya sé que para ser un buen lector hay que correr riesgos de vez en cuando. Lanzarse a ciegas al interior de un libro y descubrir por nosotros mismos si nos gusta o nos espanta. Pero ya digo que yo no soy un buen lector. No es una excusa, es un hecho. De todos los géneros del amplio abanico que ofrece la literatura, el que menos me atrae es la fantasía heroica. No recuerdo haber leído absolutamente nada del ramo (ni tan siquiera al laureado Tolkien) y, honestamente, jamás lo he echado en falta. Tampoco en cine o en viñetas me interesan demasiado las desventuras de caballeros, enanos, trolls, elfos y dragones. En el Séptimo Arte, sólo “Conan el bárbaro”, el “Excalibur” de John Boorman y la trilogía de “El Señor de los Anillos” me han parecido cintas realmente memorables. En el Noveno, poco he leído y menos aún me ha entusiasmado. Mi título favorito, sin duda, es el “Bone” de Jeff Smith: cientos de páginas de fantasía y aventuras que combinan la épica de Aragorn, Frodo y compañía con la ternura y el sentido del humor del “Pogo” de Walt Kelly. Hace años comencé a coleccionar el “Berserk” de Kentaro Miura, un manga violentísimo (cada tres páginas decapitaban a algún pobre campesino y violaban a su mujer, a sus hijas, a su abuela y, si la ocasión lo requería, a sus ovejas), pero lo abandoné cuando empezó a parecerse más a la saga de videojuegos “Final Fantasy” que a “Los señores del acero” de Paul Verhoeven. No obstante, siempre he tenido curiosidad por saber cómo continuaba la historia más allá del tomo 24 en que la dejé...


Finalmente, y esto ya es una cuestión estrictamente personal, tengo por norma no leer dos novelas seguidas de un mismo autor ni de una temática parecida. Considero que cambiar de registro y estilo en cada nueva lectura es un sano ejercicio mental que ayuda a mantenerse abierto a cualquier tipo de propuesta, con tal de que ésta esté bien desarrollada. A veces cuesta un poco cambiar el chip (pasar de Ayn Rand a Dostoievski puede resultar durillo), pero tras las primeras decenas de páginas, uno acaba acostumbrándose.

Supongo que a estas alturas os preguntaréis a dónde quiero ir a parar con todo esto y por qué las portadas de “Canción de hielo y fuego” adornan una entrada en la que aún no he mencionado ni uno solo de los libros que la componen. Comprensible.


Pues, y he aquí el quid de la cuestión, resulta que el escritor George R. R. Martin me ha obligado a pasarme por el forro mis habituales reglas en lo concerniente a la literatura. Apenas necesitó dos capítulos (el prólogo y el primero propiamente dicho) de su novela “Juego de tronos” para embaucarme totalmente y hacer que cayese perdidamente enamorado de un libro 1) publicado en 1996 2) de fantasía heroica y 3) que forma parte de una saga de 7 entregas.

Inconcebible.

La sinopsis impresa en la solapa interior de la edición que obra en mi poder es bastante precisa: “En un mundo donde las estaciones pueden durar decenios y donde las tierras del norte, más allá del Muro, ocultan seres míticos y temibles, Lord Eddard Stark se enfrentará en la corte del rey Robert Baratheon (más conocido por sus enemigos como el Usurpador) a una enrevesada trama de secretos y traiciones que pondrán en peligro no sólo su vida, y la de su familia y vasallos, sino también la frágil paz que parecía haberse impuesto en el reino tras la última guerra. Y mientras las intrigas y la traición se ciernen sobre el Rey, en el norte, del otro lado del Muro, extraños acontecimientos alertan a la Guardia de la Noche contra una amenaza olvidada que espera la llegada del invierno para resurgir”.

¿Y qué hago yo leyendo esto?


Baste decir que “Juego de tronos” fue un inesperado regalo navideño por parte de mi familia madrileña. Yo le seguía la pista desde lejos, es verdad, pero la flagrante manera en que incumplía todas las reglas antes mentadas, su desorbitada extensión (sólo la primera novela de la saga ya ronda las 800 páginas) y el hecho de que la Torre de Lecturas Pendientes (voz de ultratumba de nuevo) ya era más o menos de mi misma estatura, eran condicionantes que me echaban irremisiblemente para atrás. Ni siquiera la proximidad de una adaptación en forma de serie televisiva de la mano de mi admirada HBO (la misma cadena que puso ante mis ojos y oídos maravillas como “Hermanos de sangre”, “Los Soprano”, “Deadwood”, “The Wire”, “Six feet under” o “Boardwalk Empire”... ¡cielos, esta gente se merece mi agradecimiento eterno!) conseguía hacer que mis convicciones literarias se tambaleasen. Pero me la regalaron y, cuando de pronto me vi en disposición de empezar un nuevo libro, comencé a leerla con cierta desconfianza. Era lo propio, supongo, dado que una vez empezase a emitirse la serie de televisión ya no querría saber nada de su versión impresa, y tanto daría que hubiese tirado el libro regalado a la basura.


Dos capítulos, como he dicho, tardó Martin (el señor con pinta de Papá Noel esquizoide comedor de langostas de la foto) en venderme la moto. Y a partir de ahí fue un no parar. De leer, se entiende. Lo cierto es que me ventilé esas primeras 800 páginas de “Canción de hielo y fuego” a una velocidad que no recuerdo haber imprimido jamás a ninguna otra lectura (tal vez a “El conde de Montecristo” o “Musashi”... tal vez). “Choque de reyes”, segunda entrega de la saga, reposa ya sobre mi mesilla de noche. La compré cuando aún me quedaban un par de cientos de páginas para terminar “Juego de tronos”, en previsión de que tardaría poco en despacharlas y sabiendo que no querría quedarme huérfano de lectura en el momento preciso en que eso sucediera. Un día, una noche entera sin saber de los Stark, los Targaryen y los malditos (malditos y tres veces malditos) Lannister sería demasiado para mi doblegada voluntad lectora.

Estoy, sí, enganchado.


“Canción de hielo y fuego” posee esa rara condición adictiva de seriales como “Lost” o tebeos como “Los muertos vivientes”, que te obliga a continuar explorando sus derroteros argumentales, minimizando las interrupciones y olvidándote de tu realidad más inmediata para hacerte perder el sueño (preocupantemente, dado que uno ya tiene una vida real a la que hacer frente, maldita sea) por los destinos de sus ficticios protagonistas. Su estilo sencillo y directo sirve plenamente a ese propósito. Que nadie se espere la prosa exquisita y compleja de un Borges o un Cortázar; Martin no tiene tiempo para florituras más allá de breves apuntes heráldicos en la vestimenta de sus personajes. Los diálogos son ágiles y muy cinematográficos (no en vano su autor se curtió una larga temporada escribiendo guiones para televisión, en producciones como “En los límites de la realidad”) y los protagonistas van sobrados de carisma y están psicológicamente bien definidos. Pululan por las páginas de esta novela río (hermoso eufemismo de culebrón) docenas de personajes, cada uno con una historia personal más increíble y fascinante que el anterior (aquí cabe de todo: odios entre hermanos, amores ocultos, hijos inesperados, rocambolescas conspiraciones urdidas por quien uno menos se lo espera), vertebrando entre todos un folletín medieval en el que lo fantástico no pasa de la anécdota (al menos en el millar de páginas que llevo leídas) y las pasiones humanas (cuanto más bajas mejor) priman sobre el recurso a lo sobrenatural y la épica de cartón-piedra.

Poco más puedo añadir sin destripar los pormenores de una narración de la que es mejor saber lo justo para así poder ir desgranándola al tiempo que uno pasa frenéticamente las páginas y se lleva las manos a la cabeza cada vez que Martin nos sorprende con otro de sus inesperados giros argumentales. Miles de páginas aún en el horizonte prometen ofrecerme una primavera memorable en los reinos de Poniente.

Aunque, como reza el lema de la Casa de los Stark, “se acerca el Invierno”. Y yo feliz.


P.D.: la HBO ha puesto a disposición de los navegantes de internet un vídeo con los 15 primeros minutos del piloto de "Juego de tronos", que se corresponden con el prólogo de la novela y parte del primer capítulo. Para quienes no conozcan el libro, se trata de un adelanto de lo más suculento. Para los que lo hemos leído, de la promesa de una adaptación realmente lograda (esos caminantes blancos...) En lo que a mí respecta, esta versión catódica de "Juego de tronos" es, hoy por hoy, el estreno audiovisual (tanto me da cine que televisión) más esperado del 2011. Podéis ver el vídeo aquí.

sábado, abril 02, 2011

Derribando el muro: "The Wall" en vivo y en directo

“(…)
We don't need no education
We don't need no thought control
No dark sarcasm in the classroom
Teachers leave them kids alone
Hey! Teachers! Leave them kids alone!
(...)”

(“Another brick in the wall, part 2” de Pink Floyd)


Parecía que el 26 de marzo no iba a llegar nunca. Ésa era la fecha impresa en mi entrada para el concierto de Roger Waters en el Palacio de los Deportes de Madrid como parte de la gira “The Wall Live 2010/2011”.

El abajo firmante estaba ilusionado como un niño y quería sacarle el máximo partido posible a la velada, así que en los días previos escuchó incansablemente el doble álbum publicado por Pink Floyd en 1979 y volvió a verse la película dirigida por Alan Parker que lo adaptaba. Teniendo la lección bien sabida, llegué a creer que el concierto no me pillaría con la guardia bajada. Que sería genial, claro, porque podría ver por fin a uno de mis músicos favoritos en directo (pena que fuese sólo Waters; la ausencia de Gilmour, Mason y Wright planearía inevitablemente como una sombra sobre el show), pero que el setlist cerrado (“The Wall” de principio a fin, en el mismo orden que en el disco) y el conocimiento detallado del argumento de la ópera rock que lo enmarcaba impedirían que me llevase demasiadas sorpresas.

Por suerte me equivoqué.


Servidor y compañía llegamos al recinto con margen suficiente para coger buen sitio en el foso (tan cerca como para no perdernos ningún gesto de Waters, tan lejos como para poder contemplar el enorme escenario en su totalidad) y conjeturamos acertadamente que aquellos ladrillos situados a ambos lados del stage eran parte del Muro que daba nombre al disco/film/espectáculo. El ex-bajista de Pink Floyd, híbrido improbable entre Richard Gere y Sergio Ramos, no hizo esperar demasiado al público (siempre se agradece que las estrellas sean puntuales; la buena educación no entiende de celebridades) y apenas unos minutos después de la hora señalada abría fuego (literalmente) con “In the flesh?” y daba el pistoletazo de salida a un show al que la palabra “concierto” se le queda pequeña.

Más que un simple recital de canciones, “The Wall Live” es una performance operística que emana rebeldía en cada acorde, palabra e imagen: combativa con el status quo político, crítica con el aborregamiento de las masas, incisiva con las corrientes ideológicas dominantes (las religiones, el capitalismo, el comunismo; Waters se la tiene jurada a todas) y radicalmente pacifista.


Su mensaje, tan simple como irrebatible, se vio potenciado por una puesta en escena y unas visuales que, sencillamente, superan ampliamente (muy ampliamente) a todo lo que un servidor haya visto al respecto en su vida. Y, aunque desde luego no soy el tipo que en más conciertos ha estado, dejar en evidencia a pesos pesados como los Rolling Stones, Iron Maiden, Kiss o Muse (que últimamente también vienen muy cargaditos de luces y pirotecnia), y hacerlo además al servicio de conceptos mucho más nobles y universales que el simple espectáculo por el espectáculo, es algo que deja huella.

Desgranar punto por punto “The Wall Live” se me antoja extenso y complicadísimo. Si en los últimos días he venido realizando en este blog aproximaciones más cerebrales al disco y a la película, reconozco que mi capacidad crítica se desvanece al hablar del espectáculo en directo. Por encima de todo, “The Wall Live” es una experiencia visceral, emocional y espiritual: la liturgia de los ateos, de los revolucionarios y de los caídos en combate.


Las canciones se fueron sucediendo una tras otra tal y como figuraba en mis predicciones (sonando todas de forma pluscuamperfecta, además), pero su sinergia con el aspecto no musical del espectáculo las elevaba a cotas insospechadas de grandeza y profundidad. Ver las conmovedoras imágenes de una niña abrazando entre lágrimas a su padre que regresaba de la guerra mientras los músicos bordaban “Vera” o tener a sólo unos metros un muñeco gigante que representaba al profesor de Pink mientras un coro de niños le gritaba amenazante “Teachers! Leave them kids alone!” es algo que supera cualquier expectativa posible. Aunque ahora no suene TAN increíble, creedme, hay que estar ahí para verlo y oírlo. Hay que vivirlo.


El concierto (me cuesta llamarlo así, de verdad) constó de dos partes. Durante la primera, el muro se iba construyendo ladrillo a ladrillo mientras Waters, que interpretaba al personaje de Pink, se hundía progresivamente en la locura y el aislamiento. La segunda parte, con el muro ya completamente levantado, trajo consigo al Pink fascista, embutido en una gabardina negra de obvias reminiscencias nazis y rodeado de oficiales que portaban banderas con el emblema de los martillos cruzados, icono perfectamente reconocible por todos los presentes.


Uno de mis momentos favoritos fue, como era de esperar, “Comfortably numb”. El solo de guitarra, interpretado por un músico situado en lo más alto del muro, sonó sublime mientras las visuales acompañaban a un Roger Waters que golpeaba el muro y lo partía en un estallido de luz que invadió las pupilas del público con millones de colores. Teníamos los ojos y la boca abiertos hasta su límite natural e incluso un poco más. La música penetraba nuestros oídos y nos transportaba a sólo-cada-uno-de-nosotros-sabe-dónde y la noche se iba escribiendo con tinta indeleble en la parte del cerebro donde el ser humano guarda el recuerdo de los mejores instantes de su vida.


Tras la fascinante “The trial”, complementada con las superlativas escenas animadas que Gerald Scarfe ideó para la película de 1982 proyectadas sobre el enorme muro blanco, el público comenzó a gritar el inevitable “Tear down the wall!” hasta que los ladrillos se desplomaron violentamente, provocando el júbilo generalizado de los asistentes. Fue entonces cuando una versión acústica e intimista de “Outside the wall” puso fin a uno de los mayores y mejores espectáculos que jamás he visto en vivo y en directo.

EDITADO: acabo de descubrir, gracias a un comentarista de la web Hipersónica, un enlace a un vídeo que contiene todo el espectáculo, convenientemente editado y en calidad HD. Pese a que no se parezca en absoluto a la experiencia de vivirlo en directo, merece mucho la pena. Podéis verlo AQUÍ.