martes, febrero 15, 2011

Cuando éramos reyes

“Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo siempre que sea digno”
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Rudyard Kipling, “El hombre que pudo reinar”
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Al Séptimo Arte le gustan las historias de superación personal. Y si están basadas en hechos reales, más. Como espectadores, no sólo nos da un gustito enorme descubrir cómo el héroe improbable finalmente se impone a la adversidad gracias a su tenacidad, su ingenio y/o una pequeña ayuda de sus amigos (que dirían los Beatles), sino que nos llena de optimismo y esperanza el saber que eso ocurrió de verdad. Que si otros pueden, ¿por qué no nosotros? Es por eso mismo que los biopics suelen tirar hacia lo sensiblero y tergiversar la verdad histórica bajo la licencia de “hacerla cinematográfica”. Y es también por eso mismo que a mí no suele convencerme este tipo de películas.
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Curiosa coincidencia, pues, que se proyecten ahora mismo en las salas de nuestro país dos cintas que cumplen ambos requisitos (superación personal + hechos reales) y que sí me han gustado. Me refiero a “El discurso del rey” y “The fighter”.
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La primera nos transporta a la corte británica de finales de los años 30 del siglo pasado para presentarnos al príncipe Albert, duque de York, hijo del rey Jorge V y segundo en la línea sucesoria al trono por detrás de su hermano, el disoluto Edward. Albert es un hombre de regios principios y carrera militar, fiel al protocolo y con la firme iniciativa de cumplir sus obligaciones oficiales con la mayor de las diligencias. Sin embargo, sufre desde la infancia un tartamudeo que le impide hablar ante su pueblo sin avergonzarlo y avergonzarse a sí mismo, lo cual deriva en una enorme frustración personal. Buscando una solución a su problema, su esposa Elizabeth contratará los servicios de un particular experto en problemas de dicción que hará lo posible para que Albert, a quien los acontecimientos pondrán en el punto de mira de toda la nación, llegue a convertirse en el carismático orador que Gran Bretaña necesita. Sobre todo ante la amenaza de una Alemania beligerante que parece dispuesta a poner Europa patas arriba con su Blitzkrieg Bop (que dirían The Ramones).
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“El discurso del rey” no presenta a la figura del monarca como un líder épico imbuido de sabiduría y autoridad, sino más bien como un pobre hombre que vive prisionero de la desproporcionada responsabilidad que le ha tocado cargar sobre sus hombros. Uno no puede menos que sentir cierta lástima hacia ese Albert, magníficamente interpretado por un Colin Firth al que es menester disfrutar en versión original, que teme más que nada en el mundo enfrentarse al hecho de que, si su hermano no consigue resistir la presión del cargo, se verá obligado a convertirse en el representante último del imperio británico. En un momento, además, en que se ha dado el salto de la monarquía a la criptocracia (que dirían los muchachos de Triángulo de Amor Bizarro) y los reyes ya no son los dirigentes del mundo, sino unos actores con una escoba atravesada en su sistema digestivo que sólo pueden (quieran o no) lucir galones y saludar desde el palco.
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El contrapunto a la triste figura de Albert lo pone el excéntrico logopeda (autodidacta y fanático de Shakespeare) Lionel Logue, encarnado por un Geoffrey Rush que devora la pantalla en cada plano (lo cual no debe sorprender a quien lo haya visto en “Shine”, “Quills” o incluso en las intrascendentes tres entregas de “Piratas del Caribe”). Porque, ante todo, “El discurso del rey” es una película de actores. Sin desdeñar la elegante e imaginativa dirección de Tom Hooper (curtido en producciones televisivas como la miniserie “John Adams” de la HBO), que se desmarca de una aburrida (aunque impecable) puesta en escena palaciega con algunos tiros de cámara realmente inesperados; la sólida labor compositiva de un Alexandre Desplat que cede el protagonismo musical del clímax a un Ludwig van Beethoven que ni ahora ni nunca ha necesitado de mis calificativos, o una fotografía perfecta en su elegante (otra vez la palabra) sobriedad, el gran valor de “El discurso del rey” reside en un plantel actoral de lujo. Además de los sobresalientes Firth y Rush, actores de talento como el siempre estimable Guy Pearce, los decanos Derek Jacobi y Michael Gambon o una desconocida (por contenida y hasta entrañable) Helena Bonham Carter dan lo mejor de sí mismos y logran que a un republicano convencido como yo (los únicos reyes por los que siento simpatía son Elvis Presley, Edson Arantes do Nascemento y el Rey Misterio) no sólo le interese lo que se muestra en pantalla, sino que le divierta e, incluso, le conmueva.
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Por su parte, y alejada de la cortesana elegancia (sí, ya van tres) de “El discurso del rey”, “The fighter” nos lleva hasta la deprimida Lowell (Massachusetts) de los años 90 para presentarnos a Micky Ward, peso welter de boxeo entrenado por su hermano mayor (hijo de distinto padre) Dicky Eklund, antiguo príncipe del cuadrilátero y rey del vecindario convertido en delincuente menor y adicto al crack que se dirige hacia su propia autodestrucción como un conductor suicida (que diría Joaquín Sabina). Sometido a las decisiones que su madre (al mismo tiempo su mánager) toma sobre su carrera pugilística, con la presión de mantener económicamente a seis hermanas prototípicas de la white trash norteamericana (aquí les llamaríamos “princesas de barrio” y les concederíamos el prime-time televisivo) y orientado sobre el cuadrilátero por un Dicky que a duras penas puede mantenerse lúcido y en pie, Micky comenzará a plantearse su situación personal a raíz de entablar una relación sentimental con la camarera Charlene. Y es que tal vez Lowell sea una ciudad de perdedores y Micky deba largarse de allí para ganar (que diría Bruce Springsteen).
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Cuando una película no posee un solo gramo de originalidad ni en su planteamiento argumental ni en su forma de trasladarlo a la pantalla, debemos decidir entre dos palabras para referirnos a ella: si la película no nos ha gustado, el término es “vulgaridad”. Si, por el contrario, la cinta nos ha parecido muy recomendable, debemos decantarnos por “clasicismo”. Por consiguiente, “The fighter” es, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, un drama deportivo de impecable clasicismo, dirigido con solvencia por David O. Russell (cuyo trabajo más llamativo hasta la fecha era la irregular “Tres reyes”). Y si funciona, con todos sus lugares comunes, es nuevamente gracias a un reparto acertadísimo, capitaneado por el camaleónico Christian Bale, que aparece aquí en auténtico estado de gracia.
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Más allá de llamar la atención por otra de sus célebres transformaciones físicas (recordemos las barrabasadas que el actor cometió para rondar los cincuenta kilos en “El maquinista”, justo después de interpretar al apolíneo Patrick Bateman de la infravalorada “American Psycho” e inmediatamente antes de ponerse como un gorila para el “Batman Begins” de Christopher Nolan), la composición de Bale como el marginal y egocéntrico Dicky Eklund impacta en las retinas del espectador como un tren de mercancías desde la primera secuencia. Su mirada desubicada, su expresivo lenguaje corporal, su fraseo acelerado pero al mismo tiempo ausente definen al personaje en apenas unos segundos, logrando que uno se olvide durante los siguientes 115 minutos de que a quien tiene delante es, en efecto, el mismo actor que con unos cuantos años menos se emocionaba con el vuelo rasante de un Mustang P-51 en la estupenda “El imperio del sol” de Steven Spielberg.
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Apenas un pequeño peldaño por debajo, Melissa Leo interpreta con antipática convicción a la madre de Micky y Dicky (apuesto a que se lleva el Oscar a mejor actriz de reparto) y Amy Adams consigue, discretamente y sin aspavientos, seducirnos con su limpia mirada de chica triste que te hace reír (que diría Enrique Bunbury). Sólo Mark Wahlberg, que encarna al (supuesto) protagonista del relato, Micky Ward, parece algo perdido entre una plantilla de actores que le llevan unas cuantas cabezas de ventaja en la carrera del talento. O eso cree uno hasta que ve una entrevista con los Micky y Dicky reales y piensa que, interpretación o no, el antiguo Marky Mark parece exactamente igual de tímido y sencillo (siendo eufemísticos) que el tipo al que interpreta en pantalla.
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“The fighter” no deja de ser, al fin y al cabo, una película más sobre otro boxeador en busca del sueño por antonomasia (la victoria en el ring por un lado, la felicidad personal por el otro), que recuerda por momentos, inevitablemente, a films precedentes como “Toro salvaje” (el púgil caído en desgracia), “Million dollar baby” (la familia como impedimento para encontrar la realización personal) o la sempiterna “Rocky” (el chico de barrio con pocas luces que se enfrenta a sus miedos sobre -y fuera de- el cuadrilátero); pero también es una película más que correcta en el apartado técnico, que cuenta con algunas interpretaciones memorables y que además conecta con las emociones del espectador (con las mías, al menos) de un modo que otras cintas, indudablemente más sofisticadas e innovadoras, no alcanzan siquiera a vislumbrar. Como esas canciones a las que les tomas la medida desde el primer compás y sabes cuándo viene el estribillo y cuándo el solo de guitarra, sí, pero que igualmente tensan tus nervios, elevan tu ánimo y hacen que te apetezca mover un poco las caderas.
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Tal vez sea sólo rock'n'roll... (que dirían los Stones).

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