jueves, octubre 28, 2010

Somos así


Manel Fontdevila, tan certero como siempre, en su blog.

Mis músicos favoritos: Radiohead (parte 1)

Si hay una banda que ejemplifica (para mí) el concepto de evolución, ésa es Radiohead.


El grupo capitaneado por los multi-instrumentistas Thom Yorke y Jonny Greenwood (acompañados desde el comienzo de su andadura discográfica por Phil Selway, Ed O'Brien y el hermano de Jonny, Colin Greenwood) fue bautizado en un primer momento como On a Friday, para cambiar definitivamente su nombre por el de Radiohead (inspirado en un tema de los Talking Heads) de cara a la publicación de su primer EP, “Drill”. Fue a raíz de su álbum de debut, “Pablo Honey”, y más concretamente de su primer single “Creep”, que Radiohead comenzó a llamar la atención de público y crítica, pese a que ésta en un principio no parecía haberle concedido mucho crédito a la banda.


“Pablo Honey”, publicado en febrero de 1993, suena a híbrido de rock depresivo y grunge tranquilote, llegando incluso a colarse en sus 42 minutos de duración algunos destellos de pop desenfadado, como en el estribillo del tema “Anyone can play guitar”. Esta ligereza no tendrá demasiado eco en posteriores lanzamientos del grupo, quedando “Pablo Honey” como su obra más luminosa hasta la fecha. Tratándose, básicamente, de un disco que carga las tintas en las guitarras de Greenwood y la voz de Yorke (quien además firma todas las letras),”Pablo Honey” difícilmente auguraba los derroteros musicales que el quinteto de Oxford recorrería en años posteriores.


Pudiera parecer que le tengo manía a este álbum. Nada más lejos de la realidad. “You” me parece un estupendo corte de apertura, “Stop whispering” contiene un pegadizo estribillo que dan ganas de tararear durante horas y la guitarra acústica de “Thinking about you” consigue otorgarle a la voz de Yorke el orgánico toque de introspección que el tema requiere. Sin olvidarnos, claro, de ese “Creep” que ya ha quedado en la memoria colectiva como una de las canciones más desgarradoras y hermosas de los 90 (si nunca te has sentido alienado ni has deseado que aquella chica que repetía protagonismo cada noche en tus sueños se fijase en ti por los pasillos del instituto, ¡enhorabuena!, no has tenido adolescencia), coleccionando una vasta legión de versiones que van de lo paródico a lo bizarro, pasando por lo elegante, lo ridículo y hasta el éxtasis cuasi-religioso. Los últimos en subirse al carro, por cierto, han sido los catalanes Love of Lesbian.


No son, en fin, pocas virtudes para un primer LP. Pero, comparándolo con el resto de su producción, “Pablo Honey” se me antoja algo descafeinado. Demasiado ligero. Si cada disco de Radiohead se correspondiese con una marca de cerveza, “Pablo Honey” sería una Coronita: está rica, sí, pero sabe más a refresco que a cerveza. Posiblemente si hubiese sido mi puerta de entrada a su discografía ahora lo tendría en mayor estima, pero como suele pasar con tantas otras cosas en esta vida, ésa es una duda que jamás encontrará respuesta.


Mucha más enjundia tiene, en mi opinión, su segundo larga duración, “The Bends”, que vio la luz en marzo de 1995. Desde que uno escucha por vez primera el poderoso arranque de “Planet Telex” resulta obvio que el cambio de productor musical (ocupando ahora el cargo John Leckie, que había firmado el maravilloso debut de The Stone Roses y que posteriormente haría lo propio con Muse, en detrimento de los salientes Paul Kolderie y Sean Slade) y los meses de la gira posterior a “Pablo Honey”, puliendo los temas nuevos y planteando la posibilidad de otorgar mayor protagonismo a otros instrumentos, han sentado fantásticamente bien al sonido del grupo. También se percibe un alejamiento del tufillo grunge y britpop que revoloteaba en torno a “Pablo Honey” (entrando en una onda indie-rock equidistante de R.E.M. y Sonic Youth) y una mayor densidad sonora que otorga peso específico al conjunto.


Nada de ello tendría sentido, claro, si no estuviera a disposición de unas composiciones realmente interesantes. Ahí, por suerte, tampoco falla “The Bends”: trallazos rockeros como “Bones” o “Just” (una de mis favoritas de todo su repertorio, con un vídeoclip tremendo y una interesantísima versión a cargo de Mark Ronson) y medios tiempos con acelerones guitarreros como “My iron lung” o “(Nice dream)” comparten tracklist con momentos más delicados e introspectivos como las fabulosas “Fake plastic trees”, “Bullet proof... I wish I was” o “Street spirit (fade out)” (de la que recientemente Peter Gabriel hizo una versión bastante... particular), perfecto colofón para un segundo disco que supone un paso de gigante en la evolución de la banda.

Aunque, sorprendentemente, nada comparado con su siguiente LP.


“OK Computer” aterrizó en nuestro planeta, venido de la cada vez más misteriosa e imprevisible galaxia Radiohead, en junio de 1997. Fue, posiblemente, el disco de rock más avanzado (en términos de evolución del género) que se publicó ese año y, posiblemente también, en esa década. Lo que álbumes como “Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band” o “The Dark Side of the Moon” representaron para los 60 y los 70, respectivamente, “OK Computer” lo fue para los 90. Y es que si en “Pablo Honey” y, en mayor medida, en “The Bends” uno podía intuir que algo grande estaba en camino, “OK Computer” supuso esa anunciada eclosión musical, ese “darse a luz a sí mismos”. Radiohead ya no sonaban como nadie salvo como ellos mismos. A partir de entonces dejó de ser interesante averiguar cuáles eran los ascendentes musicales de la banda; era mucho más divertido (y muchísimo más fácil) enumerar los grupos a los que Radiohead comenzaba a influenciar.


El disco, grabado en el entorno rural de Oxfordshire y Bath y producido por ellos mismos en colaboración con Nigel Godrich (que había trabajado como ingeniero de sonido en “The Bends” y que a partir de entonces se convertiría en co-productor habitual del grupo, hasta el punto de ser considerado el sexto miembro de Radiohead), se presenta ya desde la inicial “Airbag” como un esfuerzo más ambicioso y elaborado que “The Bends”. La densidad sonora del álbum previo se vio aquí elevada al cuadrado (y eso que aún quedaba mucho margen de acción para lo que “Kid A” significaría tres años después), introduciendo toda suerte de inesperados arreglos, capas de instrumentación y coros en tercer y cuarto plano que juntos, superpuestos, lograban una atmósfera pesada y opresiva, pero tan elegantemente engarzada como una joya de alta orfebrería. Perfecta, por supuesto, para la idea que vertebra conceptualmente el disco: la vida en una sociedad acomodada que ha alcanzado su cénit tecnológico, perdiendo por el camino su humanidad y su primigenio sentido de la libertad. La nuestra, vamos.


Ejemplificar las bondades de “OK Computer” con una selección mínima de temas se me antoja ridículo. Todas las canciones del disco contienen algún aporte genial, algún aspecto compositivo que merece ser destacado. Incluso el inquietante interludio “Fitter happier” cumple una función dentro del conjunto. Y, si bien es cierto que en un primer momento hay cortes que calan con mayor rapidez en el cerebro del oyente (en mi caso fueron “Karma Police”, “Exit music (for a film)” y “Lucky”, que aún siguen estando entre mis canciones favoritas del grupo y, lo que es más, de cualquier grupo), “OK Computer” es, a la postre, uno de esos discos que se merecen una atenta escucha de principio a fin, disfrutando tranquilamente de un todo sinérgico que, para el abajo firmante, roza (o directamente alcanza) la perfección.

Existe, por cierto, un disco tributo a “OK Computer” en clave reggae. Se titula “Radiodread” y corre por cuenta del grupo de versiones Easy Star All-Stars, quienes ya habían firmado unos años antes “Dub Side of the Moon” y con posterioridad homenajearían también a los Fab Four en “Easy Star's Lonely Hearts Dub Band” (curiosamente, inspirándose en los mismos álbumes con cuya repercusión antes comparaba al tercer trabajo de Yorke, Greenwood y compañía). Pese a lo anecdótico del asunto, el disco es perfectamente disfrutable sin asomo de rubor.


Tras “OK Computer”, conseguido el reconocimiento de la industria, de la crítica y de buena parte del público; alcanzado el estatus que a partir de entonces los situaría en la liga de las bandas de rock más importantes del panorama internacional, la siguiente decisión discográfica del quinteto sería sin duda escrutada con lupa y medida por el rasero de la más alta exigencia. No sería hasta octubre del año 2000, prácticamente estableciendo el inicio del nuevo siglo musical, que Radiohead volvería a poner, y de qué manera, las cartas sobre la mesa.

Pero de eso, y de todo lo que vino después, hablaré otro día.

sábado, octubre 23, 2010

David Fincher y el mundo de las ideas

Una tesis que sostengo incansablemente pese a que no puede ser demostrada ni rebatida (pues es puramente subjetiva), es que no existen las malas ideas sino las ideas mal desarrolladas. Por increíble que parezca, de lo que uno apenas podría sacar tres líneas de texto un gran creador puede construirte una novela que cambie el mundo. Con el cine pasa un poco lo mismo. Mirad, por ejemplo, lo que es capaz de lograr la gente de Pixar a partir de una sinopsis tan poco atractiva como “anciano vendedor de globos decide viajar a Sudamérica para cumplir el sueño de su esposa recientemente fallecida”. Pues resulta que de ahí los chicos de Lasseter te sacan, como quien no quiere la cosa, la mejor peli de aventuras del 2008 y uno de los mejores largometrajes de animación de la década. Si queréis otro buen ejemplo, no tenéis más que acercaros al cine más próximo y comprar una entrada para “La red social”, última cinta hasta la fecha del realizador David Fincher.


Conocido por su magnífico trabajo en “Seven”, “El club de la lucha”, “Zodiac” o “El curioso caso de Benjamin Button” (aunque sé que mucha gente no compartirá mi opinión, para mí es una de las cimas cinematográficas de los últimos años), el director estadounidense aborda ahora la figura de Mark Zuckerberg, genio informático poseedor de un perfil psicológico que apunta al Síndrome de Asperger y creador de esa comunidad virtual de éxito masivo que se conoce como Facebook. Así, la cinta narra su controvertida estancia en la Universidad de Harvard, momento en que sentó las bases de la multimillonaria (en cuanto a usuarios y beneficios económicos) red social, y los posteriores litigios contra su persona iniciados por un lado por su ex-mejor (y único) amigo Eduardo Saverin y por el otro por los hermanos gemelos Winklevoss y el socio de éstos, Divya Narendra. ¿El motivo de esos litigios? Las ideas. Las bien desarrolladas.


Expresado así, este argumento no me despertaría, a priori, ningún interés en particular. “Frikis de la informática” y “procesos legales a cuento de la propiedad intelectual” no son precisamente mis temáticas cinematográficas favoritas. Tanto es así que, si “La red social” viniera firmada por un desconocido, podéis estar seguros de que no le hubiese prestado ni la mínima atención. Pero tratándose de Fincher, uno de mis directores actuales favoritos, servidor ya le había otorgado de antemano un muy generoso beneficio de la duda. Me alegra muchísimo poder confirmar que no sólo no me he equivocado al esperar algo bueno de esta cinta, sino que ha superado ampliamente mis expectativas más optimistas.


Haciendo gala de un estilo frío y directo, más próximo al conciso estudio de los mecanismos narrativos de “Zodiac” que al exhibicionismo audiovisual de “La habitación del pánico”, Fincher deja a un lado todo posible ego de director estrella para otorgar sabiamente el protagonismo a un libreto sencillamente sublime a cargo de Aaron Sorkin (conocido por su buen hacer literario en los guiones de “Algunos hombres buenos”, “La guerra de Charlie Wilson” o la serie de televisión “El ala oeste de la Casa Blanca”). Partiendo del libro “The accidental billionaires” de Ben Mezrich, Sorkin hilvana una compleja estructura argumental que se presenta engañosamente sencilla gracias al inteligente empleo, con precisión casi quirúrgica, de recursos tan habituales (pero rara vez tan bien articulados) como el flashback, la narración en paralelo o la voz en off. Mientras el punto de vista bajo el que se exponen los hechos pivota a través de los distintos personajes que pueblan la trama, el espectador es conducido de una escena a la siguiente con una fluidez y un sentido del ritmo modélicos. No hay en “La red social” ni una secuencia, ni un plano, ni una línea de diálogo sobrantes.


El único momento en el que la sobriedad estilística esgrimida por Fincher cede al impulso puramente estético es en la escena de la competición de remo. Se le perdona, no obstante, porque el montaje y la fotografía (sobresalientes durante los 120 minutos de metraje) quizás alcancen aquí sus más altas cotas de excelencia, y porque además nos permite disfrutar de una estupenda versión electro-industrial del “In the hall of the mountain king” de Edvard Grieg a cargo de Trent Reznor y Atticus Ross.


Sí, también la banda sonora de la película me resulta fascinante. Escuchándola ahora (en mi ordenador, mientras escribo esta reseña), me parece evidente que no ha sido pensada para ser experimentada de forma descontextualizada, al margen de las imágenes y los diálogos del film. Es, en el sentido más estricto de la expresión, un acompañamiento musical de primera categoría, a caballo entre los últimos álbumes de Nine Inch Nails, la banda sonora del Tetris y las inolvidables partituras de Vangelis para “Carros de fuego” (aunque quizás esta asociación responda a motivos puramente subconscientes: el estirado y ceremonial ambiente de los selectos clubes de Harvard y las recepciones con la monarquía europea en “La red social” me recuerdan inevitablemente a escenas concretas de la cinta de Hugh Hudson).


Sumémosle a lo anteriormente dicho un reparto de secundarios inesperadamente solvente y un actor principal en estado de gracia (Jesse Eisenberg, aquel enamoradizo nerd de “Bienvenidos a Zombieland”), y obtendremos una película técnicamente impecable. Lo de “inesperadamente”, por cierto, lo digo porque el casting incluye a la otrora cursi estrella infantil de la casa Disney Brenda Song (aquí la groupie zorrón y celópata Christy Lee) y al cantante pop e ídolo de adolescentes Justin Timberlake, al que tal vez veamos competir por el Oscar al mejor actor secundario por su papel de Sean Parker, el impresentable y oportunista creador de Napster. Tampoco Andrew Garfield (que da vida a Eduardo Saverin) poseía credenciales de ningún tipo hasta la fecha (salvo haber sido seleccionado para interpretar a Peter Parker en el futuro reboot de la franquicia “Spider-Man”) y lo cierto es que el muchacho también cumple con buena nota su cometido.


“Vale, muy bien”, pensaréis, “pero nada de eso cambia el hecho de que “La red social” es una peli sobre frikis de la informática metidos en procesos legales a cuento de la propiedad intelectual”.

Ah, gente de poca fe.

Llegamos pues al auténtico meollo de la película: el tema principal de “La red social” no es el Facebook. Ni siquiera Mark Zuckerberg y sus problemas con la justicia. No, en absoluto. Partiendo de esas bases tan coyunturales, tan ancladas en el aquí y el ahora, Sorkin explora conceptos (ideas, sí) atemporales y universales ligados a la esencia misma de la naturaleza humana como son la envidia, la amistad, el poder de la imagen y la posición social, la medida del éxito, el sexo como motor del consumo y, en última instancia, el precio de las personas y de sus sentimientos. Casi nada, vamos.


Como apuntaba mi buen amigo Lync al salir del cine, “La red social” es una auténtica tragedia griega situada en la era de los negocios punto.com. Una película que refleja con inteligencia, ironía y un gran sentido crítico el estado de las relaciones sociales en el mundo actual. Y también, posiblemente, uno de los más lúcidos frescos históricos que recuerde sobre el momento y las circunstancias que a vosotros y a mí nos han tocado vivir.

viernes, octubre 22, 2010

Sufjan, una vez más

“(...)
I know I've caused you trouble
I know I've caused you pain
But I must do the right thing
I must do myself a favor and get real
Get right with the Lord
(...)”


[Tan sólo un par de meses después del fantástico “All Delighted People EP” ya tenemos a Sufjan Stevens de vuelta con un nuevo álbum bajo el brazo, “The Age of Adz”. Éste, por cierto, ya no se considera un EP: debe ser que para Sufjan un EP dura menos de una hora y un LP debe acercarse peligrosamente a los 75 minutos. Si no, honestamente, no lo entiendo. El caso es que el nuevo disco puede parecer difícil en un primer acercamiento pero ya la segunda vez que uno lo escucha se da cuenta de que, debajo de tanto arreglo electrónico, tanta lírica dadaísta y tanta estructura a modo de mantra, lo que late en el corazón de cada tema es una concepción musical “100% Sufjan Stevens”: orquestación excesiva, coros a cascoporro y unas deliciosas melodías tremendamente pegadizas (probad a escuchar “Get real get right”, cuyos versos encabezan esta entrada, y decidme si podéis quitárosla de encima en lo que os resta de día). Seguramente “The Age of Adz” no tendrá una repercusión comparable a la de “Illinoise”, pero me resulta difícil imaginar que, con temas como el que da título al álbum, “I walked”, “Futile devices”, “Vesuvius” o la “antonyhegartyana” “Now that I'm older” (ya podía Antony haber colado una como ésta en su último trabajo), alguno de sus seguidores pueda sentirse decepcionado. Si acaso, se le achacará (no sin cierta razón) que no hacía falta culminar semejante delirio faraónico con un corte de 25 minutos, “Impossible soul” (parte 1, aquí; parte 2, acullá), que pese a sus muchas virtudes termina haciéndose excesivamente largo. Ése viene siendo desde hace un tiempo el único pecado de Sufjan: no sabe dónde y cuándo cortar. Lo demás, todo, chapeau.]

jueves, octubre 21, 2010

Hablemos de Dios

“Si Dios existe, espero que tenga una buena excusa.”

Woody Allen


No es ésta la cita con la que se abre “Dios en persona”, el tebeo recientemente publicado por Ediciones Sins Entido (de hecho es otra igualmente mordaz a cargo de Oscar Wilde) pero, dadas las circunstancias, bien podría haberlo sido.

Escrito y dibujado por el francés Marc-Antoine Mathieu, “Dios en persona” nos presenta, a la manera de un documental (con entrevistas a testigos y expertos en la divina materia), la insólita, inesperada y todavía inexplicable encarnación de Dios bajo aspecto humano en el momento histórico presente (o al menos uno que se parece mucho al presente).


Los hechos: un día cualquiera, en una cola del censo, un tipo se presenta como Dios DIOS (nombre: Dios; apellido: DIOS) y a partir de ahí se arma, precisamente, la de ídem. Primero lo toman por loco y lo someten a terapia; luego deciden estudiarlo desde el ámbito científico y, cuando ya no parece haber duda de que Dios es realmente quien dice ser, va la humanidad y hace lo que siempre se le ocurre en estos casos: por un lado, lo mercantiliza, intentando sacarle al asunto cuanto céntimo de dólar y euro se pueda; por el otro, lo lleva a juicio, acusándolo de irresponsabilidad para con su obra: la creación y todo lo que ella alberga.

Podría parecer, dadas las circunstancias, que Mathieu se ha metido en un berenjenal metafísico de difícil solución (intentar aportar un sólo gramo de verdad sobre la controvertida posibilidad de que Dios exista o no lo haga implica inevitablemente un fracaso), pero lo cierto es que el artista galo finta elegantemente la responsabilidad de meter las manos en la masa teológica y lleva el asunto a un terreno que, al menos a mí, me resulta infinitamente más interesante: el antropológico y social.

Así, "Dios en persona" no trata tanto de la figura de Dios ni de las posibles certezas que sobre su "persona" podamos tener (básicamente ninguna) como sobre la reacción que la constatación de su existencia supondría para el género humano. ¿Cómo reaccionaríamos si un buen día se despejasen todas nuestras dudas y se concretase, definitivamente, el hecho de que Dios sí existe? ¿Cundiría el pánico, nos volveríamos todos creyentes de golpe, lo recibiríamos con loas y alabanzas o lo desprieciaríamos por todo aquello que no nos gusta de unas vidas que jamás le pedimos tener?

Tampoco se detiene aquí Mathieu, sino que, sabedor de que tiene entre manos un concepto totalmente extremo, capaz de impregnar cualquier aspecto de nuestro continuum social, decide aplicarlo a terrenos tan dispares como la psicología de los medios de comunicación, la economía, la tecnología o el arte contemporáneo para poner en práctica su puntería y dedicarse a lanzar dardos envenenados (envenenados con sarcasmo e ironía, quiero decir) que tanto apuntan al fenómeno social de la telerrealidad como a los tejemanejes de la industria literaria, sin olvidarnos del (históricamente irreconciliable) binomio ciencia-religión.

Y lo hace, además, empleando unos diálogos ágiles y certeros, plagados de innumerables referencias y guiños que van de lo obvio (los juegos de palabras) a la más deliciosa sutileza, pasando por una abundancia de paráfrasis que cobran pleno sentido en el contexto en que se integran.

Todo ello se apoya visualmente en un dibujo sencillo y expresivo, con el blanco, el negro y el gris como únicas herramientas cromáticas y un estilo narrativo sobrio y directo que no hace concesiones a recursos superfluos. Lo más sorprendente desde el punto de vista gráfico quizás sea la inusual habilidad de Mathieu para la ubicación espacio-temporal de la acción, pues los cambios de escena se suceden continuamente sin que uno necesite más que una simple viñeta, a veces con un par de elementos sobre un fondo totalmente negro, para situarse perfectamente y no perder el hilo de los acontecimientos.


Resulta, pues, que “Dios en persona” no es sólo un tebeo inteligente, divertido y estupendamente dibujado, sino también un brillante ejercicio de auto-evaluación colectiva del que en última instancia se desprende una tesis tan antigua como el teatro griego y su archiconocido deus ex machina: el día que realmente necesite a Dios, ya se encargará el hombre de inventarlo.

martes, octubre 19, 2010

Glen y Markéta. Markéta y Glen.

Os lo dije. Fue hace dos años. Glen Hansard y Markéta Irglová. Retened esos nombres, os dije. Os harán reír y llorar, os harán pensar, os pondrán un nudo en la garganta. Y al terminar harán que os apetezca descolgar el teléfono para llamar a ese ser querido y decirle simplemente “hola”, o “te quiero”, o “ven y abrázame”. No me digáis que no os lo advertí.


Dos años (y un pequeño pico) han pasado desde que los descubrí gracias a la película “Once” que ambos protagonizaron y a la cual otorgaron una banda sonora de enmarcar, de las que funcionan igualmente bien con y sin imágenes (aunque, desde luego, después de las imágenes signifique mucho más). La cinta se había estrenado en 2007 y contenía varias de las canciones que Glen y Markéta habían compuesto para su primer disco común editado en 2006 y titulado, en honor a un libro de Josef Skvorecky, “The Swell Season”.


Tras el éxito de la cinta, Hansard (de origen irlandés) e Irglová (procedente de la República Checa) publicaron en 2009 un segundo disco, “Strict Joy”, esta vez bajo el nombre artístico que habían empleado como título de su debut (efectiviwonder: “The Swell Season”). Fue la gira de presentación de este álbum, tras la cual piensan realizar un hiato en su colaboración para que Glen retome el contacto con su formación anterior (The Frames), la que ayer los trajo por segunda vez a Madrid en lo que llevamos de año, al teatro Häagen-Dazs Calderón. Y allí estuve yo.


Cuando Glen y Markéta, acompañados de cuatro músicos más (guitarrista, bajista, baterista y violinista, concretamente), salieron al escenario tras la más que correcta aportación de los teloneros Marcus Doo & the Secret Family, el teatro ya registraba un lleno total. Más de 1.000 entradas vendidas por un grupo que, seamos honestos, en nuestro país no conoce prácticamente nadie. Pero los que los conocen los adoran y eso ayer se notó, y mucho. El público estaba totalmente predispuesto a pasarlo en grande, entregado desde el primer acorde que surgió de la ajada guitarra de Glen y la primera nota que brotó del piano de Markéta. La gente conocía las canciones, identificaba perfectamente cuáles habían salido en la peli (las ovaciones se sucedían constantemente), cuáles eran del nuevo disco y cuáles eran pequeñas golosinas que el cinematográfico dúo se reservaba para el directo. Los asistentes, en resumen, se merecieron anoche el sobresaliente.


Por suerte, esta vez nadie podrá decir que el grupo no estuvo a la altura de las expectativas. The Swell Season, la banda al completo, lo dio absolutamente todo sobre las tablas. Los acompañantes estuvieron brillantes en su contención (su música no admite masturbaciones de virtuoso; deben sonar compactos y armonizados y así lo hacen). Markéta, patológicamente tímida y con una fragilidad desarmante, aportó su voz lírica y dulce, contrapunto al chorrazo vocal que conjuga sin estridencias el rugido de Joe Cocker y el falsete de Chris Martin con la actitud folkie de un Springsteen acústico. Hablo de Glen, claro: pantalones vaqueros y camisa de cuadros, pelo rojo y sonrisa perenne, salvo cuando desgarra corazón y garganta al interpretar en solitario canciones como “Leave” o “Say it to me now” (a los pies del escenario, sin amplificación de ningún tipo), que consiguen que a uno se le ericen hasta los pelillos de los dedos de los pies. Glen Hansard: el alma de la fiesta, el centro de todas las miradas, el latido vital en el pecho de The Swell Season. Un tipo con un carisma y una simpatía desbordantes. “Es un cielo”, que diría mi madre. Yo, de haber podido, lo habría invitado anoche a cenar en mi casa. Y, si hubiera querido quedarse a dormir, le hubiera cedido mi habitación gustoso (ahora que tenemos sofá-cama en el salón...)


El concierto. No nos desviemos.

Tras hora y media desgranando su repertorio (los nuevos temas, como “Back broke”, “Feeling the pull” o “In these arms”, suenan tan bien como los antiguos), contando anécdotas divertidas, dedicándole unas palabras de admiración a Lorca y hasta subiendo al escenario a una espontánea para que colaborase, a las castañuelas, durante la subyugante “If you want me”, The Swell Season despidió la primera parte del recital con dos de las canciones más esperadas por el auditorio, la ganadora del Oscar “Falling slowly” y (mi favorita personal) “When your mind's made up”. Fue, a todos los efectos, el clímax musical y emocional de una velada inolvidable. Servidor se esforzó lo indecible para no ponerse a llorar como un chiquillo cuando Glen pronunció ese “So, if you want something...”, pero reconozco no haber sido capaz de contener un par de lagrimones. Hay cosas que significan cosas, no sé si me entendéis, y “...there's no point trying to change it”.


El público los despidió con una ovación atronadora. La mayoría en pie, eternamente agradecidos pero aún deseosos de más. Inevitablemente, los seis músicos tardaron poco en regresar para ofrecer una segunda parte igualmente magnífica. Como broche final, Markéta se acomodó ante su piano para interpretar una controvertida versión del “Cucurrucucú, paloma” que se saldó como un éxito musical sorprendente e inesperado. Pero el público demandaba más todavía y Glen se vio prácticamente obligado a desalojarnos, entre risas, con una divertida interpretación acapella (con la colaboración masiva de los espectadores, que chasqueábamos los dedos a las órdenes del cantante irlandés) del “Devil town” de Daniel Johnston.


Concluyó así un concierto memorable, de matrícula de honor, que por mi parte podría haber durado hasta que saliese el sol y, seguro, aún me habría dejado con ganas de más. La próxima vez que su show pare cerca de mi casa, The Swell Season ya tiene mi entrada vendida.

lunes, octubre 18, 2010

Coincidencias Objetivas

Menuda coincidencia: al día siguiente de colgar mi opinión sobre "La rebelión de Atlas", la imprescindible web Entrecomics le dedica un extenso artículo a Steve Ditko, haciendo hincapié en su relación con el Objetivismo de Ayn Rand. Interesantísimo y muy completo.

domingo, octubre 17, 2010

¿Quién es John Galt?

Durante las últimas semanas he estado enfrascado en la lectura de una obra tan irregular como fascinante: “La rebelión de Atlas” de Ayn Rand.

El argumento de la novela presenta unos EE.UU. distópicos (a la manera del “Nosotros” de Zamiátin, “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley) donde los más valiosos elementos de la sociedad (los auténticos artistas, los más esforzados científicos, los pensadores del individualismo y -ay- los más ambiciosos empresarios) se ven continuamente sometidos, en contra de lo que consideran justo y racional, al interés colectivo, a las necesidades del resto de la humanidad. Así, el gobierno legitima políticas económicas que perjudican a los principales generadores de riqueza para poder repartir los beneficios no en función de la productividad de cada uno y la valía real de su producto, sino en base a la necesidad del rezagado, del empresario mediocre, del obrero que, sin esfuerzo, busca que sean otros quienes pongan un plato de comida en su mesa. En este contexto, Dagny Taggart, heredera y directora en funciones (el auténtico director es su siniestro hermano James) de la compañía ferroviaria Transportes Taggart, comenzará a percatarse de cómo los hombres y mujeres más valiosos del país (industriales de la metalurgia, compositores de música, eminentes científicos y filósofos y -ay- banqueros de renombre) van desapareciendo progresivamente, dejando a la nación sin su principal sustento. Como todo indicio de que algo no marcha bien, en los labios de los hombres y mujeres estadounidenses se formula desde hace años una única pregunta, una muletilla que viene a decir que nadie puede estar jamás seguro de nada: “¿quién es John Galt?”


Rand, ferviente anticomunista nacida en Rusia en 1905 como Alisa Zinovievna Rosenbaum y emigrada a EE.UU. a los 21 años, fue escritora de novela, teatro, ensayo y guiones cinematográficos, así como la principal impulsora de la filosofía objetivista. El Objetivismo parte de la Lógica aristotélica (a la que Rand veneraba por encima de todo) para desarrollar un sistema de valores que propone que la realidad es algo absoluto, independiente del individuo, y que éste sólo puede percibirla mediante los sentidos y comprenderla mediante el uso de la razón. La consecuencia final de estas bases es que la única vida que merece ser vivida es aquella que busca la felicidad (el interés propio racional) en un sistema -ay- ferozmente capitalista, al margen de cualquier intervención estatal en el desarrollo de la libre economía (si queréis conocer toda la línea de pensamiento que lleva a Rand a tales conclusiones más os valdría leer la novela, concretamente el capítulo titulado “Yo soy John Galt”; yo no tengo estómago ni ganas de hacer aquí un desglose pormenorizado de su filosofía).


Los héroes randianos son eminentemente egoístas. Gente que busca el máximo beneficio aplicando estrictamente la lógica de la oferta y la demanda, que no ayuda al prójimo porque éste lo necesite sino porque tiene algo que ofrecer a cambio. No son corruptos, claro; de hecho, abominan de la corrupción del empresario que proyecta una imagen altruista pero se enriquece a costa del sufrimiento ajeno. Para Rand, cualquier política social derivada de la necesidad de quien menos tiene es no sólo irracional, sino una tendencia colectivamente suicida. Tampoco existen para la escritora las medias tintas: el subjetivismo (cualquier tono de gris entre el blanco y el negro) es palabrería de místicos (“místicos del espíritu” o religiosos y “místicos del músculo” o -ay- comunistas), malvados opresores que luchan contra todo lo que es racional, todo lo que es justo y, en definitiva, todo lo que es vida (Rand llama a esto, adelantándose al “Cuarto Mundo” de Jack Kirby, la “antivida”).

Argumentalmente, como literatura de ocio y evasión, “La rebelión de Atlas” funciona a las mil maravillas. Es cierto que Rand no es la mejor escritora del mundo (sus descripciones heroicas tienen un punto pornográficamente cursi al estilo “jardinero cachas de novela de Danielle Steel”), pero es igualmente cierto que me ha mantenido pegado a una novela sobre industriales oprimidos, nacionalizaciones de minas de cobre y líneas ferroviarias en apuros (sí, mis temas favoritos) durante casi 1.300 páginas gracias a un fluido ritmo narrativo, una fuerte caracterización de personajes y algunos giros argumentales absolutamente brillantes. “La rebelión de Atlas” es, ante todo, un libro entretenidísimo.


El problema, me temo, es que a Rand le pueden las ínfulas filosóficas. No conforme con escribir una buena novela con la que divertir y sorprender al lector, se esfuerza lo imposible por adoctrinarlo en su amado Objetivismo, sermoneándolo siempre que se presenta la ocasión para evitar que caiga en las malvadas garras de “los místicos” y la “antivida”. Esta tendencia a la regañina discursiva se eleva al paroxismo más absoluto en el citado capítulo “Yo soy John Galt”, una suerte de abstracto monólogo filosófico en el que Rand desglosa punto por punto todos los aspectos de su pensamiento. Todo lo que las 1.000 páginas precedentes pretendían hacernos entender queda explícitamente de manifiesto en esas 60 abrumadoras páginas que no dejan lugar a una interpretación personal de los hechos. Y a mí, qué queréis que os diga, me gusta poder sacar mis propias conclusiones. Por suerte, luego la trama recupera la frescura perdida y el final vuelve a ser tan intenso y épico como la situación lo requiere (desde un punto de vista moralmente deleznable, al menos para el abajo firmante, pero intenso y épico al fin y al cabo).

Tampoco me hace ni puñetera gracia la constante necesidad de Rand de arremeter contra las mezquinas y tercermundistas repúblicas populares europeas, asiáticas y sudamericanas sólo para ensalzar, de forma infantil y la mayor parte de las veces ridícula, los valores fundacionales de los EE.UU. Como si su historia no estuviera escrita con el mismo oro manchado de sangre que la de cualquier otra nación de este planeta. Peor aún, como si el concepto de nación, con sus límites territoriales y sus símbolos (el signo del dólar, omnipresente a lo largo de toda la novela) significara realmente algo. Ya lo dijeron los indios cuando los colonos les preguntaron cuánto pedían por sus tierras: “¿cómo os vamos a vender algo que no pertenece a nadie?”

Pero, en fin: no me supone ningún problema leer una novela (o ver una película, o leer un tebeo) con cuya filosofía estoy en desacuerdo. Si uno sólo prestase atención a aquello con lo que a priori ya comulga, sería prácticamente imposible cambiar jamás de opinión (y cambiar de opinión a veces es bueno). Además, no creo que Ayn Rand y un servidor tengamos una visión de la vida totalmente irreconciliable. En términos sociales y económicos su doctrina, aunque argumentada, me parece malvada y peligrosa, pero desde un punto de vista individualista me resulta fácil hallar ciertas virtudes en su discurso. Es precisamente por eso por lo que no descarto hacerme en algún momento futuro con una copia de su otra gran novela (no sólo por extensión sino por repercusión), “El manantial”.


Creo además que la obra de Rand, se esté de acuerdo con ella o no, tiene su importancia en términos extra-literarios. Sus postulados han tenido gran influencia en personajes como Steve Ditko (sus creaciones The Question y, en mayor medida, Mr. A, cuyo nombre proviene de la máxima aristotélica “A es A”, representan los máximos valores del Objetivismo), el creador de la Wikipedia Jimmy Wales o el Mr Universo Mike Mentzer. Es frecuente comentar, a tenor de “La rebelión de Atlas”, que se trata, según una encuesta realizada por la Biblioteca del Congreso de los EE.UU., del segundo libro más influyente en la vida de los estadounidenses, superado únicamente por la Biblia. Acojona, lo sé.


“La rebelión de Atlas” es también la principal fuente de inspiración de la saga de videojuegos “Bioshock” (cuya próxima entrega, subtitulada “Infinite”, tiene una pinta que te cagas) e incluso ha tenido cierta repercusión en la obra del bardo de Northampton, mi admirado guionista de tebeos Alan Moore. Moore, quien se declaró públicamente en contra de la filosofía de Rand, tuvo la audacia de inspirarse en algunos de los más destacados episodios de “La rebelión de Atlas” para enriquecer argumentalmente su soberbia colaboración con David Lloyd, “V de Vendetta”: distintas filosofías, mismas soluciones narrativas.


Yo personalmente me alegro mucho de haber leído esta novela. Me lo he pasado en grande siguiendo las desventuras político-empresariales de Dagny Taggart, Hank Rearden y Francisco D'Anconia (su speech sobre “la supuesta maldad del dinero” es perversamente loable), le he dado un par de vueltas a algunos conceptos importantes (aunque sólo fuera para acabar en el mismo lugar donde comencé: a la izquierda de Rand y a la derecha de Lenin) y, qué demonios, ya puedo decir que yo sí sé quién es el maldito John Galt.

Una última curiosidad: justo cuando terminé de leer “La rebelión de Atlas”, el pasado viernes, puse la televisión y me encontré en CNN+ con la comparecencia de la vicepresidenta Fernández de la Vega a cuento de los últimos presupuestos del Estado. En vista de sus declaraciones, no me costó imaginarme a una Ayn Rand esquizoide armada con un cuchillo saltando sobre ella en plena rueda de prensa y grabándole con el filo del arma en la frente, al más puro estilo Aldo Raine, el símbolo del dólar.

Qué imaginación la mía, ¿eh?

jueves, octubre 14, 2010

Lejos de Antony

“(...)
Thank you for your love
When my mind was broken into a thousand pieces
Oh thank you for your love
(…)"

[Mira que me gusta Antony Hegarty: su particularísima voz, su desgarradora forma de tocar el piano, sus poéticas letras (habitualmente tristes e incitadoras al suicidio, sí, pero igualmente hermosas y conmovedoras), su gusto por la experimentación conjugado con el pop y el soul más canónicos... Le tengo por uno de los artistas más importantes del actual panorama musical. O, al menos, uno de mis favoritos. Pero la escucha de su último LP, “Swanlights”, se me hace muy cuesta arriba. Por supuesto, no me resulta difícil advertir la calidad que emana de cada uno de sus diez temas (los 35 segundos de “Violetta” no cuentan). Algunos, como “Everything is new”, “The spirit was gone”, “Salt silver oxygen” (sorry, no video) o “Thank you for your love” (que ya conocíamos de su reciente single/EP homónimo y cuyos versos encabezan esta entrada) son todo lo que uno podría exigirle a un nuevo trabajo de Antony & the Johnsons. Pero el conjunto, el disco reproducido de principio a fin, acaba por aburrirme. Me satura. Quizás es que aún no le he permitido crecer lo suficiente, que me faltan escuchas. O tal vez sea que no estoy en el momento psicológico adecuado para meterme tanta ternura y sentimiento entre pecho y espalda. Sea como fuere, siento que con este “Swanlights” me he alejado un poco (o tal vez sea él quien se ha alejado de mí) de uno de mis, hasta ahora, artistas imprescindibles de la música moderna. Y eso me entristece.]

10 directores de cine actual que ya tienen mi entrada vendida (¡ah, no, que son 11!)

1- David Fincher


El nuevo Orson Welles, le llaman. Cada vez que estrena cinta, alguien dice que “es la mejor película de David Fincher hasta la fecha”. ¿Su trayectoria? Un interesante debut con “Alien 3”, un punto y aparte en el thriller sobre psycho-killers con“Seven”, una joya del suspense hitchcockiano en “The game”, una golosina intrascendente en “La habitación del pánico”, el siguiente punto y aparte en el thriller sobre psycho-killers con “Zodiac” y dos de las mejores películas de sus respectivas décadas (los 90 y los 2000): “El club de la lucha” y “El curioso caso de Benjamin Button”. Fincher parece, hoy por hoy, el director imparable.

Lo último: mañana se estrena en España “La red social”, también conocida como “la peli del Facebook”. En EE.UU. ha cosechado un éxito de crítica casi unánime y yo cuento con poder verla en algún momento del próximo fin de semana. Ergo, más información al respecto en unos días, a la misma bat-hora y en el mismo bat-canal.

Lo próximo: Fincher ya ha comenzado a trabajar en el rodaje de “The girl with the dragon tattoo”, adaptación jolibudiense de la primera novela de la trilogía superventas “Millenium” escrita por Stieg Larssen (seguro que no os tengo que explicar quién era este señor ni de qué van sus libros, ¿verdad?). A priori no me parece el proyecto más interesante en el que Fincher podría haberse embarcado (se hablaba de una nueva adaptación de “20.000 leguas de viaje submarino” de Julio Verne) pero, llevando su firma, servidor pasará por taquilla sí o sí.


2- Paul Thomas Anderson


El copycat del cine moderno. Alumno aventajado de Scorsese en la fantástica “Boogie nights”, hijo adoptivo del mejor Robert Altman en la memorable “Magnolia” y legítimo heredero de Stanley Kubrick en la simplemente perfecta “There will be blood” (estrenada aquí bajo el ridículo título de “Pozos de ambición”). “Punch-drunk love” le salió un poco rana, sí, pero en vista de sus otros méritos, vamos a hacer la vista gorda.

Lo último: “There will be blood”, mi película favorita del 2008.

Lo próximo: “Master”, film protagonizado por el gran Philip Seymour Hoffman sobre una secta religiosa surgida en los EE.UU. durante la década de los 50. Por mí como si trata de la recogida de champiñones en los bosques de Normandía, la veo fijo.


3- Sam Mendes


Con “Camino a la perdición” firmó una de las mejores películas de la década de los 2000. No contento con eso, su filmografía incluye también títulos tan celebrados como “American beauty”, “Jarhead” o “Revolutionary road”. Si eso no lo convierte en un realizador a tener en cuenta, apaga y vámonos.

Lo último: “Un lugar donde quedarse”, que pasó sin pena ni gloria por nuestro país. Yo, de hecho, no recuerdo haberla visto proyectada en salas.

Lo próximo: se especuló con la suculenta posibilidad de que dirigiese la próxima cinta de la saga Bond, pero la crisis que sacudió recientemente a la Metro Goldwyn Mayer lo ha llevado a figurar como el candidato mejor situado para una adaptación fílmica del “Predicador” de Garth Ennis y Steve Dillon. Eso sí sería digno de ver.


4- Stephen Daldry


A la chita callando (es un decir), el tipo que nunca verás en una lista de “mis directores favoritos” (salvo ésta) tiene en su haber tres películas monumentales. Se estrenó con el sleeper (y ya referente cultural) “Billy Elliot”, de ahí pasó a ponerle en bandeja un Oscar a Nicole Kidman con la demoledora “Las horas” y, acto seguido, a firmar uno de los títulos ineludibles del pasado 2009: “El lector”.

Lo último: “El lector”, una preciosidad.

Lo próximo: “Extremely loud and incredibly close”, un drama familiar con el desastre del 11-S como trasfondo, adaptación de la novela homónima de Jonathan Safran Foer. Es que, ¿sabíais?, a Daldry le pirra adaptar libros.


5- Quentin Tarantino


Enfant terrible en la década de los 90 (en la que parió dos clásicos inmediatos como “Reservoir dogs” y “Pulp Fiction”) y vaca sagrada en los 2000 (dos palabras: “Kill Bill”), el director y guionista con más ojo para las bandas sonoras eclécticas ha encadenado últimamente dos producciones ligeramente por debajo de su nivel habitual, “Death proof” y “Malditos bastardos”. Con todo, su nombre sigue siendo sinónimo de “must have” y cualquier proyecto asociado a su persona hace correr ríos de tinta y terabytes de información en internet. Por desgracia, hace apenas unos días nos enterábamos del inesperado fallecimiento de su principal colaboradora, la montadora Sally Menke, artífice en gran medida del inconfundible sello narrativo del realizador de Knoxville.

Lo último: “Malditos bastardos”, cinta que arranca en lo más alto para sufrir innumerables bajadas y subidas de interés. Disfrutable pero no imprescindible. También un “Celebrities” de “Muchachada Nui” la mar de majo.

Lo próximo: quizás un tercer volumen de “Kill Bill”. O tal vez la tan anunciada película sobre los hermanos Vega. O, es posible, un western protagonizado por esclavos durante la construcción del ferrocarril. Chi lo sa?


6- Martin Scorsese


El bueno de Marty, la leyenda viviente que nos regaló joyas como “Taxi driver”, “Toro salvaje”, “Uno de los nuestros” o “Casino” (sí, Bobby de Niro le está eternamente agradecido), parece más en forma que nunca. No sólo es el único maestro de la generación de los 70 que continúa haciendo cine al nivel de aquel entonces (Coppola y De Palma andan medio desaparecidos, George Lucas se entretiene en el rancho Skywalker contando su dinero cual Tío Gilito con doble papada y Steven Spierlberg nos da una de cal y otra de arena un poco como le venga en gana), sino que acaba de dar el salto a la pequeña pantalla (ahora se hace así: se pasa del cine a la HBO) con una de las series que vienen pisando fuerte esta temporada: “Boardwalk Empire”.

Lo último: El mentado piloto para televisión de "Boardwalk Empire". En cines, “Shutter Island”, una de las cintas imprescindibles del 2010.

Lo próximo: Marty tiene hasta cinco proyectos en cartera, desde una adaptación de “The invention of Hugo Cabret” hasta una nueva colaboración con su niño bonito Leonardo DiCaprio en “The wolf of Wall Street”, pasando por “Silence” (una de jesuítas protagonizada por Benicio del Toro y Gael García Bernal), el reencuentro con de Niro en “The irishman” y el esperadísimo biopic sobre Frank Sinatra, cuyo protagonismo parece asignado, una vez más, al ex-yogurín que tantas lágrimas adolescentes hizo brotar con “Titanic”.


7- Clint Eastwood


El tito Clint, hell yeah. El bastardo que puso rostro y mirada de serpiente al Rubio, al forajido Josey Wales, al predicador cuyo caballo se llamaba muerte y al inmortal (porque nadie se atrevió a intentar matarlo) William Munny. También, el hombre sensible que nos masajeó el corazón con “Los puentes de Madison” y “Million dollar baby”, el realizador implacable que nos heló la sangre con “Mystic River” y el poeta audiovisual que nos puso un nudo en la garganta con “Un mundo perfecto”. El intérprete que se despidió del lado luminoso de la cámara con un testamento tan rotundo como “Gran Torino”. El artesano que, a sus 80 tacos, sigue en la brecha haciendo algunas de las mejores películas que cada año pueden verse en los cines.

Lo último: “Invictus”, optimista drama político-deportivo centrado en la figura de Nelson Mandela. Sin ser su mejor film, no deja de ser una obra absolutamente recomendable.

Lo próximo: “Hereafter”, el regreso de Mr. Eastwood al cine de ultratumba casi 40 años después de “Infierno de cobardes”. Protagoniza Matt Damon y servidor aún no sabe qué pensar. Salvo, por supuesto, que acudirá al cine cuando se estrene para formarse una opinión con fundamento.


8- Christopher Nolan


Seguro que algunos empezabais a preguntaros cuándo aparecería este nombre en la lista... Después de saltar a la palestra con la magistral “Memento”, de derribar todos los mitos sobre adaptaciones del comic de super-héroes a la gran pantalla con “Batman begins” y “El caballero oscuro” y de zarandear nuestras mentes con la infravaloradísima “El truco final”, Nolan parecía llamado a convertirse en el niño bonito de estudios, crítica y público. Su único pecado, una discreta mediocridad titulada “Imsomnia”. Con todo, si alguien aún albergaba dudas sobre su talento, su último film hasta la fecha las ha despejado de un plumazo.

Lo último: “Inception” (“Origen” en nuestro país). ¿La mejor película del 2010? Veremos.

Lo próximo: si todo sale según lo planeado, la tercera entrega del Batman de la era Nolan verá la luz en algún momento del 2012. Internet echa humo con toda suerte de rumores e hipótesis. Yo sólo sé que aún faltan dos años para su estreno y ya tengo unas ganas descomunales de verla.


9- Spike Jonze


Haciendo siempre lo que le apetece, este realizador curtido en el arte del videoclip se lanzó al largometraje en la inestimable compañía del guionista más efervescente de los últimos tiempos: Charlie Kaufman. Tras dos irrepetibles (e inclasificables) colaboraciones, “Cómo ser John Malkovich” y “Adaptation”, Jonze abandonó el egomaníaco submundo literario de Kaufman para volar en soledad con la deliciosa “Donde viven los monstruos”, donde adaptó fielmente (y también, rara avis, enriqueció profundamente) el clásico infantil escrito e ilustrado por Maurice Sendak.

Lo último: el mediometraje “I'm here”, estrenado en Sundance y proyectado triunfalmente en la pasada Berlinale.

Lo próximo: una aparente ida de olla fantástica titulada “Light boxes” con estreno previsto para el 2011. Habrá que estar atentos.


10+11- Joel y Ethan Coen


Los Zipi y Zape del gran cine americano reciente (al carajo los Wachowsky y los Hughes) llevan años siendo dealers incombustibles de la mejor mierda cinematográfica que se ha visto en las pantallas de medio mundo. “Muerte entre las flores”, “Fargo”, “El hombre que nunca estuvo allí”, “No es país para viejos” o la descacharrante odisea del Nota en “El gran Lebowski” ofrecen la exacta medida del desbordante talento audiovisual y literario de este realizador bicéfalo de personalísima sensibilidad y oscuro sentido del humor.

Lo último: “Un tipo serio”, corrosiva comedia trágica o tragedia cómica que orbita alrededor del sentido judaísta de la vida.

Lo próximo: lo advertía hace tan sólo unos días; “True grit” tiene todos los boletos para convertirse en el próximo gran clásico del cine del Oeste. Cuento los días...


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Sé que me dejo en el tintero nombres tan destacados como Peter Weir (al que pronto tendremos de vuelta, nunca mejor dicho, con “The way back”), Darren Aronofsky (que en breve estrena la prometedora “Black swan”), Wes Anderson (desconozco a qué dedica el más indie de la clase sus horas muertas tras la divertidísima “Fantástico Mr. Fox”), David Cronenberg (con varios proyectos a medio plazo, entre ellos una ¿innecesaria? secuela de la fabulosa “Promesas del Este”), Alejandro González Iñarritu (a la espera de estrenar “Biutiful”) o el siempre intrigante David Lynch (que no sé qué estará pergeñando ahora, pero seguro que no le roba tiempo para hacerse esa inquietante permanente capilar una vez a la semana). Pero los top 10 (por mucho que éste haya sido un top 11 falseado) es lo que tienen: que sólo caben 10.

lunes, octubre 11, 2010

Banksy

Seguro que ya lo habréis visto referido en alguna de vuestras bitácoras favoritas, porque realmente está recorriendo e incendiando la red como un reguero de pólvora, pero servidor no quería dejar pasar la ocasión de hacerse eco de esta alucinante cabecera ideada para la celebérrima serie de televisión “Los Simpson” por el desconocido más conocido del mundo después de Dios (sobre este asunto espero que Marc-Antoine Mathieu pueda aclararme en breve un par de dudas).

Hablo de Banksy, el incombustible grafitero y polémico artista pop que además estos días estrena un prometedor mockumentary titulado “Exit through the gift shop”. Yo le sigo la pista desde que tuve la ocasión de disfrutar del excelente libro “Wall and piece” y creo que va camino de convertirse en un auténtico icono del arte actual.


Aunque, claro, también es posible que el tío se esté partiendo de risa a nuestra costa...