jueves, diciembre 30, 2010

Jimmy McNulty y el día en que murió el cine

Mucho se habla últimamente de la crisis que sufren los proyeccionistas de cine. Las salas, quiero decir. Las descargas ilegales (que todos hemos abrazado alegremente, aunque algunos con más criterio que otros) han conseguido que las cifras de recaudación se sitúen en ¿mínimos históricos? (lo dudo: no hay más que ver los taquillazos de la sagas “Crepúsculo” y “Harry Potter” o el fenómeno “Avatar”; gafas de 3-D mediante, claro). Pero ésta no es la primera gran amenaza que el cine ha enfrentado en sus más de cien años de vida (y no me refiero a la cerril iglesia católica que Carlos Casares retrataba en su novela “Ilustrísima”): hace medio siglo (lustro arriba, lustro abajo), la aparición del televisor fue vista como un peligroso enemigo que haría tambalear el indiscutible liderazgo de las salas de cine como primera opción de ocio del ciudadano medio. Si alguien llevaba el terreno audiovisual a tu casa, ¿por qué te ibas a molestar en desplazarte tú al cine, pagando además una entrada que la televisión no te exigía (al menos hasta que aparecieron el cable y las plataformas digitales)? El cine, no obstante, encontró a principios de los 80 una solución para adaptarse a los nuevos hábitos domésticos surgidos a raíz de la popularización de la televisión, incorporando la compra y alquiler de cintas de vídeo (posteriormente DVD's y recientemente Blu-Rays) a su oferta inicial, conquistando una vez más su ¿legítimo? nicho de mercado. Si como decía el Dr. Malcolm de “Parque Jurásico” “la naturaleza siempre encuentra un camino”, qué os voy a contar de las grandes empresas del negocio audiovisual.
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La gran baza que se reservaba el cine para continuar liderando la oferta cultural del mundo moderno era su supuesta calidad intrínseca (sigh) frente a los argumentos simplistas y los inferiores acabados formales de las producciones para televisión. Las buenas series, resumiendo, aspiraban a transmitir sensaciones similares a las de su fílmico hermano mayor, aunque siempre comprendiendo sus aparentes limitaciones y rara vez sacando partido a sus oportunidades exclusivas. Si uno pilla por casualidad en el TDT, haciendo zapping entre salsarrosas y granhermanos, un viejo capítulo de “Kung Fu”, “El equipo A”, “El coche fantástico”, “Magnum”, “V, los Visitantes”, “Corrupción en Miami” o “MacGyver” (todas ellas súmmum de lo cool en su momento), comprenderá que los años han apolillado los mitos de la tele setentera y ochentera del mismo modo en que los saprófagos voladores se comieron aquel viejo armario de tu abuela (y me vais a permitir dejar “Yo, Claudio” aparcada a un lado, por eso de no tirar piedras contra mi propio tejado discursivo, ¿os parece?).
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Todo ello, en fin, empezó a cambiar a principios de los 90, merced a tres series (muy posiblemente hubiera más; yo me referiré sólo a lo que conozco) que supusieron el germen de la edad de oro de las producciones para TV que actualmente contemplamos y que establecieron un nuevo listón en cuanto a calidad catódica: “Twin Peaks”, “Doctor en Alaska” y “Expediente X”. Con ellas (parte de) el público se percató de que la caja tonta podía no serlo tanto, y espectador y creativo dedujeron que tal vez se encontrasen ante un medio que no había sido convenientemente explotado hasta la fecha, pasando por alto esas “oportunidades exclusivas” (continuidad y dilatación del suspense; mayor capacidad para el desarrollo y evolución de los personajes; posibilidad de difuminar absolutamente los límites entre géneros y temáticas y de jugar con un número casi ilimitado de tramas y subtramas) de las que antes hablaba.
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Mientras seguían apareciendo producciones que respondían al modelo televisivo más canónico y que iban de lo meramente interesante a lo genial (“Ally McBeal”, “Buffy Cazavampiros”, “Frasier”, “Friends”, “Búscate la vida”... hablo de nuevo de lo que conozco, así que disculpad las ausencias que cada uno considere imperdonables), otra “casta” de series comenzó a establecer un nuevo punto y aparte cualitativo. Provenían de cadenas privadas como la HBO, estandarte de la televisión de calidad durante los últimos diez años, y tuvieron su particular profeta Isaías en Tony Soprano, anunciador del gran milagro televisivo y quizás el personaje más complejo (dramáticamente hablando) de la historia del medio (en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, por supuesto). Ya hablé acerca de “Los Soprano” en su día deshaciéndome en halagos (los que considero que merece), así que no me detendré demasiado en ella, salvo para decir que fue quizás con las andanzas de Tony y sus dos disfuncionales familias que la televisión pudo por fin mirar al cine cara a cara y comprender que ya no tenía nada que envidiarle. Esa tendencia se reafirmó un par de años después gracias a producciones como “Hermanos de sangre” o “A dos metros bajo tierra” y dio luz verde a gran cantidad de proyectos guiados por la ambición de hacer de la televisión algo más que un sucedáneo inmediato del Séptimo Arte. Grandes títulos han visto la luz en la primera década de los 2000: “Deadwood”, “Dexter”, “En terapia”, “Daños y prejuicios”... (a los que a buen seguro habría que añadir otros igualmente recomendables y que aún no he visto como “El ala oeste de la Casa Blanca”, “Mad men”, “Carnivale”, “Breaking bad”, “Roma”, “The Shield” o “Battlestar Galactica”). Todos ellos alcanzan por momentos la intensidad y brillantez técnica del cine, y algunos pueden prácticamente considerarse enormes películas de 12, 30 ó 60 horas de duración, divididas en capítulos por pura cuestión de funcionalidad.
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Ahora bien...
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(pausa dramática: se avecina una Revelación)
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...si “Los Soprano” es el Isaías catódico que antes decía, “The Wire” es directamente Jesucristo.
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(nueva pausa dramática, idónea para que los más beatos y los fanáticos de “Lost” -¿no son un poco lo mismo?- se lleven las manos a la cabeza)
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Porque “The Wire” hace nuevas todas las cosas (en términos audiovisuales); porque “The Wire” es el cordero de la HBO que borra el pecado original (haber nacido como entretenimiento de segunda) del mundo televisivo. Porque “The Wire” es, ¡qué demonios!, mejor que cualquier película que un servidor haya podido ver en pantalla grande en los últimos, qué sé yo, ¿cinco años?
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Hace un tiempo colgué en esta misma bitácora una breve reseña sobre la primera temporada de “The Wire”. Fue durante esa época bloggera en la que aún sentía la necesidad de escribir expresiones malsonantes para dejar claro lo mucho que me gustaba algo, así que la entrada concluía diciendo que “The Wire” es “una puta maravilla”. Vista al fin la quinta y última temporada, lo primero que se me ocurre, a bote pronto, es que aún no se ha inventado una palabrota lo suficientemente grande para describir todo lo bueno que esta serie ofrece. Curiosamente, sí existe una palabra políticamente correcta que le va como anillo al dedo: “The Wire” es perfecta.
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Creada por el periodista, escritor de novela policíaca y productor David Simon (a quien también se deben las series “The corner”, “Generation kill” y “Treme”) y su colaborador habitual, el ex-policía y guionista Edward Burns (no confundir con el actor y director de cine, tocayo suyo, a quien pudimos ver en “Salvar al soldado Ryan” o “Las aceras de Nueva York”), la serie está compuesta por 60 capítulos distribuidos en cinco temporadas. Aunque en principio podría colgársele la etiqueta de drama policial, lo cierto es que “The Wire” posee una envergadura temática tal que termina por salirse de cualquier restricción genérica. Lo que empieza como un caso de escuchas telefónicas a una banda de camellos de Baltimore acaba extendiendo sus redes (lo mismo que las causas y consecuencias de la lucha contra el narcotráfico) al ámbito de la política, el sistema educativo o el papel social de los medios de comunicación. Todo ello enriquecido con docenas (y docenas) de personajes que se mueven por el entramado argumental con una fluidez y naturalidad pasmosas, consiguiendo generar una sensación de veracidad que servidor jamás había experimentado ante una pantalla.
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Una aproximación superficial a su contenido podría inducirnos a pensar que “The Wire” contiene trazas del cine suburbano de Spike Lee, John Singleton o Fernando Meirelles, de la dureza anticlimática del “Sin perdón” de Clint Eastwood y de los resortes del thriller de investigación de “Zodiac” o “Todos los hombres del presidente”. Incluso el fantasma de William Shakespeare se pasea entre las líneas de diálogo que comparten los personajes de Stringer Bell y Avon Barksdale en los últimos compases de la tercera temporada. Pero si uno toma perspectiva comprenderá que no es a éstos ni a otros autores y obras a los que “The Wire” debe sus influencias. Recuerda a ellos (pero nunca los imita) porque ellos mismos recuerdan constantemente a la fuente principal de todas las historias. Al caldo de cultivo de todos los dramas, aventuras y romances. A la musa de Homero, de Tolstoi y de Cormac McCarthy.
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Al terminar de ver el episodio piloto de “The Wire”, sobre todo si antes ha estado uno leyendo críticas tan elogiosas como las que pueblan su ficha en Filmaffinity o IMDb (o como esta misma que publico yo ahora), tal vez se llegue a la conclusión de que al abajo firmante la HBO le paga por cada calificativo generoso, que siente algún tipo de irracional e intransferible filia sexual hacia las calles de Baltimore o que aporrea el teclado bajo el efecto de ingentes dosis de heroína, sumido en un éxtasis opiáceo que nubla su capacidad crítica. Pero no: “The Wire” es así de buena. Lo que ocurre es que, como esos álbumes clásicos de rock de los 70 (pienso en Pink Floyd o King Crimson) y esas otras joyas actuales del panorama indie (¿habéis escuchado lo nuevo de Sufjan Stevens?), “The Wire” es lo que la crítica musical especializada denomina un "grower": hay que ser paciente en su disfrute, no juzgarlo jamás tras una primera escucha y darle tiempo para que te seduzca, te enamore y finalmente te agarre con hercúlea fuerza por las gónadas, porque luego ya no te soltará jamás.
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“The Wire” es el resultado de todo lo que la televisión ha ido aprendiendo a lo largo de los últimos cincuenta años. Ha sabido transferir a su propio medio la estructura episódica de las grandes novelas de la literatura universal (no como capítulos autocontenidos, tampoco como etapas sucesivas en un crescendo que sólo alcanza su auténtico sentido en una season finale más o menos epatante). Ha sabido tejer una telaraña temática que hermana el cine negro con el discurso sociológico, el drama costumbrista y las maneras del celuloide documental, sin hacer ascos a puntuales destellos humorísticos. Ha entendido mejor que ninguna producción televisiva hasta la fecha el concepto de “arco dramático” de cada personaje, presentando seres emocionalmente orgánicos que no evolucionan de acuerdo a las necesidades de un argumento preestablecido, sino a sus propios anhelos, ambiciones y demonios personales (¡oh, Pryzbylewski, qué gran secundario!). Pero, sobre todo, ha asumido que el espectador es un ser inteligente que no necesita que le recuerden las claves argumentales cada media hora, le telegrafíen los sentimientos y tribulaciones de los personajes en cada plano o le entreguen, convenientemente masticadas y verbalizadas, las conclusiones de los grandes debates que sus 3.000 minutos de inteligencia audiovisual, cívica y emocional plantean. Parafraseando al propio David Simon: “que se joda el espectador medio”.
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Algunos dirán que todo esto ya se había hecho antes. Que “The Wire” realmente no inventa nada. Ahí está la citada “Los Soprano”, a la que casi todo este último párrafo podría aludir perfectamente (exceptuando lo del estilo documental, claro). Yo, como único matiz diferenciador, añadiré que al contrario de lo que sí me ocurrió mientras paladeaba las correrías del gran Tony S., durante la visualización de absolutamente ningún episodio de “The Wire” he podido intuir la presencia de una mano humana dando forma al contenido. Sobrio y carente de artificios (apenas cinco secuencias, una por temporada, con música extradiegética), su libro de estilo no tiene fecha de caducidad. Su austero sentido narrativo impide percibir la figura de un director de fotografía ajustando valores lumínicos o un montador decidiendo cuánto y hasta dónde dura cada plano. Cuando uno se sienta a ver “The Wire” se olvida inmediatamente de las luces, de la cámara; sólo ve la acción. Resulta igualmente imposible imaginar la existencia de un guionista que haya planeado de antemano los acontecimientos en la vida de Jimmy McNulty o un dialoguista que escriba las frases que florecen en la boca de Omar Little. Nadie hace hablar así a Omar, ¿sabéis? Nadie podría. Sencillamente, Omar habla así.
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Las calles de Baltimore que he visto en “The Wire” lucen para mí tan reales como la que veo todos los días al asomarme a la ventana de mi habitación (la cual, curiosamente, enmarca unas escaleras ocupadas por una pandilla que bebe cerveza y enciende un cigarro tras otro a la intemperie durante 7, 8 ó 9 horas diarias, sea verano o invierno, a la espera de que un nuevo ¿viandante? se aproxime a ¿entablar conversación? con ellos). “The Wire” es lo más cerca que la ficción audiovisual ha estado nunca de reflejar la realidad con todos sus matices. Tal vez no exista un tipo llamado Joseph “Proposition Joe” Stewart; tampoco un Frank Sobotka o un Tommy Carcetti. De hecho, lo más probable es que no exista “uno solo”. El mundo está lleno de Marlo Stanfields, de Hercs y de Bubbles: sólo tienes que salir a la calle para encontrarlos; para “contemplar sus obras y desesperarte”, que diría Ozymandias. Son el traficante que se enriquece con la cocaína que nos metemos el sábado por la noche en el aseo del garito de turno; el policía descerebrado que sólo conoce una ley, escrita con tinta impresa sobre papel verde; el vagabundo que duerme (o lo intenta) bajo cartones y periódicos en la boca de metro bajo el Banco de España (qué irónico, ¿no?). “The Wire” es una radiografía exacta, con sus pocas luces y sus muchas sombras, de la ciudad moderna, de la sociedad post-industrial actual, de la existencia que todos desarrollamos (conscientes o no) en nuestros ataúdes de hormigón infestados de jóvenes leones callejeros que luchan por liderar la manada a punta de pistola y políticos sin escrúpulos que vampirizan un sistema corrupto hasta el tuétano.
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El cine ha estado cien años siendo magia y fantasía, una ficción que evoca realidades más o menos cercanas, que se despide de ti con un beso o una bofetada cuando las luces de la sala de proyecciones se encienden y que te aguarda agazapado en su rollo de celuloide hasta el día en que quieras volver a dejarlo entrar en tu rutina. Es un medio limitado por sus propias coordenadas, una píldora monodosis que nunca podrá apretar más que los 90, 150 ó 200 minutos que le está permitido abarcar.
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“The Wire” no tiene límites, aunque esté cerrada. “The Wire” sólo se acaba cuando ya lo ha dicho todo y porque ya no hay nada más que decir. “The Wire” es el caso Gürtel, el cuerpo de policía de Coslada, la lancha cargada de droga en la ría de Arousa, la chica del este que hace la esquina en la Casa de Campo, la paranoia post 11-S y la Guerra de Irak, la Crisis económica y el niño que recibe una paliza diaria por parte de sus compañeros de clase. Es una broma de tus colegas de trabajo a primera hora de la mañana y la resaca después de una noche algo desmadrada celebrando el final de un buen día. O de uno realmente asqueroso. Es ser mal padre y mejor persona, pésimo marido y amigo fiel. Es traicionar a quien te quiere y luchar por lo que crees justo, incluso con los medios más ruines a tu alcance. Es la foto-finish que enmarca la victoria del lodo y las heces que bajan por el desagüe que cada mañana te da los buenos días al salir por la puerta de tu casa. No se esconde ni te pide permiso para hacer acto de presencia en tu día a día. “The Wire” es tu día a día, aunque tú no puedas/quieras ver la mierda salpicando incansablemente tus zapatos y los bajos de tu pantalón. Aunque tú no quieras devolver la mirada al abismo.
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El cine era la más hermosa de las mentiras. Y ahora está muerto.
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“The Wire” es la vida y es la verdad.

miércoles, diciembre 29, 2010

Vegas, el negro y yo: esperando a Van Zandt

“(...)
Now I'm out of prison, I got me a friend at last
He don't steal or cheat or drink or lie
His name's codeine, he's the nicest thing I've seen
Together we're gonna wait around and die"


A tenor de recientes acontecimientos, hace poco volví a escuchar con renovado interés aquel infravalorado “El tiempo de las cerezas” compuesto a cuatro manos por Enrique Bunbury y Nacho Vegas (el cual, por cierto, publicará un nuevo disco próximamente). Entre otras estupendas canciones como “Días extraños”, “De esclavitud y de cadenas”, “Secretos y mentiras” o “El cazador”, el doble álbum contiene un tema en concreto que siempre me ha tocado la fibra sensible: “La pena o la nada”. Lo firma Vegas y en una de sus estrofas se hace explícita mención a la canción de Townes Van Zandt “Waiting around to die”. Ahora me pregunto por qué no rastreé este título y a este músico en el momento en que descubrí “El tiempo de las cerezas”, pues han tenido que pasar cuatro años para que el menda se preguntase “¿quién demonios será Van Zandt?” Inexplicable, lo sé. Más aún si tenemos en cuenta que su disco debut, “For the sake of the song” (el mismo en que se incluye el tema citado), es un maravilloso ejemplar de folk norteamericano plagado de letras duras, derrotistas y con un fuerte aroma a desesperanza en cada verso. Muy del gusto de Vegas, claro. Y es que si Bunbury pasa ahora por ser un híbrido entre Tom Waits y Johnny Cash (salvando distancias, por supuesto) en el panorama musical nacional (antes fue algo así como nuestro Jim Morrison, por mucho que él pretenda negarlo), no es descabellado asumir que Nacho Vegas sea el Townes Van Zandt que nos ha tocado la suerte de escuchar en la lengua de Cervantes. “De aquellos barros, estos lodos”, que se suele decir. Y yo, contento de haber descubierto otra joya musical oculta a plena vista, me reafirmo en que la melomanía es la más satisfactoria de las adicciones.

Diseño para armadura hi-tech

Hacía muchísimo que no subía al Abismo un dibujo mío (sin contar la nueva cabecera del blog, claro), así que vamos a remediar semejante fatalidad con el diseño de una cosa que estoy modelando estos días para el máster de animación 3d que actualmente ocupa la mayor parte de mi tiempo. La ilustración está hecha íntegramente en Photoshop, con la Wacom y sin pasar por el papel. El trazo es un poco tosco, pero lo único importante era tener una base sobre la que poder ponerme a modelar.


Dentro de la armadura va un tipo que en principio debería tener la cara de J. (mayúscula) pero que, curiosamente, ha terminado pareciéndose más a mi padre (que también es el suyo) cuando era algo más joven. Como a ese modelo aún le faltan las texturas, por ahora se quedará en el anonimato bloguero. Si todo va bien, en unas semanas colgaré un vídeo con todo esto terminado y (en parte) animado. A ver qué tal queda...

martes, diciembre 28, 2010

The Smiths Project


Acabo de descurbir gracias a JNSP un proyecto alucinante (tanto que cuando leí la noticia pensé que era una inocentada): Janice Whaley ha versionado ella sola, con docenas de capas de voces, todo el cancionero de The Smiths. Una iniciativa terriblemente ambiciosa que tiene resultados tan atractivos como esto (si os habéis fijado bien en la barra de la derecha ya sabréis cuál es mi canción preferida del grupo...)

Que entren los payasos

“(...)
Don't you love farce?
My fault, I fear
I thought that you'd want what I want
Sorry, my dear!
And where are the clowns
Send in the clowns
Don't bother, they're here”

(“Send in the clowns” de Stephen Sondheim, cantada por mucha, mucha, mucha gente)



Empecemos por el tópico de turno: nunca me han gustado los payasos.

No porque les tenga miedo tras haber visto “It” de pequeño (básicamente porque nunca he visto “It”, ni ganas que tengo), no es eso. Lo que pasa es que nunca me han parecido graciosos. Ni siquiera cuando era niño. Llamadme amargado, si queréis, pero lo cierto es que nunca entendí por qué se pintaban la cara, se ponían pelucas y narices falsas, se vestían con colores chillones y se daban trompazos bajo las luces del escenario. Siempre me resultaron aburridos; el peaje que había que pagar para poder disfrutar de los tigres y elefantes, que eran lo que a mí me gustaba del circo cuando era renacuajo. No tengo nada contra la profesión, ojo. Me parece muy loable ganarse la vida haciendo reír a la gente, más aún a los niños. Pero con los payasos, ya digo, me pasa un poco como con “Cómo conocí a vuestra madre”: ni el más leve atisbo de sonrisa (no digamos ya una carcajada).


Se entiende así perfectamente que el hecho de estar protagonizada por payasos circenses no fuese lo que a priori me sedujo de la nueva película de Álex de la Iglesia, “Balada triste de trompeta”. Fueron esos trailers que prometían delirios de violencia, sexo e imágenes grotescas, cosas que en sí mismas no tienen por qué ser necesariamente positivas en un film, pero que en el caso del realizador bilbaíno parecían un primer paso en el camino de su recuperación cinematográfica.


Tras la anodina y convencional “Los crímenes de Oxford” (de la que sólo recuerdo el estupendo plano secuencia de presentación y a aquella Leonor Watling alla bolognesa que me arrancó un sonoro resoplido), Álex de la Iglesia se encontraba, para mí, en el nadir de su carrera. Las decepcionantes “800 balas” (que no llegué a terminar de ver) y “Crimen ferpecto” lo habían desplazado de mi lista de directores españoles a tener en cuenta (en la que se había instalado tras las muy recomendables “El día de la bestia”, “La comunidad” y mi favorita entre las suyas, “Muertos de risa”), y la conclusión más obvia era que aquel ímpetu salvaje y transgresor que caracterizaba sus trabajos más celebrados había ido diluyéndose paulatinamente. Su cine había sido domesticado.


O eso creía yo: “Balada triste de trompeta” es un regreso rotundo al humor más negro que uno pueda imaginar, al gusto por lo bizarro (o directamente pesadillesco), al no cortarse por miedo a desagradar al espectador bienpensante. Es hiperbólica, oscura, violenta, turbia, esquizofrénica y está cargada de bilis y mala baba, lo cual se agradece.


Su argumento nos presenta a Javier (el chanante Carlos Areces), descendiente de un linaje de payasos tontos (los que vacilan al payaso triste en escena) que ve su infancia truncada por el estallido de la Guerra Civil. Durante el conflicto, su padre (el amiguete Santiago Segura) es forzosamente reclutado por el bando republicano y por ello acaba sus días como un preso político del Régimen, obligado a trabajar en la edificación del Valle de los Caídos. Perdido todo poso de infancia y, por extensión, cualquier habilidad para hacer reír a los demás, Javier decidirá, por consejo paterno, convertirse en payaso triste, y tratará de hacerse un hueco en el mundo del espectáculo. Para su desgracia, irá a recalar a un circo donde su pareja cómica será Sergio (inmenso, como ya viene siendo habitual, Antonio de la Torre), un psicópata alcohólico que tiene al resto de compañeros aterrorizados; incluida su chica, la trapecista Natalia (interpretada por la pechugona e insípida Carolina Bang), a la que maltrata sistemáticamente (cosa que a ella, no obstante, la pone bellaca). La tensión llegará a su masa crítica cuando Javier se enamore de Natalia y desate los celos de Sergio, cayendo los tres a partir de entonces en una espiral de tortura, depravación y venganzas sin fin que se irán entrecruzando con los hechos históricos que marcaron los últimos compases de la dictadura de Franco.


“Balada triste de trompeta” puede ser entendida como una versión ultimate, más brutal y menos complaciente, de “Muertos de risa” (los paralelismos no son pocos), sazonada con imágenes extraídas de otras películas (ecos de “Con la muerte en los talones”, “Los santos inocentes” o incluso del primer “Batman” de Tim Burton se pasean por su metraje) y el sentido de deformación de la Historia que Quentin Tarantino esgrimía (más libremente, es verdad) en sus sobrevalorados (aunque muy superiores) “Malditos bastardos”.


Por su planteamiento retorcido del humor, “Balada triste de trompeta” no será plato del gusto de todos. La propia película hace la criba entre espectadores en una de sus primeras escenas, en la que el personaje de Antonio de la Torre cuenta un sádico chiste sobre bebés muertos. Quienes se rían con la broma están alegremente invitados a seguir en este descenso a los infiernos de la carcajada más oscura y descarnada: esta película es para ellos. Los que no le vean la gracia por ningún lado mejor harían en abandonar la sala inmediatamente si no quieren pasarlo tan mal como el personaje de Carlos Areces durante el resto de la proyección.


Hay aciertos muy estimables en el film, partiendo de unos títulos de crédito hipnóticos (la banda sonora de Roque Baños da rotundamente en el clavo), unos primeros compases vibrantes y una potencia visual arrolladora, en la línea de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro (cambiando la querencia de aquéllos por los tonos verdes por una fotografía en azules desaturados); pero también defectos imperdonables que lastran terriblemente el conjunto y que impiden que esta “Balada triste de trompeta” ofrezca todo lo que prometía, que era muchísimo. Más allá de sus flaquezas de guión, que a medida que el metraje avanza va perdiendo el foco en la dimensión dramática de los personajes para encadenar una astracanada tras otra en un circense “más difícil todavía” imposible de sostener, “Balada triste de trompeta” adolece de un montaje errático, arrítmico, que disminuye el impacto que cada escena provocaría por separado y que despierta en el espectador (al menos en un servidor) una sensación constante de desaprovechamiento del material filmado. En esta ocasión el todo se revela inferior a la suma de las partes, y yo me planteo si esto que ahora se proyecta en cines se asemejará al montaje original que de la Iglesia tenía en su cabeza mientras escribía el libreto de la película.


“Balada triste de trompeta” me parece, por consiguiente, una cinta interesante, entretenida y tristemente fallida. Funciona en pequeñas dosis (en escenas concretas, sobre todo las que se apoyan en canciones pop que multiplican el efecto cómico de las imágenes) pero fracasa en la visión de conjunto, y supone una nueva demostración de que hay mucho cine corriendo por las venas de Álex de la Iglesia, pero también de que un buen planteamiento, una puesta en escena atractiva y unos actores solventes no son suficientes para salir airoso de una apuesta tan arriesgada.

lunes, diciembre 27, 2010

...cerrando paréntesis)

Adelantándose un pellizco a lo prometido, El Abismo vuelve a las andadas coincidiendo con los estertores de un año, el 2010, que ha dado mucho de sí para el abajo firmante, tanto en lo ociopático (cine, música, comics, series de tv, literatura) como, más importante aún, en lo estrictamente personal. Atendiendo a nuevos aires (más ligeros y positivos) en mi estado anímico, a la aportación del comentarista Eric Blair (que puso de manifiesto ciertas dificultades para leer el texto blanco sobre fondo negro) y a mi propia voluntad de establecer un punto y aparte en la trayectoria del Abismo (si en la anterior entrada decía que aquello era como una season finale televisiva, ésta debe ser entendida como una season premiere, ¿no?), hoy estreno estilismo, cabecera e imagen de perfil. También he variado ligeramente los menús de la barra de la derecha. Siempre he abogado por la funcionalidad, la legibilidad, los diseños limpios y la determinación de priorizar el contenido sobre el continente, pero dependiendo de que los cambios os gusten, os entusiasmen u os parezcan aborrecibles decidiré si lo dejo así una temporada o le doy un par de vueltas más al aspecto del blog.

Como tampoco conviene explayarse más en menudencias y servidor tiene muchas ganas de entrar de nuevo al trapo bloggeril, me gustaría simplemente agradecer una vez más vuestra presencia a todos los que estáis ahí fuera devolviendo de vez en cuando una miradita a estas abismales profundidades y, sin más dilación, dar por oficialmente comenzada esta nueva temporada.

¿Listos para empezar?

viernes, noviembre 19, 2010

(Abriendo paréntesis...

“Timing is the answer to success...”


Ante todo, nada de dramas.

Supongo que habréis deducido, y si no ya os lo digo yo, que escribir un blog con cierta regularidad conlleva un esfuerzo y una dedicación mayores que, por ejemplo, no hacerlo. Para un servidor, que relee cincuenta veces cada entrada antes de colgarla y que la relee otras cincuenta recién colgada para detectar faltas ortográficas y errores gramaticales e incluso pulir pequeños aspectos puramente estilísticos, ese esfuerzo y dedicación tienen un coste en tiempo. No pretendo daros pena, ojo. Me lo paso como un enano escribiendo aquí y, tal y como suele decir Fran G. Lara respecto a su propia bitácora, El Abismo lleva más de cuatro años siendo mi blog favorito de toda la cosa ésta de la internet, y confío en que continúe siéndolo durante muchos años más.

Lo que tal vez no sepáis es que las entradas que escribo para El Abismo existen previamente en un documento de Word donde aguardan a ser publicadas en la red. Normalmente opero con un margen de unas cinco o seis entradas inéditas. Así, cuando alguien lee aquí mi última actualización, en mi ordenador ya existe media docena de reseñas, rayaduras o paráfrasis pseudo-intelectualoides a la espera de tener su momento de gloria. Eso, ya digo, normalmente.

Ayer, por primera vez en mucho tiempo, ese margen se vio reducido a cero. Lo último que habéis leído en El Abismo es lo último que he escrito en mi sacrosanto documento de Word (bautizado como “Blog.doc”, por cierto). No es que no se me ocurran un millón de buenos (y malos) temas sobre los que verter mi impetuosa incontinencia literaria, pero debido a que además de ser blogger tengo una vida (¡sí, de verdad!) y una ocupación, he decidido hacer un pequeño paréntesis para descansar un poco de esto, solucionar un par de asuntos prioritarios y volver al Abismo con las pilas cargadas dentro de unas semanas.

Podéis tomároslo como unas vacaciones blogueras o, casi mejor, como un final de temporada, al estilo de esas series de televisión que tan fuerte vienen pisando desde hace un tiempo.

A la vuelta de este hiato me acompañarán unas cuantas reflexiones sobre “The Walking Dead” (tanto en su versión viñetística como catódica), “Miracleman” y “Comanche”, Bruce Springsteen, Queen, Herman Melville y el estreno en cines de “Tron: Legacy” y “Balada triste de trompeta”, además de esas listas tan apañadas sobre lo mejor del año que proliferan por la bloguesfera como setas sobre un nutritivo y fétido montón de mierda (ésta va por ti, Silvia, que sé que te había gustado la frase en su día) y que tanto me divierte elaborar.

Será, si todo va bien, a principios de 2011.

Hasta entonces esto se queda como está, perfecto para aprovechar y releer lo que ya hay publicado, que digo yo que siendo tanto (752 entradas, a estas alturas), algo habrá que merezca la pena, ¿no?. Yo seguiré pasándome, aunque de forma irregular, por mis blogs de visita obligada. Si no comento no será porque no me interese lo que lea, sino porque iré, estoy seguro, con el tiempo justo para echar una visual muy por encima y luego volver a lo mío, que ya digo que me va a tener la mar de ocupado.

Sólo espero que a mi regreso todavía haya alguien dispuesto a leer lo que sea que tenga que contaros. Éste nunca ha sido un blog con demasiados seguidores, pero lo cierto es que nunca he necesitado ni uno más para sentir que estaba siendo leído por la gente adecuada.

A todos vosotros, como siempre, gracias.

¡Nos leemos!

miércoles, noviembre 17, 2010

Doblan por ti

“Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres”

(“Por quién doblan las campanas”, Ernest Hemingway)



Decía el otro día, a cuento de mi descubrimiento del maravilloso álbum “Rain dogs” de Tom Waits, que la gran virtud que hace frente a la ignorancia es el hecho de ser consciente de lo ignorante que uno es. Como sé que alguno de mis lectores podría echarme en cara que versione tan alegremente a Sócrates (que no es tan malo como fusilar la Wikipedia, pero casi) sin aportar nada de mi propia cosecha, añadiré que hay otro factor que juega a favor del ignorante que quiere dejar de serlo: tener buenos camellos. Así, servidor sabe perfectamente de quién puede fiarse cuando se trata de descubrir nuevos comics, música, cine o series de televisión. Tengo, de hecho, más de un dealer para cada asunto, y generalmente aciertan de pleno con mis gustos y me dejan totalmente satisfecho con su mercancía.

En el caso de la literatura, mi principal proveedor es mi inseparable amigo Link (inseparable en más de un sentido, pues desde hace un tiempo compartimos piso... otra vez). A su buen juicio literario debo el inmenso placer de haber conocido (parte de) la obra de Julio Cortázar, Alessandro Baricco, Paul Auster, Thomas Mann o John Banville, por lo que sus recomendaciones son siempre tenidas todo lo en cuenta que uno buenamente puede. El último en sumarse a esta lista de pesos pesados de las letras gracias al buen criterio de Link (a veces también escrito Linc o Lync) ha sido Ernest Hemingway.


Un día, sin venir a cuento salvo por el hecho de que le apetecía hacerlo, Link/Linc/Lync me regaló un ejemplar de “Por quién doblan las campanas”. Por aquel entonces yo andaba enfrascado en la lectura de otra novela (creo que era, precisamente, una de Paul Auster), y desde entonces estuve, por h's o por b's, posponiendo mi desvirgamiento con Hemingway hasta hace relativamente poco. Reconozco que además me daba un poco de pereza, pues tenía la infundada idea de que Hemingway era, debido a su reconocimiento prácticamente unánime, un escritor denso y difícil. Estas cosas pasan: uno, movido por Kirby sabe qué razones, tiende a asumir que el cine en blanco y negro de los 50 es más aburrido (¡ha!), que la música pop de los 60 es más convencional (¡haha!), que los tebeos norteamericanos de los años 70 son más inocentes (¡hahaha!) y que los clásicos de las letras universales son un coñazo (¡bwa-hahahahaha...!) La lección que hoy debemos todos aprender, niños, es: no tengáis miedo a los grandes nombres de la literatura.

“Por quién doblan las campanas” (inspiración directa de aquel épico trallazo trash de Metallica) está escrito de modo conciso y directo, haciendo que su lectura sea siempre ágil, dinámica y terriblemente entretenida. El libro narra tres días en la vida de Robert Jordan, norteamericano voluntario en las Brigadas Internacionales que defendieron los ideales republicanos en la Guerra Civil española, durante los cuales debe planear y ejecutar la voladura de un puente decisivo para la ofensiva antifascista en compañía de una banda de partisanos que sobreviven en los bosques tras las líneas enemigas. Conocerá entonces a María, una joven traumatizada por la muerte de sus padres y los abusos sufridos durante la toma de su pueblo por parte de los Nacionales, y ambos se sentirán inmediatamente atraídos de forma mutua.


Más allá de un relato donde apenas acontecen (al menos hasta su tramo final) demasiados hechos determinantes, Hemingway presenta al lector una absorbente dinámica psicológica entre personajes complejos y realistas, plenos de motivaciones, miedos, anhelos y dudas. Seres que le dan vueltas en su cabeza, incansablemente, a la idea de una muerte inminente o a sus creencias políticas; que hacen repaso de su vida previa, sabedores de que todo puede írseles al carajo en el momento en que la dinamita haga saltar los pilares que sostienen ese puente que casi resulta un personaje más de la narración, ominoso y amenazador. El ambiente de camaradería, la complicidad entre los guerrilleros, traspasa entonces las páginas del volumen para hacer partícipe a un lector que traba sólida amistad con el viejo Anselmo, un buen hombre que desearía no tener que matar nunca a nadie; que desconfía de Pablo, antiguo líder venido a menos a causa de su alcoholismo y su descubrimiento del concepto de “propiedad”; que se enamora inevitablemente de María y vive intensamente cada uno de los escasos momentos que Jordan puede pasar a solas con ella, apurando cada palmo de piel hasta el romper de un nuevo día. Como ocurría con aquella maravillosa cabecera catódica de la HBO titulada “Hermanos de sangre”, el espectador/lector acaba por sentirse uno más en el grupo de valientes (y cobardes) que afronta la vida y la muerte como buenamente puede. Al igual que allí, aquí cada personaje es un mundo, parte de un universo aún mayor.

Pese a haber participado él mismo en la contienda engrosando las filas republicanas (lo cual podría haber motivado una ausencia de objetividad), Hemingway consigue en “Por quién doblan las campanas” evitar cualquier atisbo de parcialidad en la narración. En última instancia, todo hombre o mujer presente en el relato, participe en la contienda desde un lado o desde el otro, es una vida tan sagrada como la que más. Reduciendo el número de personajes hasta una cifra manejable (apenas una decena), el escritor consigue que cada muerte, se produzca ésta en el bando nacional o el republicano, se vea subrayada por un sentimiento de fatalidad, por un sordo eco de desgracia, haciendo espantosamente tangible la idea germinal del poema de John Donne que abre en paráfrasis la novela: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra.; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.”


“Por quién doblan las campanas” es, con todo merecimiento, una obra maestra de la literatura universal. Una harto entretenida, fácil de leer, imposible de dejar a medias. Más adictiva que el best-seller de turno y, desde luego, mucho más compleja, poética y enriquecedora que el ultimísimo (y pasajero) fenómeno editorial. Pero, sobre todo, es un libro que profesa un absoluto respeto por la vida y por la muerte. Nunca está de más que un tipo, ya sea un escritor o un buen amigo, aparezca de pronto en tu vida para recordarte que el auténtico, el único valor real de todas las cosas, sólo puede ser medido en base a la importancia de la vida humana.

Por ello: gracias, Hemingway; gracias, Link.

Y tú, ignorancia: chúpate ésa.

Fantasías animadas

Clicando en cada imagen, as usual:

martes, noviembre 16, 2010

Mis músicos favoritos: Radiohead (parte 2)

(Previously on “Mis músicos favoritos”...)



En el año 2000, tras el arrollador triunfo musical que supuso “OK Computer” y como si estuviesen siguiendo a pies juntillas aquella máxima de Corto Maltés que reza “siempre un poco más lejos”, Thom Yorke, Jonny y Colin Greenwood, Philip Selway y Ed O'Brien se reinventaron como banda una vez más para su cuarto álbum de estudio, abandonando totalmente las convenciones de la música rock para dar un salto de fe hacia el terreno de la electrónica. Dicho salto, que a muchos artistas les cuesta algunas de sus peores críticas (y no, no estaba pensando en Dover... ¿o tal vez sí?), condujo a los ingleses hasta uno de sus más sonados éxitos: “Kid A”. Claro que este disco no era el típico acercamiento tímido al género, sumando un par de sintetizadores y bleeps al estilo compositivo del grupo, sino una auténtica deconstrucción y recreación de su sonido de los pies a la cabeza.


Se dice que Thom Yorke estaba por aquel entonces deprimido a consecuencia del éxito de sus anteriores trabajos (otros se deprimen porque no pueden pagar la hipoteca o porque su señora los deja por un jardinero cachas veinte años más joven, pero ya se sabe cómo se las gastan las celebrities) y que las guitarras ya no le despertaban sentimiento alguno, por lo que convenció a sus amiguitos radiocabezudos para meterse de lleno en el fregao electrónico que Yorke ya había catado en sus años mozos como DJ. El resultado fue un álbum complejo, difícil en las primeras escuchas, plagado de letras inconexas y rematadamente experimental, que encumbró a sus artífices como banda (aún más) de culto y estandarte de una música pop (en el sentido de popular, no como subgénero) apta sólo para el público más exigente.


A mí personalmente me parece un disco maravilloso, pero reconozco que no es mi primera opción cuando quiero escuchar a Radiohead sin comerme demasiado el coco. “Kid A” debe ser apreciado en su conjunto, como una experiencia integral, y prácticamente ninguno de sus cortes es, por sí mismo, carne de hit. Lo cual no quita que sean composiciones asombrosas, como la introductoria “Everything in its right place”, “The National Anthem” (con unos metales alucinantes) o mi favorita del LP, “Optimistic”. La que más tirón comercial ha demostrado tener (tal vez por su idoneidad para ser remezclada como tema rompepistas) es “Idioteque”. El final, con la subyugante “Motion picture soundtrack”, se acerca más (tal y como adelanta su título) al estilo sonoro de los acompañamientos musicales cinematográficos que a todo lo que el quinteto de Oxford había facturado en su discografía precedente.


Este gusto por las composiciones para el cine ha tenido gran protagonismo en la trayectoria singular de Jonny Greenwood, quien posteriormente firmaría, al margen de sus compañeros, las bandas sonoras del documental dirigido en 2003 por Simon Pummell “Bodysong” (que no he tenido ocasión de ver, así que poco más puedo añadir al respecto) y de la sobresaliente película “There will be blood (Pozos de ambición)”, con la que Paul Thomas Anderson desempolvó en 2007 el legado del mejor Stanley Kubrick, regalándonos de paso unas interpretaciones memorables a cargo de Paul Dano y un histriónico y sobrecogedor Daniel Day-Lewis. La banda sonora de Greenwood estuvo a la excepcional altura de las circunstancias, aunque cualquier parecido con el sonido característico de Radiohead es pura coincidencia.


Volviendo a “Kid A”, resulta imprescindible mencionar una de sus curiosidades más célebres: si uno hace sonar el disco por duplicado en dos reproductores distintos con un desfase de 17 segundos, las distintas capas de sonido encajan perfectamente (incluso en los espacios en silencio entre corte y corte) ofreciendo una experiencia musical barroca y preciosista que se conoce como “Kid 17” o “Kid A 17”. Y, aunque esta versión puede localizarse fácilmente por internet ya mezclada, personalmente creo que tiene mucho más encanto hacer el experimento en casa, usando dos reproductores de audio en un mismo ordenador y ajustando los tiempos lo máximo posible hasta que los temas se solapen perfectamente (yo lo he probado y creedme: ¡funciona!). Inevitablemente (y como ha ocurrido con el coetáneo “Lateralus” de Tool que, según se dice, puede variar su significado dependiendo del orden en que se reproduzcan sus cortes), la anécdota ha contribuido a engordar todavía más la leyenda de un “Kid A” que ya es habitual encontrar en toda lista que se precie de “los mejores discos de la década”.


Menos suerte corrió “Amnesiac”, publicado en junio del año 2001 y cuyas canciones nacieron de las mismas sesiones de grabación en que se gestó “Kid A”. Entendido por parte del público como una suerte de álbum de descartes (cosa que la banda siempre ha desmentido), su repercusión se vio minimizada por el éxito del anterior trabajo de Yorke, Greenwood y compañía.


“Amnesiac” es el disco más inclasificable de Radiohead. Escuchándolo, uno puede fácilmente imaginar que los cinco músicos decidieron dar rienda suelta a sus ideas más arriesgadas sin pensar en cómo las recibiría el oyente, dejándose simplemente llevar por sus impulsos creativos y sin imponerse límites o condiciones. Sin llegar a la densidad de “Kid A”, lo cierto es que este quinto álbum de estudio siempre me ha parecido intrigantemente esquivo. “Amnesiac” es esa idea que intuyes sin comprender, como el misterio de la Santísima Trinidad o las paradojas visuales de Escher. Lo escuchas y te atrapa, pero difícilmente sabrías tararear sus melodías si el audio del disco no te acompaña al mismo tiempo. Tal vez por eso sea el LP más incomprendido y olvidado del grupo, pese a contener momentos tan inspirados como “Pyramid song”, ritmos sinuosos como el mantra sónico de “I might be wrong”, espacios para la introspección minimalista al más puro estilo Wim Wenders en “Hunting bears” o atmósferas tan inquietantes como la que se hace palpable, pese a su superficial “buenrollismo” (campanitas incluidas), en “Morning bell-Amnesiac”. ¿Soy yo el único al que ese lastimero “release me” le parece espeluznante?.


No obstante, es justo cuando uno cree que el disco ya ha demostrado todo lo que tenía que demostrar (a su particular manera) que aparece a modo de cierre el tema “Life in a glass house” (tal vez mi canción favorita de la banda) y el mundo se le pone a uno patas arriba. Desmarcándose del resto del álbum (y prácticamente de toda su discografía anterior), Radiohead entrega aquí un tema jazzístico absolutamente memorable, con una sección de vientos que quita el aliento y un Thom Yorke que parece no haber cantado mejor en su vida (ese “...only only only...” siempre me pone los pelos como escarpias). Por lo que a mí respecta, sólo por esta canción “Amnesiac” ya habría merecido (¡y cuánto!) la pena. Aún así, aconsejo cautela: este disco "hace bola", que diría Aaaaalan Moore.


Tras la inevitable gira de conciertos (en la que se grabaría su único directo oficial hasta la fecha, “I might be wrong”), Radiohead no tardaría demasiado en volver a encerrarse en el estudio para producir nuevo material. Así, en junio de 2003 vio la luz el que para mí es su segundo mejor disco (pese a que, lo asumo, muy poca gente vaya a compartir esta opinión). Se trata de “Hail to the thief”, un regreso a estructuras musicales algo más convencionales y un ejercicio de rock más directo que “Amnesiac”. Los Radiohead de “Hail to the thief” no son ya los muchachos con ganas de comerse el mundo que seis años antes habían publicado “OK Computer”, ni tampoco los músicos experimentales que buscaban una revolución sonora en cada imprevisible beat de “Kid A”, sino un híbrido entre ambos, capaces de crear melodías menos abstractas pero más contundentes, enriquecidas con la densidad sonora que su experiencia previa ahora les permite.


Surgen de esta combinación entre una y otra faceta composiciones tan apabullantes como “There there” (presencia indiscutible en mi top 10 de la banda), “2+2=5” (con esa brutal condena al oyente en el verso “you have not been paying attention”), el subidón progresivo y casi bakala de “Sit down, stand up”, “I will” (que consigue que a uno le bajen de golpe los niveles de concentración sérica de litio) o ese sobrecogedor fin de fiesta casi rapeado que recuerda en sus primeros segundos a la música de los videojuegos de 16-bits y que responde al título de “A wolf at the door”. Posiblemente “Hail to the thief” no sea el disco más redondo de Radiohead pero a mí, ya digo, es uno de los que más me gustan.


Tengo la impresión, no obstante, de que a Thom Yorke le quedaban aún muchas ganas de transitar los derroteros electrónicos tomados en “Kid A” y que el regreso a un sonido más indie-rockero no era su primera opción. Sólo eso explicaría la aparición en 2006 de su debut en solitario, “The eraser”, que ahondaba en el componente digital con que la banda había trasteado en esos primeros años de la década 2k, llegando incluso a coquetear con sonidos y ritmos propios del dubstep. No es éste un disco que me entusiasme. Pese a no estar totalmente desprovisto de interés, me parece más una colección de canciones que los otros cuatro integrantes de la banda no permitieron a Yorke introducir en alguno de sus álbumes que un proyecto con auténtica entidad. Mi opinión de “The eraser” puede ejemplificarse perfectamente atendiendo a dos de sus canciones más representativas: “Black swan”, un single de presentación que recuerda poderosamente (a mí al menos) al “Packt like sardines in a crushd tin box” con que se abría “Amnesiac”, y “Atoms for peace”, una propuesta sonora muy original que termina resultándome, por repetitiva, algo cansina. Lo mismo, ya digo, podría extrapolarse a todo “The eraser”: más de lo mismo y, cuando no, peor. Lo cual demuestra, claro, que Radiohead es bastante más que Thom Yorke.


El hiato discográfico de la banda duró hasta 2007, fecha de aparición de “In rainbows”, un disco que ha pasado a la historia de la música más por su revuelo mediático que por sus valores estrictamente musicales (que los tiene). La decisión de los integrantes de Radiohead de colgar el disco directamente en su web oficial y permitir su descarga a cambio de “la voluntad”, pasando olímpicamente de los canales habituales de promoción y distribución, fue un auténtico “¡zas, en toda la boca!” de su discográfica, EMI. Ésta decidió, a modo de lucrativa pataleta, responder entonces con la publicación de un “The best of” del que los miembros de la banda han abominado públicamente. Bien por ellos.


“In rainbows” no es uno de mis LP's favoritos de Radiohead. Contiene algunas canciones estupendas, como “Faust arp”, “15 step” o “House of cards”, y uno de los mejores temas que el quinteto de Oxford ha compuesto en toda su carrera, “Reckoner” (¡qué poco tardó Danger Mouse en tomarlo prestado para los directos de Gnarls Barkley!), pero el conjunto me parece algo disperso en comparación con casi todos sus demás discos. “In rainbows” funciona como conjunto de canciones, sí, pero carece de identidad propia como álbum. Ello, estoy casi seguro, se debe a que los temas que lo forman no son fruto de una misma etapa creativa, sino que habían ido surgiendo a lo largo de varios años (algunos ya habían sido presentados en directo con anterioridad en versiones primigenias y otros como el citado “Reckoner” datan del ya lejano 2001) y la banda decidió reunirlos todos en un mismo disco pese a que no exista una evidente continuidad sonora entre unos y otros. Con todo, “In rainbows” parece ser un álbum muy querido por la mayor parte de los seguidores de Radiohead, así que probablemente mi juicio sobre el mismo deba ser observado bajo el tan socorrido prisma de los gustos y colores.


“In rainbows” hizo su aparición hace más de tres años. Desde entonces la banda sólo ha hecho públicas un par de canciones nuevas, “Harry Patch (in memory of)” y “These are my twisted words”, tan diferentes entre sí (casi me atrevería a señalar que una es claramente greenwoodiense mientras que la otra es inconfundiblemente yorkiana) que poco ayudan a esclarecer cuál será el rumbo a seguir por el grupo en su próximo larga duración. Mientras Radiohead parecen inmersos en la grabación de ese nuevo álbum que no termina de llegar (su publicación se ha ido retrasando desde hace más de un año), su baterista Philip Selway ha aprovechado la aparente inseguridad del quinteto respecto a su nuevo material para sorprender a propios y extraños con el lanzamiento, hace apenas unas semanas, de su primer esfuerzo individual, el LP “Familial”.


Alejado del sonido sofisticado y sobreproducido cultivado por su formación de origen, Selway se manifiesta en este álbum como un compositor muy capacitado para un pop-folk acústico e intimista de una sensibilidad próxima a la de Simon & Garfunkel o la de unos Dark Captain Light Captain algo más pacatos que en su debut “Miracle Kicker”. Curiosamente, la percusión adquiere en “Familial” un rol casi anecdótico, cediendo todo el protagonismo a guitarra y voz. Temas tan deliciosos como el single “By some miracle”, “Falling” o “Broken promises” vienen a demostrar que la genialidad de Radiohead no reside solamente en sus miembros más visibles: a mí, de hecho, “Familial” me gusta mucho más que el debut en solitario de Thom Yorke.


Sea como fuere, lo que parece claro es que Radiohead es un auténtico hervidero de creatividad y eclecticismo: un grupo alimentado por la sinergia compositiva de cinco tipos geniales (y un sexto, ese productor Nigel Godrich que es prácticamente un miembro más de la banda) motivados únicamente por las ganas de hacer buenas canciones. Y mientras el mañana todavía aguarde expectante la aparición de sus nuevos frutos musicales, sus seguidores tendremos todos los motivos del mundo para estar ilusionados.