jueves, mayo 28, 2009

Romper un silencio así no tiene perdón

“Romper un silencio así no tiene perdón gracias, esto... ¿cómo empezar? me despierto en un gran estadio un saludo, gracias, esto... ¿Cómo escapar? cuánta vanidad, digo, vida yo propongo un tropezón mira, mamá, sin suerte romper un silencio así no tiene perdón Era 19 de Noviembre y tú soltaste que "lo importante son los goles y no los colores" romper un silencio así no tiene perdón diga lo que diga romper un silencio así no tiene perdón con la cara tropezada ya no hay nada que vender aunque nada tengo que esconder bueno, casi, pero eso no viene al caso yo sólo quería un aplauso gracias, bueno, gracias mira, mamá, sin suerte se parten de risa y encima les pido perdón... mientras el universo ronca ¿no te importa oír mi voz? voz ¿voz? ¿diga lo que diga? romper un silencio así no tiene perdón diga lo que diga.”

[Standstill es otra de esas acertadísimas recomendaciones que cada cierto tiempo me hace KikoCreep. Enganchado como estoy al sonido de Vetusta Morla (mañana tocan en Ourense, por cierto), Creep me pasó “Vivalaguerra”, quinto y hasta el momento último disco de esta formación, sugiriendo que si los madrileños me alucinaban estos catalanes también me iban a gustar. Y lo cierto es que encuentro muchas semejanzas entre ambos grupos, empezando por su vocación de músicos “indie”, la autopublicación de sus trabajos y la voz de su cantante (que a mí particularmente me recuerda mucho a la del vetusto Pucho). Entre las diferencias, una mayor dureza en su sonido (tirando al post-hardcore) y una estructura de los temas compleja y abigarrada que los emparienta también con grupos como The Mars Volta. La letra de ahí arriba (tan bizarra como sugerente) pertenece a la canción “¿Por qué me llamas a estas horas?”, un subidón de endorfinas con el que arrancar un disco que crece a cada nueva escucha.]

miércoles, mayo 27, 2009

Fringe

J.J.Abrams es un señor muy listo. Sabe qué teclas hay que pulsar y qué manos apretar para llevar sus proyectos a buen puerto (comercialmente hablando; cualitativamente la cosa es más discutible). En los últimos meses ha estado muy atareado. Tanto, que ha dejado la dirección de “Lost” en manos “más capaces” (lo cual, de nuevo, es discutible). Además de su revitalización de la franquicia “Star Trek” (de la que ya di mi opinión unos días atrás), hace unos meses se embarcó en la producción de un nuevo y exitoso serial televisivo: “Fringe”.

La primera temporada de “Fringe” consta de 20 capítulos y narra las andanzas de un grupo especial del FBI dedicado a la investigación de sucesos (prácticamente) inexplicables. El referente que viene inmediatamente a la cabeza ante este planteamiento es “Expediente X” pero, al contrario que en aquella, en “Fringe” el “prácticamente” de mi último paréntesis cobra todo el sentido del mundo: los personajes de la serie siempre encontrarán una explicación pseudo-científica (dentro de los amplios límites de la ciencia-ficción, claro) a aquello a lo que se enfrentan en cada episodio. Esto, sumado a la habitual querencia de Abrams por las tramas conspirativas globales y los misterios dentro de secretos dentro de mentiras (al más puro estilo matrioshka), supone un estimulante y adictivo valor añadido a la propuesta.

La producción es vistosa (los presupuestos son muy elevados y eso se nota positivamente), la dirección es efectiva y las premisas argumentales suelen ser siempre atractivas (aunque los guiones de cada capítulo oscilen entre lo mediocre y lo excelente). “Fringe” es, a grandes rasgos, una serie muy divertida y fácil de seguir, con giros argumentales sólidos (aunque rara vez le desencajen a uno la mandíbula) y un acabado formal casi impecable (me chirrían las escenas de acción cuerpo a cuerpo, pero eso es algo a corregir en casi el 100% de series de acción y aventuras que se emiten en la actualidad… si exceptuamos “Lost”, claro).

En el plano negativo encontramos un obvio desequilibrio en cuanto al atractivo de sus protagonistas principales (mientras que el profesor Walter Bishop es un personaje golosina brillantemente interpretado por John Noble, su hijo Peter y la agente del FBI Olivia Dunham, encarnados a su vez por Joshua Jackson y Anna Torv, no consiguen ir más allá de la caracterización de brocha gorda), además de la sensación de que no todos los capítulos que integran esta primera temporada son estrictamente necesarios para el desarrollo de la trama principal (aunque eso no se podrá comprobar, claro, hasta contemplar la imagen de conjunto, ocurra esto cuando ocurra).

Con todo, se trata de una serie cuya primera temporada termina con buena nota y que, si no se pierde demasiado en su propio juego de engaños y mcguffins, puede darnos a los espectadores más proclives a la ciencia-ficción un montón de alegrías en el futuro. Oh, y además tiene una de las cabeceras más elegantes que he visto nunca en una serie de televisión (con un acompañamiento musical sublime, único argumento de peso que a día de hoy he encontrado para comprarme un teléfono móvil con tonos reales… así que me quedaré con mi patata-móvil de toda la vida hasta que la cosa no esté muy a huevo…)

Vampiros escandinavos

Sin ánimo de resultar despreciativo, debo reconocer que hay ciertos países que ni me van ni me vienen. Paraguay, por ejemplo, me da un poco igual; Gabón, otro tanto de lo mismo. No es ningún tipo de xenofobia, lo juro. Simplemente son nombres de sitios que no me dicen nada. Lo más seguro es que sea puritita ignorancia, claro. Pero para insípidos insípidos, los escandinavos. Al menos, desde que dejaron los drakares atados al embarcadero y se pusieron a fabricar mobiliario do-it-yourself. Aún es hoy que no entiendo por qué mi patrona lucense pierde el culo y parte del muslamen por irse a los fiordos a confundirse con la nieve (aunque sé de buena tinta que preferiría pasar frío en la Patagonia). No es que yo sea un ardiente latino tipo, qué va, pero estos norteños me parecen gente gélida y meticulosa, minimalista en prácticamente todo (desde la decoración de su casa hasta su registro de expresiones faciales) y de los que nunca sé si tienen cuerpo por debajo del cuello porque sólo se les ve la cara asomando entre un montón de ropa dispuesta como las capas de una cebolla.

No obstante, como cinéfago que soy intento hacer siempre válida esa máxima maternal que dice que hay que comer de todo, y si “Déjame entrar” tiene una nutrida carrera de premios y elogios a sus espaldas es lógico que me pique el gusanillo y me entren ganas de verla. Incluso aunque sea sueca. Y de vampiros, para más inri.

- No importa. Total, -pensé -viviendo en Santiago de Compostela las probabilidades de poder disfrutarla en pantalla grande son casi nulas.

Pero el destino ha querido que le dé una oportunidad al cine escandinavo, así que la peli se estrenó, doblada (desgraciadamente), en una única sala y en una única sesión, programada al borde de la medianoche (que puede parecer tope vampírico, pero que realmente se debe a que el exhibidor no tiene ninguna fe en su tirón comercial). En fin, que fui a verla, todo sea por los palmareses conquistados y las reseñas de la “Cinemanía”, y tal y cual.

El primer susto llega cuando descubro que no sólo se trata de una peli de vampiros, lo que ya de por sí genera ciertas dudas, sino además de vampiros adolescentes. O casi: los protas tienen 12 años (al menos uno, la otra los aparenta). No pasa nada: el niño, humano él, no es capitán del equipo de fútbol del colegio ni se parece a Zack Effron. De hecho, sufre acoso escolar y fantasea con cargarse a navajazos a los matones que le hacen la vida imposible. La niña, la vampira en cuestión, es su nueva vecina, que ni se parece a una pin-up gotiquilla de Victoria Francés (gracias al cielo) ni habla como si estuviese recitando a William Blake (que es como los guionistas de cine comercial pretenden hacernos creer que se expresan los inmortales).

De terror la peli tiene poco, realmente habla de la soledad y de la necesidad de encontrar cobijo y protección en alguien en quien confiar; hay violencia, y además está cojonudamente bien rodada, pero no es una película de acción. Pasado el primer posible handicap (vampiros sin vello genital), encuentro un “pero” real: la peli es lenta, escandinavamente lenta.

Por suerte hay más cosas que molan: los niños actores están estupendos. Mejor que los adultos, de hecho, aunque de estos tampoco hay queja. El ritmo sigue siendo tortuguil, vale, pero el guión está bien estructurado. Progresivamente, con paso lento pero seguro, uno empatiza con los protagonistas y su drama hasta que, casi acabado el metraje, de golpe y porrazo la peli alcanza unas cotas de lirismo (y unos cojones del tamaño de un cachalote en la planificación de la penúltima escena) que servidor no se esperaba de una pequeña película de vampiros pre-adolescentes. Terminada la cinta me quedo mudo, sin una impresión exacta de lo que acabo de ver. Algo cansado, lo reconozco, y puede que ligeramente tibio por la lentitud del film...

Esa noche llego tarde a casa, me voy a la cama y me duermo, con la peli rondando mis pensamientos. Al día siguiente “Déjame entrar” sigue ahí, inmóvil, en mi cabeza. Y al siguiente. Ahora que la rememoro, cinco días después de haberla visionado, todavía oigo el eco de unos chapoteos de piscina o el código morse al golpear una superficie sólida y se me ponen los pelos de punta.

“Déjame entrar” es una gran película, aunque no demasiado divertida. No creo que la vuelva a ver en breve, pese a la honda impresión que, ahora lo sé, me ha dejado instalada en el cuerpo. Posiblemente sea también la cinta más desoladoramente triste que haya visto en lo que va de 2009. Y sí, es sueca. Mira tú qué cosas…

Oh, y el que crea que es una película con un trasfondo romántico... que se la vuelva a ver.

Haciendo historia


(Y ahora sí, prometido, se acabó eso de hablar de fútbol... como si hubiera algo que añadir, claro...)

Nueva imagen

Ya iba haciéndole falta al Abismo un cambio de look (por mínimo que haya acabado siendo). Desgraciadamente Silvia, una de mis bloggers favoritas, se me adelantó dándole un nuevo aspecto a su bitácora y ahora nuestros lectores comunes (que son, calculo, dos) se creerán que voy de copión, jajajaja... Pues nada, con este enlace lo desmiento.

En fin, ¿os gusta el nuevo look del blog? ¿Y la nueva imagen de mi perfil? Opinions, please...

(Para los más tiquismiquis: ya sé que en pleno disparo la corredera de la pistola debería estar desplazada hacia atrás, pero cuando me di cuenta de que necesitaba poner un foco de luz para hacer el efecto del tiro porque si no la imagen quedaba muy sosa, ya tenía la pistola terminada y me daba pereza rehacerla con el photoshop... Licencia artística, que se llama, jejeje...)

domingo, mayo 24, 2009

Más perdidos que nunca (y sin spoilers)

Hacer aquí y ahora una presentación de “Lost” me parece a todas luces innecesario. Si alguien no conoce aún esta serie le recomiendo encarecidamente que eche un vistazo a la entrada que escribí al respecto hace unos meses (y de la que estoy particularmente orgulloso, aunque ninguno de mis escasos lectores se haya percatado del sutil juego numérico que incluye) y que no siga leyendo esto. No porque vaya a encontrarse en esta reseña algún spoiler (lo cual niego categóricamente: una de las máximas de este blog siempre ha sido la de desvelar únicamente lo mínimo imprescindible de los argumentos de las obras reseñadas para poner en situación a quien esté al otro lado de la pantalla), sino porque no saber a estas alturas qué es “Lost” (siendo tú, quienquiera que seas, lector/a de un blog en castellano tan friki como éste) se me antoja tan disparatado como no tener ni idea de quiénes son Homer Simpson, Son Goku o Mafalda.


Entro por tanto al trapo de la quinta temporada y me olvido de cualquier posible antecedente: la nueva tanda de episodios de “Lost” ha sido posiblemente la peor en lo que llevamos de serie. Los seis primeros capítulos de la nueva entrega son terriblemente flojos, debido principalmente a un cambio radical en el modelo de estructura argumental de cada capítulo (motivado, a su vez, por la particular situación en la que los protagonistas se han visto involucrados a raíz de lo acontecido en la temporada anterior), perdiéndose uno de los valores fundamentales de la serie: el cuidado por los personajes. Al recurrir a una exposición continuada de acontecimientos sin permitir al espectador volver a familiarizarse con el drama que cada personaje lleva consigo, los guionistas consiguen (contra su voluntad, asumo) que de pronto sintamos una distancia respecto a los mismos, viéndolos moverse como pollo sin cabeza por un reguero de escenas en las que apenas tienen voz y voto. El efecto último de todo esto es que al espectador empieza a darle un poco igual lo que les pase a los protagonistas porque ahora los visualiza más como entes ficticios manejados por una corte de guionistas que como seres vivos que respiran, piensan, odian y aman.


Esa incómoda sensación comienza a desaparecer a raíz del episodio titulado “La vida y muerte de Jeremy Bentham” (séptimo de los diecisiete que componen esta quinta temporada), donde de pronto todo vuelve a recordar a esa “Lost” que algunos ya llevamos tanto tiempo siguiendo con absoluta fidelidad. El regreso de la serie a ese estimulante y conocido territorio de lo desconocido viene también ligado a una nueva reestructuración de los engranajes narrativos, asentando a los personajes en un status quo inédito pero sólido que permite, por fin, volver al juego de voluntades opuestas que siempre ha sido el motor de la serie (ya desde un buen principio con la dualidad “hombre-de-ciencia/hombre-de-fe” que determinó sus primeros compases).

Otro de los factores que más determinarán la buena o mala recepción de esta quinta temporada es el hecho de que, asomando ya el final de la serie, ha llegado el momento de ir despejando incógnitas en lugar de seguir planteando rocambolescos enigmas y, como sabe perfectamente cualquier aspirante a filósofo, es mucho más fácil hacer grandes preguntas que encontrar grandes respuestas. Las que los guionistas de “Lost” nos ofrecen en este último (hasta el momento) tramo de la saga pueden no satisfacer a todo el mundo en la medida en que desmitifican y simplifican algunos misterios a los que millones de espectadores han estado dando vueltas durante cinco largos años. Y, obviamente, satisfacer a millones de espectadores es virtualmente imposible.


Pero el gran problema de esta última temporada (y mayor motivo de mi decepción) es que los guionistas, de algún modo, han dejado de respetar la inteligencia del espectador. Por un lado, porque toda la temporada es demasiado lineal en sus explicaciones, reduciéndolas a niveles de comprensión muy asequibles (supongo que para que nadie entre esos millones de espectadores de los que antes hablaba se pierda), cuando hasta ahora “Lost” había sido una serie muy exigente y precisamente ésa era una de sus grandes virtudes. Siempre creí que “Lost” desvelaría sus enigmas de forma sutil, ofreciendo toda la información necesaria para completar el puzzle pero dejando que sea el espectador quien lo monte (sin llegar a los extremos de un David Lynch pero sí a la manera del mejor Grant Morrison). Sin embargo en esta última temporada los responsables de la serie han decidido darnos de mogollón una parte importante de las piezas y además nos han ayudado “demasiado” a emplazarlas en el lugar correcto, asumiendo que nosotros no podríamos.

Por otro lado, esa falta de respeto se hace evidente cuando comienza a verse el andamiaje argumental de la obra y también sus trampas y embustes. Hasta ahora, al menos para mí, “Lost” pertenecía a una clase superior de narraciones en las que la mano del hacedor era imperceptible, en las que todo encajaba por pura lógica interna (por muy enrevesada que ésta fuese) y no por capricho o necesidad. Acontecimientos de la primera temporada eran hábilmente aprovechados en la tercera y cosas de las que uno se había olvidado se volvían fundamentales 50 capítulos más tarde, pero todo parecía pensado y equilibrado y, dentro de la mencionada lógica interna de la serie, funcionaba. Y lo hacía, añado, porque el puzzle se iba construyendo con un margen muy holgado, dándonos una pieza clave en un momento y mostrándonos el hueco que ésta cubre mucho tiempo después, de tal modo que siempre hubiéramos tenido las piezas necesarias para ir descubriendo progresivamente los secretos de la serie. Esa dinámica se pierde ahora (y sobre todo en la season finale, vibrante pero tramposísima) al recibir piezas fundamentales del gran puzzle en el penúltimo minuto y mostrarnos su hueco en el último, siendo totalmente imposible que hubiésemos imaginado su existencia en el minuto antepenúltimo (mmm, creo que acabo de hacer un triple salto temporal…). Que a estas alturas de la serie los guionistas tengan que presentar elementos clave de la historia en el último capítulo de la penúltima temporada me parece una medida muy conveniente para sus propósitos (que son, ni más ni menos, responder como puedan a todos los enigmas planteados hasta la fecha), pero decepcionante desde el punto de vista del espectador, que comprende por fin que nada de esto estaba decidido desde un buen principio o que, si realmente lo estaba, ésta no era la mejor manera de exponerlo.


No obstante, todos estos “peros” no pueden empañar el hecho de que “Lost” sigue siendo, vista de un modo global, la mejor serie fantástica que servidor haya visto jamás, volando a una altura a la que muy pocas producciones televisivas (sean del género que sean) se atreven a surcar los cielos. Está claro que su caligrafía no es la de un “The wire” o unos “Six feet under”, pero tampoco Alejandro Dumas tenía la sofisticación literaria de Borges y aún así qué buenos ratos me hizo pasar el francés con su Conde de Montecristo (o, poniendo un símil que gustaría al mismísimo Hurley, no es posible comparar la grandeza de “El imperio contraataca” con la de “El padrino”, siendo ambas dos obras capitales del séptimo arte).

Con todo, esta quinta temporada no ha estado a la altura de lo que debería haber sido. De la sexta dependerá enteramente que “Lost” sea una cumbre del medio televisivo y de la ciencia-ficción o que se desinfle como un globo y nos deje a muchos con la sensación de que mejor hubiera sido que la Fox la cancelase al final de la tercera temporada por falta de audiencia (y así, claro, se hubiese convertido en leyenda).

No saldremos de dudas hasta dentro de un año…

domingo, mayo 17, 2009

Futuro

"I will
Lay me down
In a bunker
Underground
I won't let this happen to my children
Meet the real world coming out of your shell
With white elephants
Sitting ducks
I will
Rise up
Little babies eyes eyes eyes eyes
Little babies eyes eyes eyes eyes
Little babies eyes eyes eyes eyes
Little babies eyes eyes eyes"

[El tema es "I will" (el enlazado no es, ni mucho menos, un vídeo oficial, pero tendrá que valer), del fantástico álbum "Hail to the thief" de Radiohead. Thom Yorke no se caracteriza precisamente por escribir las letras más optimistas y luminosas del panorama pop-rock actual. Por eso sus palabras (y su música) vienen tan a cuento en los días grises. Días como hoy.]

sábado, mayo 16, 2009

Ultimate Star Trek

Hace unos años, no demasiados, la editorial de comics Marvel lanzó una línea de productos conocida como “Ultimate” consistente en varias series de tebeos protagonizados por sus héroes más famosos (Spider-man, X-Men, Los Vengadores) en una nueva encarnación que ignorase deliberadamente las cuatro décadas de historias que estos personajes cargaban a sus espaldas reiniciando sus aventuras desde cero.

Ese mismo ejercicio de “borrón y cuenta nueva” se puso de moda un tiempo después entre algunas de las más famosas franquicias cinematográficas, trayendo consigo nuevas versiones en celuloide de personajes como Batman (en “Batman Begins”, a la que seguiría “El caballero oscuro”) o James Bond (en “Casino Royale”, a su vez continuada en “Quantum of Solace”). Los resultados fueron notables, tanto en términos de calidad como económicos, y la industria del cine se convenció de que las viejas franquicias que ya no interesaban a nadie no tenían por qué desaparecer ni perpetuar un descenso a los infiernos de la serie B en nuevas secuelas de dudosa calidad y menor atractivo para un público joven al que la nostalgia se la traía al fresco. El secreto a voces de la franquicia eterna estaba clarísimo: reinventarse o morir. En una palabra, “ultimatizarse”.

Tarde o temprano le tenía que llegar el turno a “Star Trek”, esa saga galáctica en continua (y perdida) comparación con “Star Wars” que nació como serie de televisión en los años sesenta, fruto de la imaginación de Gene Roddenberry. En las décadas posteriores, además de seis versiones televisivas (incluyendo una de animación), “Star Trek” conocería multitud de productos derivados tales como películas (diez, sin contar la que hoy nos ocupa), tebeos, libros, merchandising a granel…

Honestamente, no puedo decir que sea un gran fan de “Star Trek”; ni siquiera uno pequeño. Conozco muy por encima algunos aspectos de su mitología (palabras como klingon o vulcaniano y nombres propios como Kirk, Spock, Picard, Data o Enterprise no me son desconocidos) y he visto (de casualidad) alguno de los largometrajes, por lo que mis expectativas en este “reset” de la saga no se basaban tanto en un posible aprecio al original como en el nombre de su principal valedor: el realizador J.J.Abrams, creador del fenómeno “Lost” y de la nueva y muy prometedora serie de ciencia-ficción “Fringe”, así como director de la más entretenida de las entregas de la saga “Misión Imposible” (concretamente la tercera y última) y productor de aquella curiosidad titulada “Cloverfield” (continúo negándome a llamarla “Monstruoso”).

Tras varios meses de seguirle la pista a las noticias relativas a esta nueva “Star Trek”, ayer por fin pude verla en la pantalla de una sala de cine y debo confesar que el resultado me ha parecido decepcionante.

La película comienza de manera excelente, con una escena de introducción magnífica y dramáticamente muy potente (ayuda la estupenda banda sonora compuesta para el film por Michael Giacchino, cuyas virtudes muchos ya conocemos gracias a su buen hacer en “Lost”), para luego pasar a una presentación de personajes bastante correcta (pese a que ninguno tenga una personalidad excesivamente atractiva) y de ahí al meollo de la acción, con un villano (Nero, interpretado por Eric Bana, el australiano con menos carisma del séptimo arte) que busca provocar el caos y la destrucción masiva en la Federación Estelar, siendo los tripulantes de la nave Enterprise los únicos que pueden detener sus planes. Nada novedoso, pero tampoco alejado de la dinámica que uno se podría haber imaginado a priori.

El problema no es tanto el “qué cuenta” como el “cómo lo cuenta”, y es que esta “Star Trek” tiene muy buenas intenciones pero se queda a medio camino en todo: tiene algo de drama, pero no es una película que uno pueda tomarse demasiado en serio (a veces resulta ridículamente autoparódica); tiene algo de ciencia-ficción, pero bastante simplona y diluida (los misterios en los que se basa el argumento de la película suelen tener explicaciones caprichosas y bastante fáciles de rebatir a poco que uno tenga unas nociones básicas de los resortes del género); tiene algo de humor, pero salvo un par de detalles no resulta especialmente graciosa (el actor cómico Simon Pegg, que da vida al nuevo Scotty, está totalmente desaprovechado); tiene unos efectos especiales grandiosos, sí, pero las escenas de acción (bastante escasas, añado) están rodadas de esa forma epiléptica que impide que uno pueda saber quién está haciendo qué a quién, desaprovechando así un generoso presupuesto y empequeñeciendo el sentido del espectáculo con el que servidor esperaba encontrarse…

Entonces, ¿qué hay de bueno en la película? Por un lado la citada banda sonora; por el otro, un ritmo que no decae nunca y que consigue que la cinta se te pase en un suspiro, pese a no tener ningún momento especialmente épico ni conmovedor. Y, finalmente, un enorme carro de nostalgia que se hace patente en los infinitos detalles que los más trekkies (o trekkers) sabrán apreciar en su justa medida. El resto del público se quedará con la sensación de haber visto lo que podría ser un estupendo episodio piloto de una serie de televisión pero que, como narración cerrada y (hasta cierto punto) autoconclusiva, se queda en agua de borrajas.

[Ésta ha sido la opinión de un espectador a quien nunca le ha interesado demasiado el universo de “Star Trek”. Si alguien tiene interés en leer una reseña firmada por una auténtica seguidora de la saga - por eso de contemplar ambas perspectivas - no tiene más que darse un garbeo por MoriaCity…]

jueves, mayo 14, 2009

Rey de copas

Más viñetas de calidad

Actualmente la oferta de tebeos de calidad en España pasa por un momento particularmente dichoso. A poco que uno se descuide, cada mes se publican dos, tres, cuatro y hasta dios sabe cuántas lecturas altamente recomendables, cuando por ejemplo en las carteleras de cine apenas sí se estrenan 5 ó 6 pelis realmente imprescindibles cada año (esto es una opinión, claro, y no es libre de estar errada, pero al menos en Galicia, donde las distribuidoras no arriesgan con los estrenos, la oferta cinematográfica no brilla precisamente por su gran calidad).

Pese a que no puedo permitirme comprar cuanto comic con buena pinta se publica (más quisiera; circulan por las tiendas títulos como “Los pasajeros del viento”, “Ombligo sin fondo”, “36-39: malos tiempos” o “Zot!” a los que, en cuanto mi economía lo permita, no dudaré en hincarles el diente), en las últimas semanas han pasado por mis manos un puñado de grandes obras de entre las cuales hoy destacaré tres, por eso de no aburrir al personal (a sabiendas de que las entradas del Abismo etiquetadas como “comic” son las menos comentadas –y asumo que leídas- por el personal visitante).

Por aquello de dejar lo mejor para el final, empiezo en progresión cualitativa reseñando el “Bone” de Jeff Smith, cuya edición en color (publicada por la editorial Astiberri) ha finalizado recientemente con el noveno tomo: “La corona de cuernos”. Pese a que prefiero la edición en tres gruesos volúmenes en blanco y negro (en hiatus hasta que no aparezca el tercero a finales de año), mi primo pequeño ha seguido la serie en esta versión coloreada y, aprovechando que ya la tiene todita, le pedí que me prestase los últimos tomos para poder leer la conclusión del relato iniciado hace tantísimo tiempo por su autor, el estadounidense Jeff Smith (e iniciado por mí, como lector, hace también una eternidad en aquel primer cuadernillo grapado de la errática e inconclusa edición por parte de Dude Comics).

No sería descabellado definir “Bone” como una mezcla al 50/50 de los tebeos Disney de Carl Barks y “El señor de los anillos” de Tolkien (por muy confuso que este cóctel pueda antojársenos a primera vista), empezando su argumento en un punto más próximo a los primeros y concluyéndolo en un lugar cercano al segundo (esto es, de más cartoon a más fantástico-heroico). Y, si bien “Bone” no propone nada particularmente novedoso en ninguno de ambos registros, es en su combinación donde encuentra una poderosa sinergia que la identifica como una obra única y personal entre la marea de tebeos provenientes del otro lado del Atlántico. El argumento, por cierto, gira en torno a tres bones (unas criaturas narizotas de color blanco que viven en una ciudad, trasunto de la comarca Hobbit, conocida como Boneville) llamados Fone (noble, pacífico y enamoradizo), Smiley (parlanchín y descerebrado) y Phoney (avaricioso y tahúr, un Tío Gilito en versión bone), que han sido expulsados de su comunidad debido a los turbios tejemanejes de este último y que van a parar, tras una travesía por el desierto, al Valle donde viven la joven Thorn y su abuela Ben. Si bien el Valle parece un lugar idílico donde la gente disfruta del contacto con la naturaleza (con animales parlanchines a lo “Pogo” de Walt Kelly) y de la celebración anual de la gran carrera de vacas (como suena, lo juro), la frágil paz convenida con las mostrorratas (una voraz raza de criaturas peludas que antaño habitó esos bosques) está a punto de resquebrajarse con la llegada de una inquietante figura encapuchada que parece saberlo todo sobre el misterioso pasado de Thorn y su abuela. Y, como diría Mayra Gómez Kempt, “hasta aquí puedo leer”.

Una de las mayores virtudes de “Bone” es que se trata de un tebeo para absolutamente todos los públicos (tanto da que se tengan 9 años como 99), que nunca resulta infantiloide pese a su marcada vocación infantil, que exige poco al lector recompensándolo con muchísimas horas de diversión y que está magníficamente dibujado. Con una narrativa diáfana y un estilo heredado del mundo de la animación (donde Smith se formó como dibujante), las páginas de “Bone” no acusan ni un solo bache creativo ni muestran la más mínima inconsistencia gráfica, manteniendo una calidad visual altísima e invariable en sus más de 1.000 planchas.

Se trata, por tanto, de una lectura recomendabilísima que puede ser compartida entre padres e hijos, primos, tíos y hermanos (como ocurre en mi familia, en la que todos estamos un poco enganchados a “Bone”) y donde el lector encontrará humor, acción, épica y ternura a partes iguales. Además, en su momento también fueron publicados por Astiberri los dos spin-offs que completan la trama de la serie principal: “Estúpidas, estúpidas mostrorratas”, una historia autoconclusiva que narra las aventuras del fundador de Boneville, y “Rose”, una precuela profundamente reveladora que además está maravillosamente dibujada por Charles Vess.

La segunda parada de este viaje ascendente me lleva a “Las calles de arena”, último tebeo del español Paco Roca, muy conocido últimamente por haber recibido el Premio Nacional del Cómic por su increíble trabajo en “Arrugas”. Lo primero que llama la atención en la nueva obra de Roca es descubrir que el autor se ha arriesgado a desdeñar el camino fácil de incurrir de nuevo en un tema de hondo calado social, despistando a quien sospechase de una rendición al éxito seguro y regresando al onirismo y la simbología de anteriores trabajos (como en la estupenda “El faro”).

No creo que, como tebeo, “Las calles de arena” deba envidiar en nada a ninguna de sus obras precedentes. Es obvio que su éxito será menor, pues la prensa generalista no le prestará la misma atención que concedió a “Arrugas”, pero lo que cuenta (al menos para mí) es que Roca ha entregado otro relato redondo, que se disfruta durante la lectura y se disfruta aún más al rememorarlo, una vez guardado en la estantería.

El argumento de la obra presenta a un hombre (cuyo nombre no conoceremos) que se pierde en su ciudad intentando llegar a tiempo a un compromiso que preferiría evitar. Deambulando sin rumbo por callejuelas llegará a un extraño hotel donde nada parece tener sentido (al más puro estilo Lewis Carroll) y donde conocerá a unos huéspedes tan extraños como representativos de las rarezas, manías y sinsentidos que aquejan a gran parte de la sociedad moderna. Apoyándose en ellos, Roca plantea una espléndida reflexión sobre la incomunicación, los amores perdidos, el miedo a la muerte y la autoafirmación, demostrando que, pese a haber cambiado de género respecto a “Arrugas”, sus temas de inspiración siguen siendo los mismos que en el pasado.

Se suma a la ecuación un dibujo limpio, bonito (en el más estricto sentido de la palabra) y eficaz, con un uso inteligente del color y un despliegue importante de recursos narrativos magníficamente resueltos, consiguiendo del conjunto una obra sobresaliente que seguro estará en las quinielas de más de uno (y de dos) de cara a elegir las mejores obras del año en curso.

Al margen de la altísima calidad propia del comic, su edición no ha estado exenta de cierta polémica ya que el papel escogido por los responsables de su publicación (de nuevo la editorial vasca Astiberri) no ha resultado ser el más adecuado para una reproducción óptima del color y la línea. No obstante, considero que no se trata tanto de una chapuza que clame al cielo como de un pequeño desliz que no desmerece en absoluto la compra del tebeo. Debe ser que Astiberri nos tiene mal acostumbrados y cuando la edición no es de 10 la gente se lo toma como si fuera de 0, lo cual no es en absoluto cierto (ni justo, por otro lado).

Finalmente le llega el turno a “Epiléptico”, título bajo el que la editorial Sins Entido recopila en un único volumen los seis álbumes que componen la serie de corte autobiográfico “La ascensión del Gran Mal”, escrita y dibujada por David B. Si las dos obras anteriormente reseñadas son altamente recomendables, “Epiléptico” pertenece por derecho propio a la categoría de imprescindible.

Abreviando en exceso podría decirse que el argumento de “Epiléptico” relata la vida del autor desde su infancia hasta su edad adulta, y cómo esta vida se ha visto desde siempre condicionada por el Gran Mal (una severa epilepsia) que aqueja desde la niñez a su hermano mayor. Esta descripción, no obstante, podría llevar a engaño porque “Epiléptico” no es tanto un tratado sobre la epilepsia como una justificación de la compulsión creativa del autor, quien no pretende hablarnos del drama de su hermano sino del suyo propio; de cómo su familia debió enfrentarse al hecho de convivir con (o sobrevivir a) la enfermedad de uno de sus miembros y de cómo, entre todas las vías de escape posibles, David escogió refugiarse en la fantasía. Sólo en sus arrebatos creativos, plagados de criaturas grotescas, mundos oníricos y sangrientas batallas, encuentra el dibujante un respiro a la tensión que se vive en su hogar. Y es ahí donde “Epiléptico” se hace grande, enorme.

David B. posee un desbordante imaginario visual y un frondoso mundo interior que te atrapan y subyugan, así como una capacidad prodigiosa para el simbolismo y la representación gráfica de conceptos abstractos. Si lo que cuenta es de por sí cautivador, la forma en que el dibujante plasma su historia es abrumadora y superlativa. Su sentido de la composición es magnífico, manejando hábilmente la distribución del blanco y el negro sobre la página. Su estilo, expresionista y recargado, transmite (como dice uno de los personajes de la obra) inquietud y perversidad. Narrativamente “Epiléptico” es, simple y llanamente, una obra maestra. No me resulta descabellado situarla en el mismo pedestal en que tengo (y los lectores de comic en general tenemos) a otros títulos tan significativos como el “Maus” de Art Spiegelman o el “Agujero negro” de Charles Burns (no es una comparación temática, sino en cuanto a capacidad expresiva y evocadora). La influencia posterior de “Epiléptico” ya se ha hecho notar en la industria de la BD francesa, inspirando a otros creadores a intentar ejercicios introspectivos semejantes (caso del “Persépolis” de Marjane Satrapi), llamando la atención de un nuevo público ávido de experiencias más íntimas y personales.

Por si todo esto fuera poco, la reciente edición presentada por Sins Entido es a todas luces magnífica. Es cierto que existe una importante reducción de tamaño respecto a los álbumes originales, pero en contraposición se trata de un libro de más de 370 páginas, publicado en tapas duras y papel de buen gramaje, con excelente calidad de reproducción y un insólito precio de 20 euros. Con estas características por delante, no se me ocurre ninguna razón por la que cualquier lector de tebeos deba dejar pasar la oportunidad de hacerse con este increíble tebeo. Una gozada.

Y si, como decía al principio de esta entrada, cada mes tenemos un buen puñado de grandes comics a nuestra disposición (y de nuestros maltrechos bolsillos) en la librería más cercana, el mes que viene las editoriales la van a liar parda: se acerca una nueva edición del Salón del Comic de Barcelona y el volumen de novedades se presenta más desquiciado que nunca. Yo, por lo de pronto, ya he buscado un buen callejón donde poner a la venta mi trasero, a ver si así consigo sufragarme las compras más imprescindibles…

sábado, mayo 09, 2009

9 canciones alegres (y una despedida autosatisfecha) para un día radiante

...1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... +1

Receta para un ser pseudo-humano (de Diógenes a Calvin pasando por Rob Fleming)

Después de 6 semanas en casa de mis padres (como consecuencia de aquello), el fin de semana pasado volví a mi piso, a Santiago, para retomar mi vida (más o menos) donde la había dejado, con la salvedad de que ahora voy de un sitio a otro con una muleta en la mano y una velocidad de paseo drásticamente inferior. Lo cual, por cierto, no me ha impedido volver al gimnasio y sacarme de encima el mono que tenía de tirar pesas.

Sea como fuere, lo cierto es que volver a mi estudio (yo lo llamo estudio, pero realmente es un cuartito con una mesa y un par de estanterías llenas de comics) en el piso compostelano me causó una impresión desagradable. Al entrar y echar un primer vistazo comprendí que, aunque no me haya sido diagnosticado por ningún especialista, sufro (en medida poco severa, puntualizo) el tan mediático (de un tiempo a esta parte) síndrome de Diógenes. Si las habitaciones de uso común del piso estaban inmaculadas (vivo con mi hermano, una persona ordenada y limpia), aquellas cuyo uso me concernía en exclusiva eran un pequeño caos que amenazaba con tragarse cualquier clase de cordura que servidor hubiese podido recuperar durante su estancia en la casa parental. ¡Es increíble la cantidad de mierda que puede acumular uno con la excusa de que tal vez sea útil en algún momento indeterminado del futuro! Me vino entonces a la cabeza una frase que leí en una pegatina hace cuatro años, paseando por el barrio de Taksim: “Si pudiese organizarme sería una persona muy peligrosa”.


Armado de paciencia me dispuse a ponerlo todo patas arriba, hacer una limpieza a fondo (6 semanas sin pasar por aquí, ya os podéis imaginar…), tirar todo lo superfluo y, aprovechando la coyuntura, hacer un listado de los tebeos que tengo en el estudio. Es algo que siempre he querido hacer: un albarán que comprenda todos mis comics, numeración incluida (muy útil para descubrir cuántos ejemplares me faltan de una serie en concreto o para anotar los que has prestado a un amigo y así, por mucho tiempo que pase, saber a quién se los prestaste y que no están extraviados). Durante la tarea me acordé, como hago demasiado a menudo, de Rob Fleming.

Existen una serie de personajes ficticios con los que me siento profundamente identificado. Me gustaría poder decir que son Kal-El, Sawyer y Drover (el Hugh Jackman de “Australia”), pero no lo son. Si yo fuera un plato de El Bulli (ahora que está tan de actualidad) mi receta contendría unas filfas caramelizadas con un puntito ególatra y antisocial del Sheldon de “The Big Bang Theory” y una crema emocional del Craig Thompson (personaje, al real no lo conozco) de “Blankets”, todo ello sobre una base deconstruída (signifique eso lo que signifique en el mundo de la alta cocina) de Rob Fleming, protagonista de “Alta fidelidad”, novela de Nick Hornby brillantemente trasladada al cine por Stephen Frears.



Suelo ver “Alta fidelidad” al menos una vez al año. La veo siempre que me apetece y también cuando acabo de sufrir un revés sentimental. Bajo la apariencia de una comedia romántica, “Alta fidelidad” esconde más sabiduría vital que la mayoría de películas dramáticas supuestamente profundas que conozco. Y además es jodidamente divertida. He leído la novela sólo una vez, pero como la adaptación de Frears es increíblemente fiel y la interpretación de John Cusack es descacharrante, resulta mucho más cómodo verse la peli en 109 minutos que pasarse dos o tres días enfrascado en un libro que, más o menos, viene a decir exactamente lo mismo (no es un demérito de Hornby, claro, sino una gran virtud de Frears).

“Alta fidelidad” narra la historia de Rob Fleming (Cusack), de 35 años, propietario de una tienda de discos donde sólo vende la música que le gusta, exclusivamente en vinilo. Tiene dos empleados/amigos/cucarachas llamados Barry (un lunático y desatado Jack Black en su único papel junto al de “Tropic Thunder” en el que no tengo ganas de practicarle la portada de “Holocausto caníbal”) y Dick (interpretado a lo emo por Todd Luiso) y, hasta hace dos días, una novia encantadora (Laura, en la piel de la irresistibilérrima Iben Hjejle) que, harta de su relación, lo ha mandado a paseo. Será en este momento cuando Rob comience un repaso de su top 5 de rupturas amorosas, en el que Laura ha conseguido colarse a última hora.

Si durante “la gran reorganización tebeística” se coló Rob en mis pensamientos fue porque tras sus rupturas el personaje tiene por costumbre sacar toda su colección de vinilos de las estanterías de su apartamento y reordenarlos atendiendo cada vez a una razón diferente, ya sea por género, autor, año de publicación, etc. Rob tiene miles de discos y yo miles de comics, pero posiblemente los motivos psico-químicos que nos llevan a ambos a encontrar placer en nuestras respectivas catalogaciones sean exactamente los mismos.



Una de las cosas que más me gustan de “Alta fidelidad” es lo desvergonzadamente egoísta que es Rob. No es un atributo que admire (aunque a veces comparta), pero me entusiasma ver en una comedia romántica a un protagonista tan cabrón, egocéntrico e infantil como lo somos todos en algún momento de nuestra vida, sobre todo en lo que se refiere a las relaciones sentimentales. La relación de Rob y Laura parece real: hay discusiones, celos y palabras más altas que otras dichas sólo para causar dolor (cuando lo que realmente los personajes querrían decirse no es eso). Sus reacciones son reales. Su falta de romanticismo es real. Rob es un crío encerrado en el cuerpo de un adulto que mata las horas posponiendo sus sueños (aquellos cuya consecución supondría un esfuerzo importante por su parte) y realizando, junto a Dick y Barry, listas de canciones pop sobre tal o cuál tema (“¿cuál es tu top 5 de canciones sobre la muerte?”), o sobre las 5 mejores películas de todos los tiempos (donde siempre aparece “Reservoir dogs”), o sobre lo que sea. En eso también me siento profundamente representado, claro.

Pero el quit de la cuestión, el auténtico motivo por el que “Alta fidelidad” es una peli tan catártica para mí es por su catálogo de mujeres y lo que éstas vienen a decir sobre el personaje protagonista. Azorado por las dudas que ha plantado en su interior su recientemente frustrado noviazgo con Laura, Rob recapitula y discurre su top 5 de rupturas amorosas, cada una de las cuales representa un tipo diferente de relación y, sobre todo, de mujer. Quizás pueda sonar herético, pero creo que desde Homero nadie que yo conozca había catalogado tan bien las posibles relaciones sentimentales que un hombre puede tener con una mujer como Nick Hornby. Y lo mejor es que, pese a que todas esas relaciones han terminado mal y Rob no es capaz de entender por qué, “Alta fidelidad” nos demuestra una y otra vez que las parejas son cosa de dos y que, si cualquiera de esas relaciones fracasó (igual que terminó su historia con Laura) fue, en mayor o menor medida, por culpa del propio Rob. Culpa compartida con sus partenaires, claro, pero suya hasta cierto punto.



Supongo que por eso me sienta bien ver “Alta fidelidad” después de un bache sentimental. Me hace ver, de la forma menos traumática posible, que si en esos momentos estoy decepcionado, si las cosas no han salido como querría, no debo olvidar que quizás parte de la responsabilidad sea también mía. Arremeter contra quien te rompió el corazón, crucificar a la persona por la que tan sólo unos días antes pondrías la mano en el fuego, es una solución tan habitual como equivocada. Quizás te hizo daño, quizás incluso conscientemente, pero salvo casos muy extremos (no pretendo justificar según qué cosas, líbreme Megatrón), si se trataba de una persona más o menos normal (con todo lo “más o menos egoísta”, “más o menos infantil” o “más o menos intransigente” que ello conlleva), tampoco tú puedes eludir la responsabilidad de no haber sido mejor que ese mismo “más o menos normal”.

Un clásico ejemplo del “no todo es blanco o negro”.

Por suerte, claro, esta vez me acordé de Rob con el corazón intacto, en plena reestructuración de mi colección de tebeos. Me llevó más horas de las que esperaba, en parte porque en Santiago tengo aproximadamente una cuarta parte de mis comics, quizás algo más; en parte porque a veces me paraba a hojear algún ejemplar que hacía años que no tocaba o que incluso no recordaba tener y se me iba el santo al cielo. En cuanto llegué a los “Calvin & Hobbes” de Bill Watterson me enredé compulsivamente en su lectura (como era de esperar) y me olvidé de Rob Fleming y de Ferrán Adriá, de Homero y del capullín de Diógenes y me puse a reír tantísimo como siempre. Por un momento también me olvidé de la reestructuración y limpieza de mi estudio y esa misma noche me vi trabajando a marchas forzadas para terminar mi tarea organizativa antes de irme a la cama. Supongo que también tengo mucho de Calvin, como todos los que alguna vez hemos sido niños y no hemos sabido o querido dejar de serlo.


“Si pudiese organizarme sería una persona muy peligrosa”.

Bah, ser peligroso está muy sobrevalorado…

Mis dibujantes favoritos 5: Enki Bilal


Probablemente no sea el mejor narrador del mundo. Sus imágenes sufren un cierto estatismo, sus personajes una incuestionable rigidez física. No es, desde luego, un guionista sobresaliente: por muy satisfactorias que sean en ocasiones sus obras como autor completo, sus mejores trabajos son aquellos que ilustran los guiones de Pierre Christin (y de entre ellos, mi favorito, “Partida de caza”). Pero también es casi seguro que, en lo que a mí respecta, Enki Bilal es uno de los dibujantes más sugerentes y visualmente impactantes que he conocido. Sus atmósferas oníricas y surrealistas conforman un universo ecléctico y profundamente personal lleno de fuertes colores, lagartijas ocultas y pececillos voladores que te llena los ojos con cada viñeta.






Bilal es único e irrepetible.

domingo, mayo 03, 2009

Abecedario personal: S de "Star Wars"

Vale, sé lo que estás pensando: ¡qué sorpresa, al friki de Jero le gusta “Star Wars”! ¿Se puede ser más obvio? ¿Y qué será lo próximo, alabar “Casablanca” y “Ciudadano Kane”? ¿Reconocer lo mucho que le ha gustado “El Quijote”? ¿Colgar un enlace al “Stairway to heaven” de Led Zeppelin?

Lo sé, formo parte del rebaño, de la masa, del vulgo. Desgraciadamente no todos podemos elaborar un top 10 de nuestras pelis favoritas con obras de Peter Greenaway y Andrei Tarkovsky, por muy intelectuales y soberbiamente chics que eso nos hiciera parecer en una discusión sobre cine (y por mucho que mole la banda sonora de “El contrato del dibujante”).


Yo, como muchos otros jóvenes (y ya no tan jóvenes), he crecido con la primera trilogía de “Star Wars”. No en un sentido estrictamente cronológico, porque “El retorno del Jedi” se estrenó el mismo año en que nací, sino porque el universo creado por George Lucas ha formado parte de mi vida desde siempre (al igual que otros referentes ficticios como Indiana Jones, Superman, 007 u Optimus Prime), y hasta cierto punto me resulta imposible imaginar cómo sería ahora mi vida (en su vertiente más ociopática y friki) de no haber existido Luke Skywalker, Han Solo y el maestro Yoda.

“Star Wars” es un fenómeno mundial que ha marcado profundamente no sólo a la industria del cine sino también a varias generaciones de espectadores (algunos de los cuales llegan incluso a sentir una devoción histérica y enfermiza por la saga), siendo uno de los productos de ocio y expresión artística que más ha influido a la sociedad en los últimos 35 años. Yo no soy un obseso de “Star Wars”, nunca le he prestado atención a sus derivados (todo lo que se ha dado en llamar "universo expandido"), pero sí me pongo ligeramente cachondo cuando escucho el zumbido de un sable láser o el característico sonido de “público gritando por un embudo” (como era descrito en el comic paródico “Dragon Fall”) que surge del motor de un caza Tie (con todo lo erróneo que esto conlleva al tratarse el espacio de un entorno donde el sonido no se propaga... pero en fin...) La música que John Williams compuso para las películas de esta saga está grabada a fuego en los surcos de mi memoria sonora y la respiración asmático-cibernética de Darth Vader (villano inolvidable) es otro de esos indelebles hitos dentro de mi cinefilia particular. Además, “El imperio contraataca” es, simple y llanamente, una de mis películas preferidas de todos los tiempos.


Todo ello, no obstante, no nubla (totalmente) mi capacidad crítica, y por tanto sigo siendo consciente de las múltiples influencias que Lucas manejó para la creación de su cosmos particular (y que van desde el cine de Kurosawa hasta el “Cuarto mundo” de Jack Kirby, pasando por las tiras de prensa de “Flash Gordon” o el “Valérian” de Christin y Mézières), no inventando prácticamente nada en el proceso (aunque no seré yo quien se queje por eso). Igualmente, si estuviera en mi mano hacerlo, no dudaría en eliminar de la memoria colectiva la existencia de esa aberrante nueva trilogía (episodios I al III) que aún no he conseguido relacionar (pese a que insistentemente se haya afirmado que pertenecen a la misma saga) con los gloriosos episodios IV, V y VI.



George Lucas es capaz de lo mejor y de lo peor, pero como espectador que soy puedo libremente discriminar lo peor y quedarme con la aventura, la magia, los combates interestelares, los duelos de sable láser, las réplicas socarronas de Han Solo y los gruñidos guturales de Chewbacca, el Rancor, el Sarlaac, la dislexia galopante del maestro Yoda y el muy-new-age concepto pre-midicloriano de la Fuerza.

Oh, y el Halcón Milenario, por supuesto.

sábado, mayo 02, 2009

2-6

Me van a perdonar todos los madridistas por publicar esta entrada, porque es cierto que yo no suelo hablar mucho de fútbol (de hecho, ésta es la primera entrada del Abismo con tal etiqueta), porque la liga aún no está matemáticamente decidida (casi casi...), porque el Barça a día de hoy aún no ha conquistado ninguno de los títulos a los que aspira...


... pero es que, ¡madre mía!, hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto viendo un partido de fútbol.

Potencia sin control


El pasado jueves se estrenó “X-Men Orígenes: Lobezno”, cuarta entrega de la saga cinematográfica de “X-Men”, pero primera dentro de la cronología interna del relato (es decir, se trata de una precuela).

A priori no pensaba que fuera a ser un peliculón, teniendo en cuenta que de las tres entregas precedentes sólo la segunda me parece realmente notable (lo decía hace unos días en esta entrada), siendo la primera una presentación interesante (sin más) y la tercera un pequeño despropósito sólo apto para paladares poco exigentes, entregados al fervor hacia unos personajes previamente conocidos. “X-Men Orígenes: Lobezno”, por su parte, cumple con la cuota de acción, explosiones, chistes malos y FX, pero naufraga estrepitosamente como intento de narración coherente y, sobre todo, inteligente.


Se puede discutir más o menos acerca de la necesidad de darle un origen al adamantium (yo opino que, en un universo donde la evolución genética permite a un ser humano volar o lanzar rayos por los ojos, no es en absoluto descabellado que exista una aleación metálica indestructible... al fin y al cabo está claro que ese universo no se rige por las mismas reglas que el nuestro), de la caprichosa justificación para la amnesia de Logan o de la falta de concreción a la hora de identificar al Victor Creed de esta película con el Dientes de Sable de la primera cinta de la franquicia. Todo eso es susceptible de opinión. Lo que está fuera de duda es la estupidez constante exhibida por los personajes (Gambito es especialmente insufrible); lo lineal, previsible y aburrido de la trama (salvo un par de momentos que, contra todo pronóstico, aportan algo de sal a un producto que de otro modo resultaría directamente vomitivo), y la falta de personalidad de un director (Gavin Hood) que no ha sabido insuflarle ni un hálito de vida a este desalmado entretenimiento infantil (siendo una película protagonizada por mi canadiense favorito, uno esperaría al menos un par de salpicazos de sangre en pantalla...)

Poco pueden hacer por salvar el resultado final unos créditos iniciales estupendos, un sentido bastante conseguido de continuidad argumental respecto a los otros films de la franquicia y dos actores que se entregan totalmente a unos personajes que no les devuelven el entusiasmo (me refiero, claro, a los carismáticos Hugh Jackman y Liev Schreiber).



Una pena (y la gente que desconoce los tebeos de "X-Men" y de "Lobezno", claro, pensará que de ellos no puede esperarse más que lo que ofrece esta película...)