domingo, octubre 15, 2006

De faunos, laberintos y posguerras


Se hizo esperar, pero por fin esta semana pude ver en el cine la nueva película de Guillermo del Toro, “El laberinto del fauno”, uno de esos proyectos que sólo por existir ya merecen la pena. Y es que poco se prodiga el género fantástico en la cinematografía patria, y mucho menos con un nivel de calidad tan alto como en este caso.

Ha tenido que venir un director y guionista mexicano a reivindicar la capacidad de crear mundos soñados sin salir de nuestras fronteras para que un descreído como yo recupere, al menos un poco, la fe en el cine hecho en casa. Porque lo cierto es que, tras el desastre (en términos cinematográficos) de “Alatriste”, pocas ganas me quedaban de esgrimir cualquier tipo de argumento en defensa de nuestra precaria industria.

No digo que “El laberinto del fauno” sea una obra maestra del séptimo arte, porque aunque visualmente es preciosa (palabra que no me gusta emplear habitualmente, porque, por alguna oscura razón que se me escapa, me hace sentir poco masculino, pero que en este caso viene como anillo al dedo) y las interpretaciones de todos los actores y actrices brillan a gran nivel, a nivel argumental no me acaba de funcionar la solución final que del Toro toma para reivindicar fantasía y realidad a partes iguales (y los que la hayan visto, supongo, comprenderán lo que quiero decir). Además, la primera imagen de la película está indudablemente de más, y alguna decisión de casting chirría bastante (estoy pensando en un actor que, aún teniendo una sola frase en toda la película, tira por tierra mi suspensión de la credulidad en un momento crucial en el que lo que uno más desea es creer de todo corazón, y no digo más para no destriparle la peli a nadie).

Pero hay mucho y muy bueno en este laberinto, como una Maribel Verdú desconocida para mí, haciendo el papel de su vida; o un diseño de producción impecable, mejor que el de muchas de las supuestas superproducciones que vienen de Hollywood; o un Álex Angulo que rebosa humanidad en cada mirada; o algunas escenas sencillamente sublimes, como toda la correspondiente a la segunda prueba, con ese ser turbador con ojos en la palma de las manos; o un dominio de la cámara que demuestra lo mucho que se ha ido puliendo con el tiempo Guillermo del Toro como director; o, sobre todo, un Sergi López inmenso, que compone uno de los mejores villanos del cine reciente, todo un símbolo de lo que una época en concreto (la posguerra española) supuso para un país que no podía permitirse creer en los cuentos de hadas, y que demuestra que, aunque no sean los que más revuelo causan, existe un grupo de actores españoles que nada tienen que envidiar a “roberdeniros” y “alpachinos” (y me vienen a la cabeza otros grandes de nuestro cine como Eduard Fernández o Javier Bardem).



Si no fuera por los defectos antes mencionados, estaríamos hablando de una película sobresaliente que, pese a todo, se queda en un merecido notable alto, y mi más rotunda recomendación para quien quiera constatar que sí, que todavía hay esperanza: el cine español no está muerto.

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